Cerca de un mes de trabajo. Nada para casi todos; un mundo para mí.
26 días tras un viejo mostrador, atendiendo a viajeros (rectifico, turistas... hay un mundo entre unos y otros, ya hablaré en otra ocasión de ellos), que entran y salen en dirección a decrépitos apartamentos o hacia la tórrida arena, en busca de descanso. ¿Descanso? ¿Se supone que descansar, que huir de la rutina, es salir al encuentro de miles de personas más, encorsetarse en una parcela playera de dos por dos metros y dejar que los rayos ultravioletas del Sol te abrasen la piel mientras te das de codazos con tu vecino y miras las tetas de esa chavala a unos metros de ti? ¿Eso es descanso, eso es atrapar el tan ansiado respiro, la tregua entre la vida cotidiana y las obligaciones? ¿Así es como descansa uno, viviendo exactamente de igual manera que cuando estás en la puñetera oficina, trajeado y ocupado en labores burocráticas?. El mundo está para que lo jubilen.
A veces entran gentes que buscan sosiego de verdad, que se recluyen en sus habitaciones y a las que no ves en todo el día. Charlan, hacen vida reposada, te preguntan cuál es el mejor restaurante de la zona (imposible ayudarles, odio esos antros), y pasean arriba y abajo, hacia el encuentro entre ellos mismos, quienes importan de verdad, obviando la muchedumbre a su alrededor. Son parejas inteligentes, que superan la mediocridad circundante con su espíritu individual y autosuficiente. Cogen unos días, no para salir de la cotidianidad, sino para mejorar, para conocer y para amar. Pero, claro, son los menos, casi nunca se detectan. No hacen ruido, no alborotan, saben ser cautos y van a lo suyo. Bravo, oros entre la baraja de bastos.
Otros palidecen a su lado. Acomplejados pelones, pininas de revista, horteras de pacotilla, sumisos bufones de la noche vulgar, se dedican a gritar y a dárselas de listos, de avispados, cuando en realidad hasta el más tonto capta sus intenciones y sus formas. Miran de reojo a aquél con mejores pectorales, o a las de culo más respingón, llenos de odio y rabia al no poder imitarles. Levantan la cabeza y observan a todo aquel que, con sus cacharros motorizados, generan ruidos y humos por entre la calle candente. Aumenta aún más su odio, su desgracia. No les queda mucho camino por recorrer para que su vida se limite a tunnings, fijadores, trabajos de nueve a nueve y fines de semana repletos de alcohol, música atontante y búsquedas de rajas carnosas. Están destinados a servir al Rey, ya han sido absorbidos.
Yo, mientras, observo el ir y venir, la marejada de turistas, las corrientes del movimiento, destinadas a morir pronto. Me acompañanan ahora libros de Poe, de Habermas, de Bradbury y algunas revistas antiguas. Echo una ojeada al exterior, mientras caminan los transeúntes, ávidos de sol y arena. Vuelvo a los libros, entre llamadas telefónicas y saludos a los que, cerca, pasan a mi lado. No, no voy a cometer el error de dejarme arrastrar. No lo han conseguido en 26 años; es imposible que lo logren en 26 días. Las tentativas, antaño poderosas, han perdido todo su encanto. Ahora (desde hace más de una déacada, en realidad) discurro por caminos separados. Ahora ya no pueden pescarme.
Quedan 79 días.
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