4 de mayo de 2009

Epístolas sin destinatario



Hubo un día en que quise ser cartero. Estudié para ello, aprobé la oposición y, por poco, no acabo convirtiéndome en tal. No había, por entonces, alternativas que estimularan, opciones ante las que elegir, ni destinos a los que acudir. La escritura persistía como anhelo, y llamada, y conseguía hechizar, pero la razón instaba a conseguir algo más sólido, más estable, algo para toda la vida. Debía ser cartero, porque no servía (ni sirvo) para nada más.

El oficio tenía, bajo la óptica idealista, elementos seductores. En primer lugar estaba el cometido social, el papel a jugar en la trasmisión e intercambio de información, sentimientos, alegrías y desdichas, que aquellos paquetes postales contenían. Yo era el mensajero, el Hermes de las palabras, acarreando un fajo de folios destinados, quizá, a cambiar la vida de sus destinatarios. Además, recorrería la ciudad (o, mejor aún, los pueblos) a pie, atravesando avenidas, descubriendo calles y corredores desconocidos, ampliando la urbe bajo mis botas. Vaciaría la saca de buena mañana, mientras aún dormía el grueso de la muchedumbre, cargando el carro hasta los topes. E iniciaría, poco después, el itinerario marcado hasta depositar la última carta en su casillero. Un trabajo sencillo, placentero y solitario, sin superiores a los que rendir pleitesía hipócrita ni sonrisas forzadas.

Si no soy un porteador de misivas entre individuos anónimos, si no acarreo pesadas losas de papel escrito e impreso es, sencillamente, porque la llamada nunca se hizo. No fui elegido, no me sumaron a la lista, y con ello, el tráfico epistolar que ansiaba transportar fue relegado al olvido. Creo que fue para bien, visto con la distancia (soy pésimo recordando nombres de calles, no sé ni cómo se denominan las que encuadran mi barrio, y tampoco creo que pudiese haber durado mucho tiempo, dada la competencia o el amiguismo). Cuando, hoy, veo a los carteros peregrinando a lo largo y ancho de la ciudad (algunos ya motorizados, para denostación de su profesión), no me invade un sentimiento de envidia, sino de cierta indiferencia. Ése ya no es mi camino, si es que lo fue alguna vez. Perdí el tren; ni él paró por mí, ni yo me apresuré a subir de un salto. Algo debió impedírmelo.

Hoy el correo ha perdido su encanto. Abrimos el electrónico y nos inundan con porquería publicitaria, mensajes impersonales y fríos; bajamos al buzón y sólo recogemos (vaya, recogen...) facturas, sobres de entidades bancarias, propaganda electoral y, si tenemos suerte, algo realmente emocionante como un catálogo editorial o una revista de decoración. Nada de misivas de amistades antiguas, o amores perdidos. Nada de la riqueza epistolar de antaño, nada de palabras, nada de sentimientos; sólo datos, cifras, doctrinas, reclamos y falsedades. Casi mejor, pues, no ser medio de transmisión de tan pobre paquete emocional y humano.

Los diarios son epístolas dirigidas a nosotros mismos. Hoy no tienen entidad, mañana son un tesoro. Quien lleva ese recuento personal de los días, el trasunto escrito de nuestras vidas, sabe que el destinatario es el futuro. El nuestro. Escribimos los quehaceres cotidianos, reseñas de libros, apuntes, recordatorios, reflejamos deseos, amores y odios, llenamos páginas y más páginas con sangre que mana desde muy adentro, y al fin de cada día ansiamos que llegue la noche siguiente para volver a plasmar lo que significa para nosotros vivir. Y pensamos, con felicidad (o con pánico), qué será de nosotros a los ochenta, cuando abramos esa hoja amarillenta con los caracteres de nuestra juventud y releamos lo que hicimos, lo que sentimos y lo que fuimos. Mi mayor fortuna, más allá de mí mismo, son esas dos decenas de cuadernos que yacen en la balda del estante. Si el hogar sufriera un incendio, dichas cuartillas sería lo que único que desearía en verdad salvar de las llamas (aparte de mis padres, desde luego...).

