27 de octubre de 2014
Una vida (segada)
Quien entrara en el salón de nuestra casa hace unos días podría haber pensado que habíamos pintado un fantasma en la pared, justo encima del sofá.
Y, de algún modo, no iría demasiado descaminado, porque lo que ahí había era, en efecto, el espectro de algo que antaño estuvo vivo. Mejor dicho, alguien que estuvo vivo y que perdió esa vida a causa de otro alguien, que decidió apretar el gatillo, dejar salir el cartucho y asesinar.
Ese "alguien" que escogió matar fue mi padre; y el "alguien" que colgó en la pared, anclado a una losa de madera, disecado, con los ojos postizos, ese alguien fue (en su día) un hermoso ciervo de dieciséis puntas.
Recuerdo haberlo visto cuando llegó a nuestra casa, en enero de 1986. Sólo una parte de él, sólo el maldito "trofeo", la noble efigie de un animal portentoso que tuvo la mala suerte de cruzarse en el camino de alguien que quería divertirse a costa de la vida de los demás.
Me asusté un poco cuando observé todas esas puntas, el morro alargado, las puntiagudas orejas. Era un animal grande, noble, admirable. Yo tenía cinco años, y no entendía qué gracia tenía traer algo así al salón, pero miré a mi padre, que estaba jubiloso, y simplemente lo acepté. No había conciencia de la muerte del ciervo; de haberlo visto, ensangrentado, en el campo abierto de Riofrío, la sensación hubiera sido muy distinta. Pero, en casa, limpio y acicalado, con el pelaje alisado, parecía aún vivo. Parecía brotar de la pared... Y, simplemente, acabé por tomarlo como un 'adorno', un complemento de la casa, como quien coloca un cuadro o unas petunias encima de la mesa.
Con el tiempo, llegó a integrarse tanto en el mobiliario que ya no le hacía ningún caso. Pero hubo un momento, hace ya bastantes años, en que "vi" de nuevo a ese ser que estuvo vivo. Miraba los ojos de cristal y le imaginaba aún respirando, aún latiendo su corazón, comiendo hierbajos, buscando a su hembra, desarrollando su vida, esa otra que pudo haber sido y que jamás le llegará.
Demasiado fácil es segar una existencia. Demasiado simple. Un sólo disparo, y matamos todo un porvenir, ya sea una vida humana o animal. Y, si en el primer caso, se le llama asesinato, ¿por qué no en el segundo? Y, si execramos aquel acto; ¿por qué no éste?
Es hermoso abrirse paso por el monte, seguir senderos, subir picos, admirar la belleza del mundo natural que nos rodea. No es necesario llevar armas, perros cazadores, no cabe perseguir nada, tan sólo el disfrute del hecho de estar vivos y de la existencia de los demás. ¿Tan complicado resulta? ¿Por qué llenar el ocio de matanzas, sangre, vísceras, violencias y sufrimientos? ¿Por qué no, sencillamente, limitar los disparos a los de las cámaras fotográficas?
La subordinación de unas especies bajo otras en la cadena alimentaria presente en la naturaleza puede, gracias a nuestra conciencia y sentido ético, convertirse en una convivencia respetuosa. Todo es cuestión de educación, de empatía, de pensar y sentir por el otro. Sea humano o animal.
Aquel ciervo que vivió muerto en mi salón durante 28 años jamás debería haber abandonado la dehesa. Debería haber continuado con su berrea, lanzado sus anhelos al cielo de Guadalajara. Ése era su sitio, y no mi casa. Ése debería haber sido su lugar de vida, vagando, descubriendo, experimentando... Y, cuando fuera su hora, cerrar los ojos y sentir la oscuridad inmensa.
El "trofeo" ya no cuelga en el salón. Lo hemos retirado porque ha empezado a podrirse por dentro y apesta, y su pelo cae en el sofá. Ya estorba. Y, como siempre se la ha considerado un mueble, debe ser desechado.
Pero su recuerdo perdura. Mi madre lamenta haberlo tenido en casa, siempre lo hizo; sólo mi padre sigue orgulloso, porque aún no ha interiorizado (¿lo hará?) que su presencia colgante no es símbolo de hombría, ni de valor, ni de nada.
Matar es sólo eso, un acto de violencia. Y, cuando se considera deporte o entretenimiento, es aún más vil y odioso. Es dañar por gusto, es asesinar por el placer de decidir cuándo debe algo morir. Es un juego para creerse Dios. Y es una muestra de simpleza, de bajeza moral y de falta de personalidad.
En la vida imaginada, la que nunca te dejaron tener, amigo, tú aún corres por las colinas. Aún te encabritas, aún vives y aún amas.
Nunca te olvidaré.
Jamás.
(Imagen: El Hermitaño)
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2 comentarios:
Si el hijo de un cazador puede mantener intacta su empatía hacia los demás animales, no está todo perdido.
Gracias por este post.
:) :*
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