"Las once. Salgo de casa. La fiesta desata las calles del centro urbano. Todo son voces, gritos, aplausos, sonidos de alegría y alborozo: el ambiente sublima los instintos de juerga y diversión de los transeúntes, y pasos apresurados cruzan el frío pavimento, en busca del lugar de reunión y de la compañía ansiada.
Tengo veintidós años. Mi padre murió, cinco atrás, por sobredosis de barbitúricos. No fue un progenitor demasiado esmerado en su tarea educativa, ni en transmitir sentimientos o afectos. No quiero pensar de este modo, pero por lo que a mí respecta, nada perdí con su desaparición: borracho, pendenciero, violento a veces, perverso y mezquino casi siempre. Sólo mi madre sintió la pérdida, tan unida como estaba a él (como un perro a un amo severo, quien le atiza y suelta latigazos a diario). De hecho, una parte de mi madre murió con su marido, ya que desde entonces aquella es poco más que un cuerpo ajado y abultado, sentado en un viejo butacón, frente al sempiterno televisor, luminoso y hablador desde tiempos antediluvianos. Antes de salir del apartamento, me señala la pantalla, y balbuce unas palabras, como lo haría un bebé. Quiere decirme que me quede junto a ella, sentado a su lado, viendo aquellos programas vomitivos del último día del año, donde aparecen bobos soltando chistes ridículos y brujas engalanadas con una copa de champán en la mano, mientras sonríen postizamente. Me entristece abandonarla, pero no puedo soportar verla así, y menos aún promover su estado. De modo que salgo a la calle.
Un frío intenso azota mi rostro; las manos se crispan, mis piernas acusan el viento gélido y apenas puedo permanecer de pie. Tal vez estaría mejor junto a ella, mi madre, reconfortado por el radiador, la manta a los pies y a la espera del cava y los turrones; pero si lo hago, si cedo, iré muriendo lentamente, iré perdiendo el rumbo. Como ella. Afianzo mi abrigo en torno a mi grueso pecho, no lo pienso más y echo a andar.
A mi alrededor, y por encima de mi cabeza, infinidad de luces que iluminan adornando ventanas y barandillas de balcones dan la bienvenida a una época de buenos pensamientos, buenas acciones y, por ellas, conciencias tranquilas y autocomplacientes. Me encuentro con algunos grupos ruidosos, ataviados con fachas de lo más lechuguinas, gruesos gabanes y peinados grotescos; ebrios apenas empezada la noche festiva, aúllan y se lanzan impertinencias y bromas unos a otros, pasándose una botella de plástico, medio llena de un líquido negruzco, mientras se mueven, precipitados, a través de las aceras. Las once y veinte.
Compuesta por tres miembros y un pequeño caniche, una familia extranjera, desheredada y sin raíces en la ciudad, marcha sin prisa contemplando, como yo lo había hecho instantes antes, el engalanado de las fachadas, indiferente a las próximas campanadas, al hogar de un pasado remoto en el país de la miseria (¿cuál no lo es?, después de todo), proyectando planes para un porvenir que desean prometedor, si bien quizá no llegue a serlo nunca. En el enlosado contiguo, una pareja de viejecitos graciosos, inmunes ya a fiestas y cachondeos estúpidos similares, avanzan cogidos del brazo, cercanos sus rostros. Me hubiese gustado ver así algún día a mis padres...
Llego hasta el coche. Arranco el motor y recorro los aledaños de la urbe, zonas pobres y deprimidas, enfermizas, las situadas en polígonos industriales, que suelo visitar cuando todos los demás gozan del paladar, del tacto y la introducción. El frío, más afilado aún allí por tratarse de amplias superficies sin obstáculos para el viento invernal, hiela el corazón (la calefacción de mi auto tampoco funciona), pero serpenteo por las callejuelas desnudas de edificios, a la espera de algún extraño encuentro. No tardan en aparecer un par de feas prostitutas, adefesios del asfalto con sonrisas gastadas, corroídas por el tiempo y el exceso, y puede que afectadas de sífilis, cuya mano te llama mientras sus ojos perciben billetes o un momentáneo calor en la entrepierna que mitigue el rigor de la dura estación. Paso de largo, viendo por el retrovisor dos figuras demacradas que empequeñecen a medida que aprieto el acelerador. A ambos lados de la acera hay millones de pringosos preservativos, agujereados, embrutecidos, símbolos de una eternidad de placeres, insatisfacciones, mentiras y fingimientos. Las once y media.
Detengo el vehículo a las puertas de una antigua fábrica. Hoy los cadáveres, las víctimas de un mundo infeliz y simulado, se reúnen en torno a un débil fuego, que brota desde un viejo bidón de gasolina. Veo, en la distancia, caras arrugadas por pesares, flacas carnes que sostienen a duras penas los huesos, ojos cansados de lamentos, pero con todo, contentos, en su miseria y desdicha, en su tristeza por no tener nada y en la melancolía de un pasado perdido. Uno de los cadáveres, rezagado, llega desde la otra acera a grandes zancadas; entra en el recinto y saluda a sus compatriotas, quienes les dan cariñosas palmaditas en la espalda, aunque algún otro le propina, medio en broma, un ligero puñetazo en el estómago. También ellos tienen en su despensa una botella de plástico con líquido negro, licor de raíz baconiana, sin duda alguna. El mundo les tendió una trampa, y ellos cayeron en sus redes. Aunque en ocasiones pienso que es el mismo mundo, el creado por nosotros, quien ha sido engañado por aquellos excluidos sociales; nos han ganado la partida. Quizá han logrado la victoria, pese a todo...
