25 de noviembre de 2014

Tu partida


Te fuiste.

No lo esperaba, Vega, amigo.

Sobretodo porque habíamos empezado, tras muchos meses, a congeniar de verdad. Ya venías a recibirme cuando escuchabas la llave entrando en el candado de la puerta. Gruñías, también, para hacerme ver que tenías hambre. Y, tras comer un poco el pienso, te acercabas y te frotabas, agradecido.

Y tampoco esperaba que fuera tan brusco. No diste muestra de querer marcharte. Nunca salías de la casita, excepto ratitos cortos, por curiosidad, y volvías presto. Te gustaba acurrucarte debajo de mi hamaca mientras me ponía a leer, ¿recuerdas? Alzabas tu mirada hacia mí y, al acariciarte, tu caída de ojos delataba que te gustaba...

Atrás, muy atrás, quedó ese tiempo en el que no nos aveníamos bien. Yo no sabía que hacer contigo, cuando bufabas y tratabas de apartar a tus hermanos mientras comías. Cuando imponías con tu pata que aquello era tu alimento, y sólo tuyo... Por suerte, aprendimos, ambos, cómo era el otro... y los dos cedimos. Tú toleraste a tus iguales, y yo te cedí todo el pienso que necesitabas. Sólo así pudimos establecer un vínculo.

También huías de mi presencia, si trataba de acercarme a ti. Pero el contacto continuo, aún a distancia, nos aproximó y poco a poco perdiste el miedo y la inseguridad. Y, como Morro y ahora como Pipo, lo que antes era temor y desconfianza se volvió tranquilidad y bienestar. En ambos sentidos. 

El último día fue muy bonito. Hacía fresco, ¿te acuerdas? el ambiente era brumoso y desagradable, a mediados de octubre. Notabas la humedad y, por primera vez, subiste a mi regazo. A mí me sorprendió, pero fue delicioso sentir tu calor encima y cómo te enroscabas para conservarlo mejor. Me miraste un momento, y te dispusiste a dormitar. Y hubo felicidad, en esos minutos mágicos, ¿verdad?

Ése fue tu postrer regalo, como si supieras que algo (o, quién sabe si alguien...) nos iba a separar. Tras aquella tarde no volví a saber de ti.

Quizá fue sólo tu naturaleza, el instinto que te marca y te dirige. Tuviste que marcharte porque así estaba escrito en tu corazón genético. Confío en que sea ése el motivo.

Llegues adonde llegues, y estés donde estés, buena suerte.

Y no olvides, Vega, que te echo mucho de menos.

Hasta siempre.

(Imagen: El Hermitaño)

16 de noviembre de 2014

Reformas


Este otoño he decidido cambiar la forma de trabajar la tierra. 

Anteriormente me ocupaba tres cuartas partes del tiempo el desherbado manual a causa de la proliferación desatada de la juncia, y la posterior labor de binado y rastrillado (no empleo herbicidas, ya no...). Resultaba un agotador esfuerzo, sobretodo mental, porque al cabo de unos pocos días la juncia volvía a aparecer... parecía inmortal. Y eso te desmoralizaba.

Sin embargo, gracias a un manual de horticultura ecológica he recurrido a un viejo truco: cubrir la tierra con acolchados vegetales. Sirven todo tipo de restos: hojas caducas de frutales, hojas secas de (por ejemplo) las alcachofas, cultivos improductivos arrancados y, por supuesto, las propias juncias, una vez dejadas al sol (en la foto se ven juncias secas y, a la derecha, una capa de hojas secas de higuera). Una capa superficial de cuatro o cinco centímetro de espesor... y adiós juncias.

Y todo son ventajas: no sólo reduce asombrosamente la aparición de hierbas competidoras; también evita la pérdida de la humedad del suelo, así como protege la capa superficial de tierra, la más rica, que contiene las bacterias necesarias para el correcto funcionamiento y reciclado del terreno, pues la luz ultravioleta solar se encarga de destruir dicha capa, si la tierra está desnuda. Por si fuera poco, el acolchado orgánico impide que la tierra se apelmace, endureciéndose, por lo que es mucho más fácil de labrar cuando lo ocasión lo requiera.

Aunque es estéticamente feo (es más agradable a la vista ver el huerto desnudo, la tierra expuesta al sol), lo mejor para la tierra es cubrirla, protegerla y mimarla, pues es de ahí de donde tienen que brotar nuestros alimentos. Y, si nos dedicamos a envenenarla, tarde o temprano ese veneno pasará a lo que llevemos a nuestra boca. 

Me aconsejan, todos mis vecinos horticultores, recurrir (como hacen ellos) al fumigado con herbicidas, y mi padre e incluso mi abuelo me instan también a hacerlo. Alguno de aquéllos ya empieza a no hablarme demasiado... dado que no comulgo con sus consejos.

Ahora, poco a poco, cabe ir limpiando el resto del huerto, siguiendo el mismo método. Y, si me miran mal, si no charlan conmigo, si me gano la reputación de "listillo" por seguir mi propia técnica (la misma que se seguía antes de que aparecieran los productos químicos comerciales) pues... ¿qué le voy a hacer? Ellos no me lo agradecerán nunca, pero la tierra probablemente sí y eso es lo que más me importa.

Y, ¿qué hago ahora esas tres cuartas partes del tiempo que ya no empleo en arrancar juncias? Pues mirar, pensar, controlar, ensoñar... volver a mirar, y meditar qué me prepararé al mediodía para comer.

Y, mirar cómo vuelan las garzas. Y cómo maduran las mandarinas...

Y lo bonito, pese a todo, que es el mundo.

