5 de julio de 2012

Ritual de solsticio (remix)



Tuve mucha suerte. Era imprescindible una favorable combinación de factores diversos, algunos de los cuales no dependían de mi propia elección ni disposición, pero la providencia me fue favorable, quizá porque sabía qué necesitado estaba de ello…

Precisaba, por un lado, de estímulo interno, es decir: ganas, deseo, voluntad, el anhelo que te recorre todo el cuerpo, hasta la última fibra, y que te impulsa a hacerlo sin sopesar consecuencias ni conveniencias; te está diciendo: hazlo. Y lo debes hacer. Sin más. Eso lo sentía a raudales, casi me lastimaba tanta excitación, tanta ansia… Por otro lado, sin un ambiente adecuado, sin una jornada de azul intenso y profundidad visual sin límites aparentes, quizá me hubiese quedado en la choza rodante, admirando los afanes de las avispas frente a la fuente, leyendo a Kolakovski, disfrutando con los juegos de los niños o los paseos con sus perros de las lozanas adolescentes… Pero el hado colaboró: me brindó un aire puro, un sol de furia amarilla, el azul más azul imaginable y dispuso ante mí, como otro de los requisitos cumplidos, la inmensa mole pétrea de la Mallada del Llop, un lugar único, un núcleo de inagotable emoción…

Y eso es demasiado; imposible resistirse. Nadie es capaz de desoír esa llamada. Nadie puede obviar la voz, esa callada invocación. Susurra entre los pinos y bancales, se traslada con el viento y silba a través de las rocas. Nada es más directo y más sutil al mismo tiempo.

Así que puse mis cacahuetes en la mochila, llené la botella del agua que bajaba del mismo sitio al que yo pretendía subir, e inicié el viaje. Era 22 de junio y el astro llegaba a lo más alto, justo donde también quería llegar yo… El trayecto fue corto: en poco más de una hora llegué a la cima. Y, entonces, lo hice.

Dejé el báculo apoyado sobre ese pilón de hormigón que culmina todas las cumbres que merecen tal nombre, me deshice de la mochila y empecé a quitarme la ropa, toda ella, hasta quedar bien libre de cualquier atavío innecesario. No hacía demasiado calor, no lo hice por eso. El motivo era bien distinto: honrar a quien se lo merece.

Tuve un momento de duda, de inseguridad, residuo del recato cultural, por si alguien subía, y de repente me encontraba a mí, al larguirucho hermitaño, en bolas por el cerro de la Mallada del Llop, brincando descalzo sobre las rocas pulidas y espantando a los mosquitos a manotazos… Sin embargo, enseguida olvidé ese recato, esa duda, y me centré en lo que importaba: me aposté frente a Él, elevé mis brazos hacia lo alto, y oré. Le di las gracias, bendijo mis alimentos, Le miré, Le pregunté y creí escuchar (aunque sobretodo sentí…) de Él una respuesta. Mi risa se elevó entonces hacia el cielo, y quedé en paz... Para siempre.

Ése fue mi ritual de solsticio. Quería reproducir, repensar y resentir (es decir, re-sentir, en el sentido de revivir) lo que debieron experimentar mis antepasados hace unos 8.000 años atrás, cuando no lejos de allí, en lo que hoy se denomina Plà de Petracos, decidieron establecerse en aquellas tierras, convirtiéndose en los primeros pobladores neolíticos de la Península, que llevaron consigo la agricultura y la ganadería. Una remota parte de mí, que lacera mi espíritu con su imposibilidad absoluta, lamenta no ser uno de ellos, esos pioneros, uno de los que abrieron el camino, hicieron de las cuevas sus hogares y eligieron su tierra futura...

Recuerdo muy bien una de las pinturas rupestres del Plà (lugar que yo había visitado justo el día anterior a mi ritual solsticial): dibujada en los abrigos rocosos de la zona, mostraba precisamente una figura humana con los brazos extendidos hacia lo alto. No sé quién lo hizo; nadie lo sabe. Pero no cabe duda de que alguien anduvo por allí, hace ocho milenios, tratando de que no se olvidara su vida, su presencia, ni tampoco el culto celeste, el culto a las estrellas, a la grandeza del firmamento, tanto nocturno como diurno.

Ése ser, con sus brazos, sus piernas, su cabeza, y sus sueños, soy yo. Somos todos nosotros. Un escalofrío recorrió mi columna vertebral cuando, tras honrar a Ra como era necesario, recordé la pintura. Por miles de años que nos separen y pese a la influencia de la mediación cultural que ha moldeado lo salvaje en algo dócil y previsible, por mucha tecnología que introduzcamos en nuestra vida, por mucho rigor lógico y avances científicos estupendos que hagamos, lo cierto es que, después de todo, ya no supe en qué mundo estaba: ¿qué me diferenciaba de aquel hombre (o mujer…)? Hemos reprimido instintos salvajes, hemos creado una sociedad, hemos encerrado a los diferentes y peligrosos (eso decimos…), hemos conservado la vida y retrasado la muerte. Pero, ¿y qué?

Ocho mil años después, diría que seguimos siendo los mismos. Curiosidad, reverencia, temor, inseguridad, amor, admiración y búsqueda de dicha.

Él y yo, hermanos de especie y de espíritu, gritamos por lo mismo. Allá arriba, en la Mallada, y en el abrigo del Plà de Petracos, ambos elevamos los brazos y nos sentimos vivos, y que vivimos para un mismo fin.

Allá arriba, Dos que son Uno.

Hermano.

Sí, ¡Hermano!



(Imágenes: El Hermitaño)