20 de diciembre de 2012
Orígenes
Remontémonos a diciembre de 1987, si queréis. Ya no hay colegio; la Navidad toma forma en nuestro interior, y a nuestro alrededor: luces, sorpresas, la espera de regalos ansiados y la magia, la magia navideña que inunda el mundo.
Penetramos en un piso cualquiera, en Gandía. Un niño de siete años entra en la habitación de su hermana, mientras ésta no está. Escudriña un poco el cuarto, ve algún póster de New Kids on the Block pegado a la pared (“qué pavos”, piensa, pues a él le molan Osibisa, Dire Straits y Roxette), un mar de peluches sobre la cama y un escritorio lleno de lápices y rotuladores. Todo parece normal, pero hay algo que llama la atención del chico.
Se trata de un libro, que descansa en la mesita de noche, junto al flexo y al despertador de la hermana. El mocoso mira la cubierta, coloreada de rojo y azul, y algo en su interior se agita, y siente una llamada que no puede explicarse. Coge el tomo, contempla el dibujo de la locomotora negra, el robusto maquinista y el pequeño negrito y, entonces, el mayor universo concebible (el de la imaginación) se abre ante él. Sabe, siente, descubre que “debe” leer ese libro. Nadie se lo ha recomendado, nadie le obliga a hacerlo; pero esa locomotora suscita en él un mundo insospechado de aventuras. Y no puede resistir la tentación. Secuestra el libro, se lo lleva a su cuarto, y empieza a leer. Cuando su hermana regresa, el chico le pide que se lo deje; ella, dos años mayor, accede al fin. Quizá porque ella misma también sintió esa misma llamada tiempo atrás...
Desde entonces, y como una promesa hecha a sí mismo, el niño leerá “Jim Botón y Lucas el maquinista”, de Michael Ende, todos las Navidades siguientes hasta los doce años; para entonces dejará atrás esa primeriza, encantadora y entrañable literatura y se adentrará, no ya en un mar de aventuras, sino en un auténtico océano, un océano sin fin, del que a día de hoy apenas conoce unas pocas yardas. Leerá tanto ese libro (como sólo los niños pueden hacerlo: con pasión desmedida, con ahínco por entender hasta la última palabra y toda frase), que aprenderá fragmentos de memoria y recordará para siempre las ilustraciones, sobretodo aquella última, que recoge a los dos protagonistas de espaldas, fumando (Jim ya es mayor) mientras contemplan una puesta de sol...
Por supuesto, el niño leerá muchos otros libros tras el que narra las aventuras de Lucas, Jim y la buena de Emma, pero ninguno será jamás para él tan especial como ése. Especial por su carácter primerizo, porque fue leído siguiendo una voluntad propia, lejos de cualquier influencia ajena, especial también porque su lectura le ligaba (me ligaba...) a la época navideña, a su vez igualmente incomparable, y especial también porque, sin él, quién sabe cuándo hubiese descubierto el gusto, el inimitable sabor de la lectura; quizá al cabo de un año, o quizá nunca; tal vez el colegio hubiese ahogado ese deleite con textos obligatorios que cabía, sí o sí, leer, aprender y comentar. Ese ejercicio de libertad, de libertad lectora total, me permitió gozar de mi propia elección, mi gusto personal por la literatura. Yo decidía cuando, y cuánto, leer. A veces bastaron un par de páginas; otras me leía capítulos enteros de un tirón. Era mi mundo escogido, mi acto de afirmación. Parece una chorrada, pero está (muy, muy) lejos de serlo...
Hace un par de semanas sufrí una conmoción. Fisgoneando en antiguas cajas de cartón ocultas en húmedos armarios encontré, por pura causalidad, el ejemplar de “Jim Botón y Lucas el maquinista”. Volví a contemplar los rombos rojos y azules de la cubierta, el pequeño arlequín lector en la parte inferior, a la vieja Emma repleta de carbón y lista para recorrer lo desconocido. Fueron tantos los recuerdos que afloraron, como le sucedió a Proust con su famosa magdalena, que las lágrimas pugnaron por abrirse paso... Esta vez no las dejé salir; tal vez hice mal.
Lo extraño no fue (o no sólo) encontrar el libro de Michael Ende; lo verdaderamente incomprensible es que el libro ha vuelto a llamarme, como si el cuarto de siglo transcurrido desde que lo vi por vez primera, en la mesita de mi hermana, fuera un mero instante carente de entidad temporal.
Y (pásmense aún más...), por increíble que parezca, esa llamada ha sido atendida. Los rombos azules y rojos señalan que la obra es para niños hasta doce años, según reza en la cubierta trasera. Pero el libro, hoy, descansa en mi mesita, al lado de abrumadores tomazos de filosofía contemporánea y estética, un volumen de ensayos de José Luis Pardo y otro de relatos de Stephen King.
En efecto, percibo la chimenea de Emma sobresalir entre ese mar de páginas para adultos, a Lucas saludar a quienes se quedan en el andén y a Jim Botón agitar la gorra al aire, como señalando que estamos a punto de iniciar una de las mil aventuras que se reservan para nosotros.
Emma escupe humo, satisfecha, pues sabe lo que nos espera.
Yo voy a subir.
¿Y vosotros...?
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