Sucedió hace mucho tiempo,
pero al parecer los cielos siguen llorando aún hoy por aquel horrible suceso.
Tal vez deberían hacerlo igualmente en recuerdo de muchos otros, pero la
tradición cristiana, como cualquier tradición, sólo contempla sus propios
sufrimientos y sólo a ellos los ennoblece.
Pues bien. El 6 de agosto
del año 258 un prefecto de Roma acababa de ejecutar al Papa
Sixto II. En medio de este ambiente de violencia y terror, cuatro días después
el mismo prefecto urgió a un diácono cristiano, llamado Lorenzo, que le
entregara cualesquiera objetos valiosos que poseyera la iglesia. Lorenzo, al
cabo de poco tiempo, regresó hasta el puesto del funcionario romano acompañado
por un grupo de gentes pobres, desvalidas y enfermas y proclamó, según reza la
tradición, desde luego, que aquellos eran los más nobles tesoros de que
disponía la iglesia. El prefecto, irritado, ordenó que mataran a aquel
insolente. Siempre desde la historia cristiana, la ejecución fue llevada a cabo
con una crueldad insoportable: ataron a Lorenzo a un asador de metal,
encendieron un bravo fuego justo debajo y vieron cómo Lorenzo ardía,
carbonizándose su cuerpo hasta quedar reducido a cenizas.
Aquella noche el cielo se
comportó de un modo extraño. Aparecieron por doquier estrellas fugaces, que
resplandecían y llenaban el firmamento surgiendo desde la constelación de
Perseo, iluminando la noche, a modo de lacrimosa despedida por el penoso y
triste fin de Lorenzo. Naturalmente, aquellas estrellas fugaces pasarían a la
posteridad como las “Lágrimas de San Lorenzo”, y aunque este año la Luna Llena
nos va a impedir contemplar el espectáculo con toda su magnificencia, nunca
está de más una ojeada para vislumbrar algún rastro de luz entre la noche veraniega.
Sin embargo, habrá que recordar que hay que mirar al este, pues no hay que
confundir las lágrimas del santo, que brotan desde la constelación de Perseo
(por eso se denominan, también, Perseidas),
con otras lágrimas esporádicas que aparecen por todo el firmamento. Es bueno
(siempre es bueno…) buscar un sitio alejado de las luces, de los ruidos y las
multitudes para apreciarlas mejor, tumbándose en la arena de la playa o con el
saco en medio del bosque y aguardar, con paciencia, a los visitantes cometarios.
Quizá se vislumbren uno de ellos por minuto, o quizá algo más…
Las lágrimas, en términos (digamos) laicos, en realidad no son más que
pedacitos insignificantes de cometa, que éste va dejando a su paso por el
sistema solar interior a medida que se acerca al Sol en su alargada órbita. Y,
en este caso concreto, se deben a las partículas que el cometa Swift-Tuttle
pierde y expele al espacio interplanetario. Cuando la Tierra atraviesa ese
rastro de desperdicios cometarios (cuyos tamaños varían entre el de granos de
arena a ciruelas), impactan con la atmósfera de nuestro mundo (mundo que,
recordemos también, viaja a la nada despreciable velocidad de 30 kilómetros por
segundo, o unos 100.000 por hora); la
fricción del choque eleva la temperatura de las partículas hasta hacerlas
brillar, ardiendo (como ardió el cuerpo de Lorenzo…) y emitiendo un surco de
luz que atraviesa el cielo.
Es bien sabido que, en
nuestra cultura, se pide un deseo al ver una estrella fugaz (en Chile hay que
coger una piedra si queremos que se cumpla), y se asociaba su visión a la
muerte de alguien. En otros lugares, como es lógico, les dan otro significado
al de la tradición cristiana. Los rusos, por ejemplo, sostienen que se trata de
los diablos que el cielo ha expulsado; en Estados Unidos, tribus californianas
veían en ellas las “heces de las estrellas”, y a cierto tipo de estrellas
fugaces muy brillantes y que dejan a veces una estela de luz (llamados bólidos) les consideraban espíritus
caníbales que perseguían almas perdidas con el fin de devorarlas. Curiosa es la
interpretación que se les hace en Filipinas: al parecer, allí las lágrimas son las almas de los
alcohólicos que, al transitar por el firmamento negro, recitan una canción, una
admonición a quienes están en la Tierra y que reza: “No bebáis, no bebáis”.
Estas almas tratan de alcanzar el cielo, pero por la noche las vemos cómo,
invariablemente, vuelven a caer a la tierra…
Las Lágrimas de San
Lorenzo serán visibles este año, Superluna mediante (coinciden las Perseidas,
en efecto, con el perigeo lunar, el punto en que más cerca se halla de la Tierra),
desde hace unos días hasta el 22, aproximadamente, pero sobretodo en la noche
del 12 al 13, que es cuando acontece el máximo de actividad. Como la Luna
estará llena justamente por estas fechas, lo mejor es observar justo después
del anochecer y hasta medianoche, porque entonces nuestro satélite aún no habrá
aparecido por el horizonte y no entorpecerá la visión de los meteoros más
débiles.
(Imagen: Darryl Van Gaal, en APOD)
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