En las postrimerías de este suave y extraño verano, hay que
ir ya pensando en el cambio de estación que se aproxima. Aunque por estas
tierras el otoño es corto y suele camuflarse entre los solsticios, y es posible
que no llegue hasta bien entrado noviembre (este año pasado recuerdo haber
nadado en la playa el 5 de ese mes…), tarde o temprano, el frío vendrá. Y, con
él, las ganas de reconfortarse al calor de un buen fuego.
Con ese fin he estado recolectando leña. Mi padre, más
indiferente, me dice que por diez euros tienes toda la quieres (y, en efecto: cerca de
nuestra casita, precisamente, hay una
explanada en donde un joven sierra, apila y empaqueta grandes cantidades
y las vende a buen precio). Sí, ya lo sé; y, sin embargo…
En los últimos días dos esforzados operarios han estado
podando los naranjos de los campos que nos rodean. La sierra eléctrica rugía
entre las verdes copas, y el aire se impregnaba de serrín. Al último día me
acerqué a los hombres y les pregunté si me podía hacer con los tronquitos
recién cortados, que ellos amontaban en la base de los árboles. Me contestaron
que no había problema, de modo que, contento, empecé la recolecta…
No es un trabajo cómodo: el espacio entre hileras de árboles
está ocupado por los restos de ramos con hojas (destinados a ser quemados) que
impiden el paso, por lo que debes meterte por debajo de los naranjos,
pinchándote y tropezando la espalda con las ramas bajas. Además, al atravesar
los árboles cuando recoges los leñitos (pese al diminutivo, a veces pesan
quince kilos y miden más de un metro de gruesa madera…), alguno puede
escaparse de tus manos, de modo que atrapas menos y haces más viajes hasta el
camino principal… o te arriesgas a que algún madero te caiga en los pies. Yo
opté por esta segunda opción, más rápida, aunque admito que me magullé las patas en un par
de ocasiones…
Luego, una vez dispones de toda la leña sobre la senda, toca
trasportar. El calor de agosto, aunque más soportable que otros veranos
previos, se ve que facilita la segregación de mis feromonas, pues en el
trayecto de ida y vuelta, cargado con los tronquitos, las alegres moscas
posaban sus adorables cuerpecitos alados en mi sudada piel y aprovechaban mi
indefensa situación para darse una buena ración de plasma fresco. Malditas…
En un par de mañanas pude completar la tasca. Cuando lo
hice, asentí satisfecho; no era mala provisión. Y, además, gratis (“te has
ahorrado diez euros”, le dije a mi padre, que miraba el montón de compacta
materia vegetal, asintiendo). Sólo había empleado unas pocas horas, y no había
perdido nada (bueno, excepto algo de sangre…). Eso sí: acabas sudado, agotado,
con las ropas sucias de resina, el pelo pegajoso, los pies con algún corte
superficial, las manos con callos… Es decir, acabas en la gloria.
Bien, pues ahora sólo resta darle vida a la sierra
eléctrica, limpiar los troncos, partirlos y almacenarlos, cubriéndolos con una
malla para evitar que la lluvia (pero, ¿lloverá?... llevamos casi un año en
blanco… me temo que, cuando lo haga, será un verdadero horror) pudra la leña.
Y, cuando el verano se bata en retirada y hagan entrada el
frío nocturno y la humedad que penetra en las paredes, cerrar las ventanas y
las luces, encender un buen fuego y, en silencio, dejar que pase el tiempo.
Leer, soñar, escribir, abrazar, imaginar, recordar y sentir.
Y que todo vaya siguiendo su curso, una vez más.
(Imagen: El Hermitaño)
No hay comentarios:
Publicar un comentario