10 de febrero de 2008
Historia del libro viajero
Hará cosa de unos siete años, cuando apenas estrenaba los veinte, me encontré un día con un objeto singular. Por aquel entonces yo y un buen amigo (o quizá debería decir 'El' amigo) solíamos ir a un parque anclado en las afueras de la ciudad, a compartir ideas, masturbaciones mentales y demás desatinos de la lozana juventud. Desde allí había, y sigue habiendo, una panorámica amplia de nuestra pequeña urbe, coronada en segundo plano por picos montañosos apenas destacados sobre los edificios más altos. Siempre nos gustó esa combinación de cemento y naturaleza, esa visión mixta entre la metrópoli de muchedumbre y las cumbres abiertas y mudas.
El caso es que nos sentamos en un banco nuevo, que si no recuerdo mal aún olía a barniz, y de repente reparé, junto a mi lado, en un pequeño objeto rojo, que al principio no reconocí. Pensé que era una cajita de cerillas, pero de inmediato comprendí que, en realidad, se trataba de un libro... aunque uno de tal tamaño que cabía en la palma de la mano de un infante. El librito, de tapas rojas, se titulaba "Ternura". Lo cogí con cierto temor reverencial, perplejo aún del hecho de hallarlo allí, en medio de un parque casi desolado en una fría tarde de febrero, y lo hojeé rápidamente, examinando su contenido.
'Ternura' es una palabra fea. Es demasiado blanda, demasiado sensible para los tiempos que corren. No solemos utilizarla; si acaso lo hacen las mujeres, porque los machos la consideran cursi y afeminada. Y, sin embargo, parece que eso es precisamente lo que más necesitamos. Nos corresponde dar, ofrecer nuestra ternura a los demás, y que ellos hagan lo propio con nosotros. La noche de aquel día, en mi diario, escribí lo siguiente al respecto de nuestro casual hallazgo: "¿Quién lo ha dejado allí? ¿Le habrá caído de su bolsillo mientras conversaba o lo habrá dejado voluntariamente? ¿Qué significa el hecho de que lo hayamos encontrado nosotros hoy y no cualquier otro mañana? Quizá deba ser más "tierno" con los demás, aprehender algo de lo incluido en sus minúsculas páginas. Y, a mi vez, tal vez deba instigar a los otros a hacer lo mismo. No creo que sea una simple coincidencia, haberlo encontrado; hay presentes demasiados factores extraordinarios."
Posteriormente, mientras lo leía, admiré su enorme profusión de citas, refranes, máximas y pensamientos de toda índole, aunque muy orientados hacia el amor, la fraternidad, la comprensión y, por supuesto, la ternura entre todo ser humano. Lo cierto es que se trata de una obra bella, colorida, apta para ser releída una y otra vez, en distintos estados emocionales y mentales. Como todo libro que recoge reflexiones de otros, hay un poco para cada uno de nosotros.
Pero, tras su lectura, cometí un error, gravísimo, error del que ahora ya sólo puedo disculparme inútilmente, porque es un error irreparable. Mi equivocación fue depositarlo en el cajón (me parecía que estaba fuera de lugar hacerlo en la estantería, donde sería un David rodeado de muchos Goliath, mas no por su contenido, naturalmente), cajón en el que ha dormido "Ternura" desde aquel día de febrero de 2001. Ahora que lo pienso me lo imagino, triste y húmedo, olvidado en un lugar donde no jugaba ningún papel, donde nadie lo aprovechaba, quieto y ansioso a la espera de ser devuelto a la vida.
Me apena, sinceramente, todo este tiempo en el que he sido tan torpe de no ver que, en realidad, ese librito está destinado a pasar por varias manos, viajando entre mentes anónimas, y quizá cambiando a las personas que lo lean y disfruten. Dejar un libro así, perdido en un cajón mohoso, es un sacrilegio. Porque se trata de un libro viajero y, como tal, merece ser puesto en libertad, para que prosiga su camino.
Ayer fuimos al banco donde lo hallamos, tanto tiempo atrás. Pude elegir otro lugar, otro parque o ciudad, pero creo que es mejor que retome el viaje donde lo encontré.
Amigo viajero, ya eres libre otra vez.
(Foto de Emilia V. Talens)
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4 comentarios:
Incluso resulta hermoso "dejar marchar" las cosas bellas. Una vez se han instalado en nuestro corazón...¿para qué las necesitamos en un soporte físico cuando pueden, mejor dicho, deben continuar realizando su función?
Esta costumbre de almacenar, de mantener, de conservar...
Todos deberíamos hacer lo mismo, dejar los libros "perdidos" para que otros los encuentren.
En la vida y en el amor hay que ser generosos y desprendidos.
Paz, Amor , y Libertad...siempre
Un loko desnudo
Muy ciertas tus palabras, bienvenido compañero.
Saludos y gracias por el comentario.
Hola, hermitaño. La curiosidad femenina me puede y he entrado en tu blog a través del de mi querido loko.
Ese relato del libro me ha impesionado. Es sensible y tierno, como el título de tu libro. ¿sabes? a mí me pasa que siempre retorno a la lectura de El Principito (en estos momentos lo tengo sobre la mesa) porque emana ingenuidad y ternura. Los ojos de un niño que miran el mundo. Está tan lejos de nuestra realiad, que por ello nunca me cansa.
Seguiré visitándote, porque me has gustado...
Sé bienvenida, bella amiga.
Hay mucho que aprender y apreciar de esos clásicos maravillosos, que algunos, torpes ellos, creen sólo aptos para niños o románticos.
"El Principito" es una obra atemporal y, como tal, apta para todo tipo de edades y mentes.
Tú también me has gustado (y lo digo en más de un sentido...;) ).
Gracias por la visita y hasta pronto.
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