28 de junio de 2010

Lunáticos



Ni playas, ni hogueras, ni guitarras rasgueando el silencio eterno. Sin palabras, sin voces, sin sonidos. Ausentes de músicas, desprovistos de bocadillos, y vacíos de alcohol. Pero repletos de todo lo demás (vista, oído, percepción, sensación, sentimiento y amistad). Nosotros dos.

Juan había muerto ya, pero el santo renació para saludarnos, dos figuras difuminadas por la noche, como la Luna por los cirros. La nocturnidad sagrada, la del delito, sí, de la falta, del pecado, que a nadie perjudica, sino que a todos agracia. La de sentirte allí, en medio del paraje sereno y adormilado, y avistar la mansedumbre de la tierra, y el salvajismo del hombre. Algo no cuadra, y no es Ella.

Nos refugiamos cerca del convento, un remanso de existencia pura y sin aditivos que cada vez nos llama más, y al que deberemos acudir, para saborear su incienso espiritual y el hálito del saber, del recogimiento, que impregna a buen seguro sus paredes centenarias. Al menos una buena temporada, que evacue apetitos frívolos y reintroduzca el ansia por el yo, el “autosaberse”, el descubrirse de nuevo. Será como cumplir la penitencia (pero gloriosa penitencia...) por un pecado aún no cometido... El mundo al revés siempre sabe mejor.

Me recordó, nuestra presencia allí, a aquel cuadro de Caspar David Friedrich que inserto arriba, y cuya atmósfera vaporosa, flotante, de amistad eterna y astros imperecederos, abrigados por la naturaleza indómita, compila casi todo lo que uno aspira a disfrutar y fantasía con disponer: una casa modesta, pilas de libros, los benditos gatos, papeles y lápices por doquier, y sobretodo, esos paseos nocturnos a la gracia de las luces estelares, alumbrados por la Luna nimbada, y amparado por el amigo o la amiga (¿ambos quizá?), uno a cada flanco mío, mientras penetramos en los bosques, mientras reímos, compartimos, nos mosqueamos y nos veneramos, por lo que hemos decidido ser, pese a todo, y pese a todos.

La Luna llena, camarada inseparable de correrías noctívagas, nos hace lunáticos a su vez, chiflados de su luz velada; atontados por su fuerza salvaje, embrujados por esa influencia tormentosa e ininteligible, pero más real aún que su brillantez, nos brinda algo del elixir licántropo, y entonces aparecen colmillos, pezuñas y garras... pero, a la vez, surge la poesía, el pensar en el más allá, y en quienes están a tu lado. La ambivalencia del lunático, feroz y sensible. Como somos, muchos.

El ron permanece hoy en la mochila; el encanto ya es demasiado fuerte sin él. Unas gotas de su líquido requemado y la Luna sería una calavera diabólica, gritando en silencio sus locuras... Al regresar al vehículo no cesamos de echar la vista atrás, contemplándola, como temerosos de que pudiera saltar y atraparnos; ella sonríe, maligna, y sabe que puede hacerlo cuando quiera.

Pero miramos también por placer. Su disco cautiva, su luz enamora, y su misterio permanece, día a día. No hay enigma mayor. Nos gusta, se apodera de nosotros; marchamos a su lado, abrimos las fauces y aullamos bajo su hálito.

Somos luna(ticos). Somos ella. ¿La sientes, verdad?

4 de junio de 2010

Fin del encierro (días infantiles de junio)



En la escuela Junio tenía, tras el largo curso rodeado por amigos (y algún que otro enemigo...), connotaciones especiales. Al achique del tiempo lectivo, que permitía tardes libres de juegos y aventuras, se sumaba el hambre por todo ese enorme -casi infinito- tiempo veraniego que se abría, todo él por disfrutar, ante nosotros. Nos sentíamos, a mediados de mes, como exploradores antiguos con la pasión por el descubrimiento, porque concluía la reclusión en el aula y se nos permitía salir, investigar, capturar el mundo, a modo de entomólogos con sus cazamariposas.

