El abeto
Era un frío día de diciembre. El acerado viento lastimaba las calles y del cielo caían
ligeros copos de nieve, acumulándose lentamente sobre el pavimento. Los vehículos
también permanecían silenciosos, y se podría decir que el mismo mundo exterior estaba
paralizado o en hibernación. Todo trataba de refugiarse bajo techo.
Estaban reunidos en la gran casa, la cual había visto crecer a muchos de los allí
congregados. La comida navideña, preparada por la abuela y servida por hijos y nueras,
fue todo un acontecimiento; y siempre era la excusa perfecta para juntarse la familia
otra vez, después de un tiempo separada a causa del trabajo o las tareas de crianza.
Tras la comida, y también una vez se disfrutó de los postres caseros, los niños se
agruparon en torno al fuego, al lado del abuelo. El árbol sintético, que acompañaba a la
chimenea a cierta distancia, estaba bellamente adornado, y en la cúspide destacaba una
estrella ligeramente imperfecta, realizada como manualidad por uno de los pequeños en
la escuela.
El abuelo, mirando el luminoso árbol, les dijo:
―¿Sabéis, niños? Cuando el abuelo era como vosotros fue, una vez hace ya mucho
tiempo, al bosque a talar un abeto para Navidad. Iba con mis buenos amigos de siempre.
Tiritábamos, porque la tarde era tormentosa y la montaña estaba helada, como si no nos
quisiera allí; quizá porque sabía qué estábamos tramando.
«En el bosque había muchos abetos, pero uno pequeño en particular nos gustó a
todos. Echamos a suertes quién se lo llevaría a casa, y yo fui el afortunado. Nos
acercamos y acordamos que lo haríamos entre todos. Un amigo sacó su hacha de mano,
descargó con fuerza y el tronco se estremeció. Siguieron unos golpes más y, cuando ya
quedaba poco para rematarlo, cayó un rayo justo a nuestro lado; el resplandor nos cegó
y el trueno nos ensordeció. Gritamos, asustados, y durante unos momentos
permanecimos todos aturdidos y confusos. Cuando nos recuperamos, mi amigo quiso
apresurarse y cortar el abeto, pero del cielo bajó otro rayo y su reventón nos impulsó a
huir ladera abajo, corriendo sin parar hasta casa.
―¿Y no talasteis ningún “ábrol”? ―preguntó, incorrectamente, uno de los niños.
―No, hijito; tuvimos bastante con el Belén, unas bolas y espumillón, que es
horrible, pero bueno... ―se oyeron unas risitas. Luego, el anciano agregó―. En fin, id a
jugar, id, pequeños, que la abuela dentro de poco os sacará la merienda.
Y el abuelo quedó solo, mientras recordaba al torcido y viejo abeto, en cuyo tronco,
mucho más tarde, había tallado el nombre de una muchacha que, ahora, miraba a sus
nietos con una sonrisa.
Alguien atizó el fuego y, por un instante, los ojos verdes del abuelo recuperaron el
fulgor y la viveza de sus años de juventud.