15 de mayo de 2009
Bestiario de amigos
En realidad puede que ellos, y ellas, no me tengan como amigo; pero sin duda yo los percibo, y aprecio, como tales. Incluso, más que amigos, podría hablar de hermanos y hermanos, primos lejanos y familiares desconocidos, pero de cuyos vínculos sanguíneos me siento afortunado, y honrado. De hecho, ya lo sostienen ahora los biólogos, y lo presentían poetas y místicos de todo tiempo y lugar: la vida, por sublime o insignificante que nos parezca, tanto la que se arrastra en forma de babosa o la que cruza elegante la sabana como leona en busca de presa, guarda un sustrato común, un compañerismo de estructuras y funciones. Pese a sus variaciones, pese a su diversidad aún no agotada, el aliento que estimula a un petirrojo, un sapo, una avispa, una bacteria o un hombre posee un mismo origen, y nos convierte a todos, a ellos y a nosotros, en cofrades, en colegas de lo vivo.
Mis amigos, ellos, los de allá fuera, no suelen exigirme nada. No piden, nunca, nada a cambio de su amistad, bien porque no pueden, bien porque no se les ocurriría hacerlo. Sólo están a mi lado, y comparten espacio, tiempo y sintonía comigo, aunque vayan siempre a su aire, por mucho que me inmiscuya en sus vidas, aunque les ayude, aunque los fastidie. Unos creen que es por desinterés, por apatía, por incompatibilidad de "intelectos", pero se debe, como sabemos nosotros, a que entienden lo que significa ser amigos: hablar, manifestarse, hacerse notar, en definitiva, sólo cuando es necesario. Y, el tiempo restante, compañía silenciosa, fidelidad independiente, lealtad metafísica.
Así son ellos, y ellas, pero detallemos un poco más. En primer lugar, por tamaño, proximidad animal y cariño ancestral, mencionaré a esas criaturas peludas, domesticadas o no, que podemos encontrar de ordinario a pies de los humanes. Felinas o cánidas, nos acompañan a muchos de nosotros en nuestro devenir, haciéndolo más llevadero, agradable y rico. Del ala gatuna no es pertinente hablar aquí (merecen notas aparte... ¿pero qué digo?, ¡libros enteros!). Y del clan de los chuchos, dejo constancia, por ahora, de mi admiración por esos gigantes, inteligentes y serenos perrazos como los pastores, labradores, san Bernardos y huskies, entre otros pelajes similares. De ojos sagaces, saben cuando señalar peligro, cuando callar, cuando se les necesita y en qué momento intervenir. Lo más parecido a un humano; pero menos arrogante, más sincero y de mayor catadura moral y espiritual. Un tesoro, para quien sepa disfrutarlo. No quiero olvidar, desde luego, a otros mamíferos: conejos, jabalís, alguna rabosa, incluso ratas y ratones (a quienes mi amiga felina suele atrapar con donaire inigualable) y murciélagos, alados y fantasmagóricos seres que dotan a la noche de su encanto especial.
Pasemos a anfibios y reptiles. Las serpientes seducen como casi ningún otro animal. Su ondulante serpenteo por los polvorientos caminos, su oculta presencia entre matorrales, su leyenda mitológica, su majestuosa fuerza... por no hablar de su peligro, don natural tan letal en ocasiones como salvador en otras. Misterio puro, hecho biología. Y qué decir de las ranas y sapos, permanentemente húmedos (por su hábitat, que no se me despiste nadie...), croando con esos guturales y profundos sonidos que rompen las horas nocturnas y cálidas de meses de tiempo benigno.
De las aves pasaré de puntillas, pues no puedo hacerles justicia alguna aquí. Sólo mencionaré dos ejemplos paradigmáticos: primero, las águilas, o los halcones, forma absoluta de libertad, escrutando desde las alturas y planeando con su aerodinámico vuelo, cadencioso, insuperable; cómo las envidiamos los pobres que sólo podemos hallar la tierra firme y soñamos con el dominio de las corrientes y el control de la gravedad. Y, segundo, por supuesto, los búhos, maravillas de la noche muda que abren el silencio con sus ululares, remitiendo a imágenes de castillos encantados y condes chupasangre. Sus ojos amarillos, enormes, parecen examinar el corazón de almas nocturnas y nos recuerdan los muchos enigmas que las horas de tinieblas aún encierran.