Entre las mesas y los encerados, mezclado con el olor a yeso y los montones de papeles, parecía entrar el aroma a ese salitre vital que nos esperaba afuera. Teníamos cerquísimo, casi palpable con nuestra mano, el mar inacabable de arena, esperándonos, aguardando nuestra salida. Por nuestras venas ya no corría sangre, no era el líquido rojo el que nos nutría, sino una fina arenisca dorada, que circulaba por nuestro interior y de la que tomaban forma nuestros tiernos sueños impúberes.

Las despedidas tenían un sabor amargo. Habíamos compartido con los compañeros de clase todo tipo de vivencias: buenas y malas, tristes y alegres, inolvidables y prescindibles, unas que nos hicieron reír, y otras, las menos, llorar. No queríamos separarnos de los amigos íntimos, que eran como hermanos o hermanas; pero tampoco, y esto era lo extraño, de aquellos con quienes reñíamos a veces, revolcándonos por el suelo polvoriento o, incluso, peleándonos a brazo partido, con el ansia física, torpe y fugaz, que nos caracteriza cuando críos. Y, por supuesto, nos mortificaba alejarnos de aquella chica de cabello refulgente, a la que observábamos, con ojos abiertos como platos, mientras escribía en la pizarra de esquisto verde frases o divisiones -que a nadie importaban-, o a la que, de reojo, entreveíamos al sentarse a nuestra vera, en su rugoso pupitre repleto de anotaciones a bolígrafo, corazones desdibujados y rudos insultos a profesores ya jubilados.

A una distancia inimaginablemente lejana sobrevolaba la idea del regreso, en ese septiembre otoñal, todavía cálido, que haría reencontrarnos con todos los viejos camaradas (y alguno nuevo), y estrenar aquellos juegos de rotuladores, los packs de lápices de colores y las libretas y cuadernos aún vírgenes, a la espera de ser inundados de tinta. Daría inicio entonces otra aventura, otro año y otra vida, pero a finales de junio, aquello estaba más allá toda realidad. Anhelando (con corazones martilleando en los pechos y piernas ansiosas por correr en libertad) la señal acústica del timbre, el fin de los días de encierro, el tiempo parecía dilatarse y no atrapar jamás, impulsado por alguna extraña fuerza rebelde, el límite de la una del mediodía.

Pero, entonces, cuando ya habíamos perdido la esperanza, sucedía, llegaba el momento mágico. Y el mundo, hasta entonces ordinario y predecible, parecía mutar, reemplazando la clase por la playa, abrigos por bañadores, y enormes vehículos, siempre a manos de otros, por nuestras bicicletas, madrinas de aventuras, porrazos e incontables correrías. Éramos indestructibles, inmortales; el tiempo había dejado de existir, nuestra vida era un disfrute constante, bien a lomos de compañeras de dos ruedas o galopando por la arena mientras el sol tostaba pieles y espíritus, endureciéndolos, embelleciéndolos.

Sabíamos que llegaba el verano, y con él los deseos de abrazarlo, de hacerlo propio, a sabiendas de que nos pertenecía, de que podíamos hacer de él lo que quisiéramos. Y así era. Hoy, ya adultos, ya maduros, podemos lograrlo también. Ser libres, movernos al son de las olas, no es tan difícil como parece. Pero se requiere coraje (huevos, para decirlo clarito), olvidarse de lo que quieren que hagamos con nuestras vidas (y empezar a decidir, de una vez, qué somos y hasta dónde nos arriesgamos), perder algunos amigos, las carteras y las torpes y prejuicidas ideas que aún nos carcomen, y recoger unas pesetas para un viaje que no sabemos adónde nos llevará.

Muchos siguen siendo niños, a ese respecto. Y siguen yendo a jugar a la playa, junto al astro eterno, a cada junio que concluye, abiertos a todo lo que el mundo y la vida les pueda brindar.

(Fotografía: El Hermitaño)