27 de febrero de 2013
Entusiasmos pre-primaverales
Debe ser por el sol... Entiendo que, al ganar poco a poco altura a medida que el solsticio invernal queda atrás, nuestro dios solar ilumina no sólo el mundo a nuestro alrededor, sino también algo en lo profundo de aquello que somos: una lamparilla, una brasa que adquiere fulgor y que, caldeando el espíritu para que se reanime, renueva ánimos y sueños largo tiempo olvidados, o crea otros nuevos.
En cualquier caso es un calor interior cuya flama aguijonea, incita e impele a actuar. No se puede hacer caso omiso de su invocación (de lo contrario, calienta hasta quemar...), es una fuerza tan “superior” que, para obviarla, sería necesario un superhombre nietzschano, o un ser apocado y temeroso de sus propias ansias. No soy ni una cosa ni otra, así que sólo me queda escuchar, y proceder.
El aguijoneo llega en febrero. A primeros. Aunque el carro de Apolo no anuncia aún su llegada, el clima mediterráneo suele obsequiarnos con un mes habitualmente despejado, azulísimo, pese al frío obvio y deseable. Es el caldo de cultivo ideal. La primavera se huele en la distancia. Es el tiempo para soñar, y para ser.
En 2008 el pinchazo tomó la forma de un viaje. Tras desastres personales en 2005 y 2006 (en parte descritos en estas mismas notas...) y un 2007 vacío de aventuras por tierras inéditas, era urgente un cambio. Compré una tienda de campaña, me la até a la espalda y, acompañado por el que siempre acompaña, nos pusimos en marcha desde Villalonga. Pasamos por L´Orxa, Cocentaina, la Serra Mariola, Agres, Alfafara, Bocairent... Todo a pie, y en carrerilla. En una semana atravesamos sierras, ríos, ascendimos por complicados senderos, fuimos sacudidos en plena noche por tormentas, nos extraviamos por completo en medio de ninguna parte (aterrador y maravilloso), salimos extenuados (sin agua y tras un día sin comer) a la civilización y de Beneixema llegamos atados a un tren a Alacant, destino imprevisto a causa de un error certero. Aventura, en mayúsculas.
En 2010, el aguijón pinchó y quiso metamorfosearse en un libro. Empecé en marzo (primavera), lo dejé hasta julio y, en un mes y medio frenético (escribiendo, buscando en bibliotecas, anotando, sudando en las noches sofocantes frente a la pantalla hasta que algo digno brotara...), puse el punto final. Hablaba del cielo, de cómo hombres poco conocidos aportaron su entusiasmo para comprenderlo un poco mejor, con sus glorias y miserias. Lo envié a un certamen de divulgación, pero no ganó. Sí que gané, sin embargo, destreza, mayor habilidad con las palabras (tampoco demasiada, no exageremos...) y unos meses de felicidad casi inefable. Ése fue el premio.
En 2011, hecho ya palpable un viejo sueño (también quedó anotado aquí...), noté una quemazón que requería de urgente profilaxis. El norte llamaba. La antigua Castilla y el rugiente León me desafiaban a pasar casi tres meses por sus tierras, que siempre he sentido como mías, tal vez más aún que las que me vieron nacer. Con la despensa llena, el depósito de combustible rebosante y la ilusión de un adolescente, acaricié a mi camarada de correrías, le susurré buenas palabras, y allí me llevó, a recorrer casi 5.000 kilómetros por páramos, catedrales, pueblos perdidos, desfiladeros, montañas de vértigo y lagos glaciares (algo de ese viaje puede leerse en el blog hermano La Ruta Errante. Pero sólo es un pálido reflejo, pues la expresión no alcanza a describirlo como merece, como tampoco puede hacerse en el caso de un amor, o de la muerte de un ser querido).
En 2012 lo que se me vino encima fue una cierta angustia. Inepto como soy para los trabajos ordinarios, alejado del circuito laboral desde 2009 y acomodado en mi pobreza ermitaña, el aguijoneo me sirvió para tratar de depender, cada vez menos, de los demás para mi propia alimentación. Disponía de tierra, agua, manos inexpertas y deseo de aprender y manejar el terruño para que, si así lo deseara, pudiera él proporcionarme a mí y a los míos (y ahora también, y sobretodo, a mi sobrinita Carlota, un precioso angelito de ocho meses...) un ligero sustento vegetal y frutal. En ello anduvimos, ese año, y en éste seguiremos ensuciándonos las manos, enriqueciendo y variando el cesto de recolecta. La agricultura es parte de nuestro presente y, espero, igualmente de nuestro futuro.
En 2013, justo estos días, he percibido ese agradable escozor nuevamente. Y ha adoptado la forma más insospechada posible. Siendo como soy un pésimo estudiante (sólo sé ser aprendiz; ir enseñándome sin empollar, sin memorizar, sin que me digan qué y hasta cuándo...), el aguijoneo me ha provocado un vértigo estudiantillo sin precedentes. A falta de unos ‘créditos’ (espantoso término tomado del mundo financiero, como si la pasión de aprender pudiese condensarse en un número de horas, en unos dígitos o en una nota a final de curso...) para concluir el grado en Filosofía (que inicié en 2006), y cuyo fin es casi un milagro dado mi ineptitud natural, de repente lo que se me revela es un anhelo, una sed por iniciar otra ‘carrera’ (horrible término, este también, que recuerda a competición, a trayecto obligado a recorrer, a camino ya trillado...); y, si ello no fuera bastante, para colmo el aguijoneo me “habla” de dos nuevos proyectos estudiosos: Lengua y Literatura Españolas y... ¡Física! Lo primero puede tener un pase (a fin de cuentas, antaño era hermana de la Filosofía, y no sólo académicamente), pero de lo segundo sólo puedo decir: no entiendo nada.
Bueno, eso no es del todo cierto. Una de mis grandes frustraciones ha sido (y sigue siendo) no llegar a ser astrónomo profesional. Lo soy como aficionado, y como escriba de tales temas (con mayor o menor acierto), pero lo que anhelaba desde pequeño era subir a esos remotos y solitarios observatorios, en cimas de alta montaña, y pasar allí semanas a los pies de potentes telescopios escudriñando el cielo. Luego, publicar mis observaciones para beneficio y crítica de mis colegas. Y, con ello, aprender todos juntos. Y eso, en parte, sólo es posible desde el ámbito profesional. Física permite, una vez graduado, seguir un Máster en Astrofísica y Ciencias del Espacio. Por ahí van los tiros, pues...
Estos aguijonazos, como sé por experiencia, son potentes, perduran como la hinchazón provocada por una avispa y no cesa su tormento (emocional, en este caso) hasta que el sujeto cumple y zanja con lo estipulado por ellos. Me temo, en consecuencia, que mis próximos años van a verme encerrado en mi estudio, rodeado de textos del Siglo de Oro, poemas modernistas, manuales de termodinámica, física cuántica, cultura grecolatina, tomazos de química inorgánica y el teatro de Calderón de la Barca.
Mientras tanto, tengo un año de tranquilidad hasta saber qué nuevas locuras me deparará (bienvenido sea, como agua de mayo) el siguiente y dolorosamente delicioso aguijonazo...
(Imagen. El Hermitaño)
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