Me alejo de allí en silencio, calle abajo en punto muerto, hasta la entrada a la autovía, que circunda la ciudad. En el trayecto pienso en mi hermana mayor, con dos hijos pequeños y un marido inválido, a consecuencia de un accidente laboral en el aserradero. Recuerdo cómo jugábamos, de niños, cómo también nos buscábamos a veces para incordiarnos, pero cuánto nos queríamos. A medida que creció fue distanciándose de nuestros padres, en el caso paterno con toda justicia, quien en cuanto vio formada su figura atractiva, su rostro sensual y mirada incitante, empezó a despreciarla, a llamarla “golfa”, “zorra”, haciendo de su estancia en casa un infierno inmerecido, una tortura insensata y cruel. Siempre deseo tener mayores reservas de dinero para ir a visitarla y conocer algo más a mis sobrinos, pero los seiscientos kilómetros que nos separan impiden cualquier aproximación fácil. A veces ella nos envía, a mamá y a mí, cartas con fotos de los pequeños, y nos promete un encuentro venidero. Pero, aunque su padre ya no viva entre nosotros, mi hermana aún rehuye su casa, como si el fantasma de un ayer intolerable e incómodo todavía estuviese presente y sobrevolase las habitaciones del inmueble... Ahora, acabo de ver, mientras conduzco por la vacía carretera, algo parecido a fuegos artificiales coloreando el cielo oscuro de diciembre. La fiesta se acerca. Un cuarto de hora para las doce.
La última parada antes de volver a casa es el asilo. Allí reposa, espero que bien tratado, el único abuelo vivo que conservo. No puedo entrar, según reza el cartel de la entrada, a horas tan intempestivas, pero voy a verle a menudo. Me gusta charlar con él, hablarle de su hijo, a quien recuerda bien. El tiempo y la muerte han borrado, para él, buena parte de las amarguras del carácter de mi padre, como si ahora que ya no está tratase de inmortalizarlo en forma beatífica, como un santo o un individuo venerable. Sé, sin embargo, que en su remoto y vetusto interior es consciente de cómo, en realidad, fue su hijo, y de cuánto nos hizo sufrir a mi hermana, mi madre y a mí mismo. Desde la acera le contemplo, a través del cristal del recinto. El pasillo y el recibidor, donde está en compañía de otros residentes, se exhibe decorado con espumillón (de lo más hortera), grandes pinos sintéticos con bolas de colores y otros adornos convencionales. Pero los trabajadores y cuidadores no transmiten alegría alguna, según veo; deben maldecir no poder pasárselo en grande como los demás, unidos al griterío del montón joven, en lugar de hacerlo con aquellos vejestorios, aunque allí también celebren, con uvas, espumosos y mazapanes, la entrada del año nuevo, y pese a que, el próximo mes, recibirán un suntuoso pago por su generosa y desinteresada solidaridad.
A las doce menos cinco minutos regreso a casa, mientras oigo petardos y cohetes que rompen el silencio de la noche. Encuentro a mi madre cabizbaja, dormida, con la televisión escupiendo imágenes de confetis y presentadores con matasuegras. Reclino su cabeza apoyándola en una almohada, me descalzo y tras quitarme la ropa, que despide pequeñas descargas eléctricas por la sequedad del hogar, abro la cómoda agrietada en donde mi madre conserva los licores, extrayendo una prehistórica ampolla de güisqui irlandés. Esta es mi nochevieja, mi celebración. Cojo el frasco de cristal y brindo por los que no brindan, los que no celebran, los que no pueden o no quieren, los que no tienen nada que celebrar más que la vida misma. Esa vida oculta, la vida pobre, miserable, que bulle y palpita a nuestro alrededor, y que casi nunca vemos, porque preferimos arrinconarla, olvidarla, como si así pudiésemos evitar su existencia incómoda.
Mi vasito se vacía a la luz de la vela. Creo que mi próxima Nochevieja será distinta; tal vez me una a la celebración masiva. Para catar el aroma de lo divertido, y dejar de lado lo sombrío y tétrico de las vidas dolorosas de aquellos que respiran nuestro mismo aire. O quién sabe si, para entonces, ya seré yo uno de ellos...
F.l.z .Ñ. N..v."
1 comentario:
¿Que ha pasado para que no escribas?
No soy la más indicada para reclamar un comentario, un artículo. Hace mucho que no entraba en el pequeño ramillete de blogs especiales que guardo en "favoritos". Al echar un vistazo, tras mucho tiempo, veo que la mayoría está inmóvil, abandonado... Es una pena.
Mercedes
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