(Imagen: El Hermitaño)

7 de noviembre de 2014

Kepler, entre la mística y la geometría


Si a alguien no le asusta adentrarse en la vida de alguien que lleva muerto casi cuatrocientos años y si, además, tampoco le tiene miedo a mi incapacidad manifiesta de síntesis (en otras palabras: exceso de letra) y mi prosa farragosa, puede intentar echarle un vistazo a las dos partes de un artículo que salió publicado en la revista "Huygens", de la Agrupación Astronómica de la Safor.

Johannes Kepler (1571-1630) fue un singular astrónomo y teórico alemán, que trató de conseguir una comprensión del universo basada en la armonía matemática, la geometría y sus convicciones místicas. Una personalidad extravagante y, por ello mismo, fascinante... 

Nueve páginas tiene la primera parte del artículo; doce, la segunda. Ánimo, valientes... :)

Primera y Segunda Parte.

3 de noviembre de 2014

De garbeo...


La "Xiqueta" por las tierras de Soria, camino de Medinaceli


Ermita de San Baudelio (Soria), enclave mágico y de imborrables recuerdos


Junto al río Tera, en Puebla de Sanabria (Zamora)


Mi madre no está muy puesta en hacer fotos...


A la entrada de Las Médulas (León)


Frente al lago de Sanabria (Zamora)


Mi madre, zampándose castañas en el bosque cercano a Orellán (León)


Arco romano de Medinaceli (Soria)


Mi madre, avanzando tan pancha por el Cañón del Río Lobos, cerca de Hontoria del Pinar (Burgos)


Mirador a la entrada del Cañón del Río Lobos, justo sobre Ucebo (Soria)


Vimos otros muchos lugares, pueblos y entornos pero, o no hay fotos o me da pereza subirlas todas... También faltó tiempo para paladear con paciencia cada rincón y cada sensación que nos ofrecían y no pudimos, tampoco, visitar a ciertas personas que nos hubiera gustado mucho tener entre nosotros.

Ello llegará, si los hados quieren, en la próxima ocasión...

(Imágenes: El Hermitaño)

1 de noviembre de 2014

Germán


El jueves me dirigía a la biblioteca para leer la revista que lleva por título ese día de la semana, una de mis favoritas, cuando en mitad de la calle un hombre de unos cuarenta y cinco años me detuvo.

Hablaba bajito, tanto que tenía que acercar a él mi oreja derecha, ya de por sí algo sorda, para poder apreciar sus poco audibles palabras.

Me dijo que necesitaba comprar un medicamento. Y que costaba 1,5 euros. Yo parpadeé; iba muy bien vestido, con camisa limpia, unos vaqueros (luego descubriría que eran unos Levi's 501) y unos zapatos negros de aspecto muy nuevo.

Iba a seguir mi camino, tan tranquilamente, y a dejar a aquel hipócrita con su cuento para otro... pero miré sus ojos. Y algo hubo, en ellos, que me hizo sospechar que aquel hombre no mentía.

Le pregunté si, en lugar de darle el miserable euro con cincuenta, podía acompañarle a la farmacia (había una a la vuelta de la esquina) y comprarle allí las pastillas. Me dijo que sí, que no había problema. Fuimos. 

Mientras caminábamos, advertí una cajetilla roja en su bolsillo izquierdo. Le pregunté, aún un poco reticente: "¿Eso es tabaco?". Respondió que sí. Eso me mosqueó, y le solté: "Entonces, tiene dinero para comprarse tabaco pero no un medicamento que cuesta 1,5 euros?". Me miró, y me dijo que le duraba casi una semana. Se encogió de hombros, y esos ojos... fue como si se disculparan. Seguimos andando.

Al llegar a la farmacia, le pregunté qué tipo de medicamento necesitaba. Contestó que un antidepresivo. Asentí. Y aguardamos. En un momento dado, el hombre se giró y me pidió más dinero para comprar comida. Le dije que no llevaba mucho más encima (era cierto, apenas un par de euros, que siempre llevo por si las moscas...).

Al llegar nuestro turno, la dependienta le hizo saber que sólo podía obtener su antidepresivo a partir del día 1; no había leído bien la fecha en la receta médica. Así que salimos. En la entrada de la farmacia, me rogó que le diera algo para comprar comida. Le tendí lo destinado a su medicamento.

Salimos, le pregunté su nombre. No entendí; me lo repitió: Germán. 

Estrechamos las manos y vi cómo se alejaba. Le seguí con la mirada. ¿Entraría en el Mercadona de enfrente? Sí, lo hizo. ¿Qué compraría? Nunca lo sabré.

Pese a sus Levi's, sus zapatos negros, su cajetilla de Malboro, aquel hombre es pobre. Lo es. Aunque tenga recursos, es pobre. Se rebaja a pedir, a rogar unas monedas. ¿Me la pegó? Tampoco lo sé, y tampoco me importa. Yo confié, sin más.

Si, como dijo Ch. Friedrich Hebbel, "los ojos son el punto donde se mezclan alma y cuerpo", aquellos que tenía Germán no expresaban físicamente más que un tormento de su espíritu. Un dolor, un abatimiento... el signo de una depresión.

La idea es intentar ayudar, evitar que otras personas padezcan. Y confiar. Confiar en su honestidad, aunque los indicios y las señales puedan hacerte dudar.

¿Quién carajo soy yo para juzgar? Si le veo una próxima vez, tal vez le compre un ejemplar de "El jueves", para que se eche unas risas y deje un poquito de lado su nube negra, esa nube negra, opaca y triste que aprecié en sus ojos.