Los diarios son, pues, cartas que no tienen receptor real en la actualidad. Aún está por llegar, por existir. Como las botellas lanzadas al mar del extravío, en cuyo mensaje interior figura un texto para alguien que, tal vez, lo lea al morir su autor, nosotros, los que redactamos un diario, también sabemos que habremos muerto al abrirlo de nuevo en el porvenir lejano. Ya no seremos lo que somos, ya no existiremos como ahora. Seremos, siendo nosotros, otros. Quizá tan radicalmente distintos que ni nos reconoceremos. Vértigo hacia lo que somos hoy, y hacia lo que podemos llegar a ser. Una carta abierta a nuestra propia eternidad.

(Imagen: "Communiqué", álbum de Dire Straits [1979], detalle de la portada)

7 comentarios:

Whivith dijo...

Siempre he creido que, los diarios, al igual que internet van dirigidos a nsosotros mismos.
Una manera de sacar a fuera los pensamientos que nos "corroen" el alma. A veces optimistas, a veces negativos, pero siempre nuestros. Fiel reflejo de nosotros mismos.

El correo ya está deshumanizado, ya es una cosa, fría, aséptica, impersonal, para nuestra desgracia.
El género epístolar ha caído en el olvido, para nuestra apropia desgracia.

Besicos, un poco melancólicos

elHermitaño dijo...

Así es, buena amiga, así es...

Abrazos, y muchas gracias, wi.

Carlos dijo...

Es verdad que el correo de hoy no tiene nada que ver con el origen de este medio. Me has hecho recordar cuando me carteaba con algunas amigas, el tiempo de espera entre los envíos y recepciones, el llegar a casa y ver en el correo una carta dirigida a ti... Ahora, como dices, el correo sirve únicamente para facturas, comunicaciones bancarias y poco más (bueno, sí, publicidad a mansalva, aunque yo esto no lo considero correo).
Aunque es verdad que el teléfono, correo electrónico y demás medios actuales tienen ventajas, a veces echo de menos la sensación de las cartas manuscritas, a pesar de mi horrible letra ;-)
Saludos.

M. Domínguez Senra dijo...
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
elHermitaño dijo...

Carlos, amigo, compartimos la poca gracia con las manos a la hora de grafiar... por suerte, al menos nuestra expresión es medianamente correcta... :)

Saludos, y gracias por el comentario.

P.D: Marta, chata, no me cortes tus palabras, que siempre viene bien tenerlas por aquí... Un beso (no cortado), amiga.

Novalis dijo...

"Los diarios son epístolas dirigidas a nosotros mismos. Hoy no tienen entidad, mañana son un tesoro."

Hermoso pensamiento y hermosamente expresado. Me recuerda esta frase a la forma, al estilo de Victor Hugo, un estilo que me subyuga. Primero una frase sencilla que esboza la idea principal (los diarios son epístolas dirigidas a nosotros mismos), luego pares de sentencias contrapuestas (Hoy no tienen entidad, mañana son un tesoro) que van cincelando la piedra bruta a martillazos precisos, inequívocos, poco a poco, hasta llegar a la imagen que está en el interior, ideal, esencial.

En cuanto al pensamiento interesante, sin duda. Escribirse a uno mismo en el futuro. ¿Tenemos entidad nosotros mismos en el tiempo? Aquello de que nadie se baña en el mismo río, no ya porque el río sea otro, sino porque el que se baña también es otro. Pero si en el presente está, de algún modo, el futuro, quien lee es, de algún modo, el que escribió.

elHermitaño dijo...

Vaya, Novalis, qué forma de analizar mis frases... :). La verdad es que escribo sin guión alguno, de modo que todo lo que acabo subiendo al blog es producto de un momento lúcido (digámoslo así...), pero no preestudiado. Seguramente hay mucho texto prescindible, pero entre esa maraña puede aparecer alguna frase suelta con cierta gracia. Quizá ésta lo sea, pero no tiene más mérito.

Ah, y no me compares, ni en broma, con el gran francés. Miles de años nos separan, y a cada día el abismo es mayor, aún. Uno sólo puede soñar lograr algo infinitamente inferior, que se convierte en imposibilidad total al despertar...

De todas formas, muchas gracias.