Y cerraré este breve bestiario animal con los insectos, reino inabarcable y múltiple, fascinante para unos, repugnante para otros. Hablemos de las hormigas: criaturas, en singular, torpes hasta la mayor estupidez, pero turba indomable cuando grupo unido, eficientes e invencibles. Me hago a un lado, o levanto el pie, cuando encuentro esas densas hileras de hormigas desfilando en línea recta, siempre a la menor distancia posible entre origen y destino. Y, a veces, paso largos ratos siguiendo sus evoluciones tras un pedazo de magdalena que me cayó al suelo, o al desmenuzar un pequeño insecto volador que, accidentalmente, halló la muerte en mi porche. Es un espectáculo relajante, instructivo y gracioso, nada mejor para terminar el dia. A las arañas, por su parte, las dejo anidar tranquilamente en mis habitaciones; corretean con sus ocho patas en pos de buenos enclaves entre las esquinas, elaboran sus telas de acero y adornan los altos con ellas. Una mujer obsesa por la limpieza de inmediato acabaría con sus construcciones a escobazos, pero yo prefiero verlas, o presentirlas, allá arriba. Las abejas, por último, me abruman y me dejan perplejo, ante el ritual de movimientos, oscilaciones, bailes y danzares de que hacen gala. Su función es vital, su importancia capital, los frutos de su trabajo, sabrosos y nutritivos, nos benefician, alargando y enriqueciendo nuestro vida. Y, sin embargo, casi siempre salgo de nuestro encuentro cariacontecido, triste y herido: parecen oler algo raro en mí, me perciben, o como una amenaza, o como un caramelo, pero en todo caso la picadura final (con la pertinente defunción del animal) es un patrón habitual. A veces me inoculan en la testa, otras en pies y manos, puede que hasta penetren en las posaderas y dejen constancia allí de su rabia por mi conducta hacia ellas. No les guardo rencor alguno; al contrario, veo dichos rifirrafes como una especie de conducta amorosa hacia mí, y aunque temo el próximo picotazo, también lo deseo, hasta cierto punto. Acepto críticas por masoquismo, desde luego...
El mero perfil de una montaña, el curso de un pequeño río, las dunas de una playa, incluso nuestras calles, limpiadas de alimañas, y los campos, convenientemente rociados con pesticidas, conservan trazas de este muestrario biológico. Hacia lo alto, bajo la tierra, en el interior de rocas, en las aguas, junto a nuestra cocina, o en la palma de la mano si queremos. Ningún planeta conocido hasta ahora, y los puede haber a millones (quizá a billones) dispone de nada similar. Ni el más mínimo rastro de algo vivo. El milagro está aquí, a nuestro alrededor. Y, pese a todo, aún persiste.
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4 comentarios:
He venido a dar un paseo por tu hermita. Creo que la soledad te ha "llenado de luces". Te sigo, para volver y seguir aprendiendo.
Saludos.
Gracias por tus palabras, amiga. Espero tener más tiempo dentro de poco y hacer algo de justicia a tus textos, que bien se lo merecen, comentándolos como corresponde. Por lo demás, estás en tu casa.
Abrazos, Elsie.
Sin entrar en pormenores puedo decir, sin lugar a dudas, que, esos amigos que citas son amigos de todos.
Amigos generosos, amigos extraños, amigos reservados.... así sucesivamente por cada una de las especies que completan nuestro mundo, porque no es que "lo llenen", sino que lo completan. Todos necesarios. La simbiosis entre unos y otros puede ser grande o pequeña, pero "es".
Besicos.
Sí amiga, pero creo que muchos de nosotros solemos verlos, a estos amigos nuestros, a veces como enemigos. Yo mismo, por ejemplo, se la tengo jurada a las moscas y mosquitos... siendo vida también, y, en consecuencia, valiosa.
Gracias, buena amiga, un abrazo.
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