La naturaleza, incluso la naturaleza humana, dejará de ser un dato absoluto; cada vez más se convertirá en lo que ha hecho de ella la manipulación científica. La ciencia puede, si quiere, facilitar que nuestros nietos vivan una vida buena, proporcionándoles conocimientos, dominio de sí mismos y caracteres que produzcan armonía en lugar de luchas. En la actualidad enseña a nuestros hijos a matarse entre sí porque muchos hombres de ciencia están dispuestos a sacrificar el futuro de la humanidad a su momentánea prosperidad. Pero esta fase pasará cuando los hombres hayan adquirido el mismo dominio sobre sus pasiones que tienen ya sobre las fuerzas físicas del mundo exterior. Entonces, por fin, habremos conquistado nuestra libertad. "
Bertrand Rusell, Lo que creo (1925)
Releo una y otra vez el párrafo anterior con la sensación de que no puede haber sido escrito en 1925. Porque han pasado más de 80 años, y seguimos padeciendo los mismos problemas. Vivimos en el mundo de la prosperidad material, pero la ciencia no ha aportado la necesaria fuerza para desbancar al terror de la palestra mundial; es más, el horror de las guerras y las muertes de inocentes ha sido una constante desde que Russell escribiera esas anhelantes palabras. Parece claro que la solución definitiva, si es que la hay, no guarda relación directa con la ciencia, porque esta es incapaz de enseñar a los hombres a "dominar sus pasiones".
La ciencia no es más que un modo de conocer el mundo físico que nos rodea, el cual influye en nosotros, por supuesto, pero no posee la facultad de influir en la raíz de los problemas humanos más espinosos. Es más, ¿cómo podría hacerlo? Los hallazgos científicos tienen la posibilidad de cambiar nuestras concepciones internas; ello ha sido demostrado por descubrimientos como la verdadera situación del ser humano en el Cosmos o las implicaciones de la evolución biológica; ambas aportaciones nos han situado en otro marco de existencia distinto (radicalmente distinto) al sostenido hasta entonces. Pero, ¿de qué modo la ciencia podría ser la artífice de un cambio de pensamiento humano, un escenario de vida en el que no exista la guerra? ¿Es siquiera esperable que ello sea posible? ¿Le corresponde a la ciencia tal tarea?
Yo creo que el giro, necesariamente brutal, que debe guiar a la Humanidad en busca de la paz y la armonía entre pueblos obedece más a un sentimiento interno que a una consecuencia externa. No sirve de mucho hablar de que la Humanidad es una, y así lo revela la ciencia, cuando esta misma ciencia es la responsable, por los productos que genera, de la perpetua masacre a la que estamos ya tristemente habituados; son ciertas, y actuales, las palabras de Russell cuando comenta que "muchos hombres de ciencia están dispuestos a sacrificar el futuro de la humanidad a su momentánea prosperidad". Pero no sólo los hombres de ciencia, también políticos, dirigentes de grandes multinacionales y gente en la sombra, dispuesta a matar y a exterminar por el deseo de ver aún mayores sus arcas bancarias. Mientras haya personas así, corruptibles y manipulables, el anhelo de paz será imposible.
La respuesta no vendrá del conocimiento, sino del sentimiento; cierto que ambas facetas se relacionan, pero es mucho más factible suponer que el cambio de paradigma humano acontezca basado en algo que poseemos en nuestro interior que en un hecho o saber adquirido; hemos de ser capaces de solucionar este tipo de conflictos, el más terrible y urgente, y no esperar a que la ciencia nos revolucione con sus hallazgos sorprendentes y trascendentales.
Hacen falta huevos, dicho a las claras, hacen falta cojones para que la Tierra deje de ser el mundo de los pistolas y los misiles, hacen falta personas que estén dispuestas de darlo todo por erradicar de una puñetera vez toda la basura militar y las mentiras que cada día nos cuentan; no hay enemigos, no hay nadie ahí fuera dispuesto a acabar con nosotros; jamás ha habido tal cosa, ni antes ni ahora, era todo puro vacío, falsedad total. Han inventado al enemigo, lo han sacado de la chistera. Es tiempo de meterlo otra vez en ella, para siempre.
Bertrand Russell creyó en 1925 que era posible eliminar de nuestras vidas el horror de las guerras. Hoy en día mantenemos el deseo; pero hacen falta ganas, inconformismo y sed insaciable de paz. Hay que matar, sin sangre, al verdadero enemigo. Y hay que hacerlo ya. El reloj corre en contra nuestra.
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