Ayer me vi a mi mismo dentro de quince años. Regresaba en tren desde Valencia y a la altura de Cullera entró en el vagón un tipo alto y desgarbado, que llevaba a cuestas una pesada caja de cartón. Se sentó a poca distancia mía y pude verle bien.
El sujeto vestía de forma bastante despreocupada; pantalones viejos y algo sucios, un suéter con enormes capas de polvo, una raída chaqueta y una mochila que parecía haber recorrido muchos kilómetros. Algo de esa guisa hay en mí ahora, y temo que lo seguirá habiendo en el futuro. La imagen nunca ha sido mi punto fuerte; y no puede serlo porque no representa la matriz, porque es una ilusión, es sólo un fantasma sentenciado a muerte por el tiempo... . El tipo (es decir, yo) llevaba el pelo largo, pero el pobre estaba bastante calvo; ése ha sido el aspecto más angustioso de verme dentro de más de una década. Uno desea con fuerza que esa maraña peluda que hay sobre nuestras cabezas conserve su identidad y su presencia durante muchos años, pero quizá el destino, los genes y las calenturas de la vida moderna echen abajo nuestros anhelos de forma irremediable.
Traía consigo (conmigo) una caja de cartón; no pude ver su contenido, porque la mantuvo cerrada todo el trayecto hasta Gandía. Sin embargo, imaginé lo que habría en su interior. No me fue difícil hacerlo: uno evoca en cada rostro u objeto aquello que aprecia, lo que le hace sentir más humano y más feliz, aunque ello no exista en absoluto, pese a que todo esté en su bulliciosa mente, ansiosa por encontrar lo ilusorio. La caja contenía un borrador, las galeradas de una obra impresa, quizá una novela, quizá un texto de divulgación, quizá un ensayo filosófico. Redactado gracias al buen hacer de una vieja máquina de escribir Olivetti, no constituía un escrito destinado a convertirse en clásico. Sin embargo, el escritor aún era joven y su mejor evolución está aún por llegar.
En su incómodo y solitario asiento, el tipo parecía intranquilo, o ansioso. Cambiaba su postura sin cesar, como si la rigidez de la butaca le hiciera cosquillas (nada agradables) a su maltrecha espalda, encorvada ya pese a su corta existencia. Parecía que necesitara exponer una verdad al mundo, declamar un discurso, y hacerlo cuanto antes. O quizá sólo deseara salir del tren, llevar su paquete a alguna editorial desconocida y perderse de nuevo entre el mundo, para no volver a salir en un tiempo. No porque lo rechazara (o lo recharazan a él), sino porque no tenía demasiado que ofrecerle. Un par de amigos, si acaso, una mujer que deseara su compañía ocasional, un cielo limpio sobre su nariz y un silencio persistente, roto tal vez por algunos gemidos y sonidos del viento, tan solitario como él. Hay mucha gente que no es sí misma hasta que no hay otros a su alrededor; éste era justo lo contrario: no podía ser él hasta que no dejaba atrás a la gente. Quizá demasiado radical, sí, quizá excesivamente desaptado y marginado (dirán algunos). En cualquier caso, ésa es su vida. Y la vive.
Llegamos a Gandía. El tipo recogió sus bártulos, salió a toda prisa y desapareció, en efecto, como llevado por el diablo. Pude ver aún su coronilla pelada por encima de otras cabezas, antes de perderse entre la multitud. Yo (es decir, mi yo actual) también abandoné el tren, me quedé pensativo un momento y empecé a subir las escaleras hasta llegar a la calle.
¿Era yo, ése tipo? Quién sabe. Empiezo a creerlo de verdad. La realidad y el tiempo no son senderos que se recorran en una única dirección; quizá nos encontremos con nuestros 'yos' más frecuentemente de lo que pensamos, sólo que no los reconocemos, o no queremos hacerlo. Quizá ahora algunos de nosotros seamos otros 'yos' de gente más mayor o más joven. Nuestras vidas pueden ser hebras finísimas de una madeja infinita, entralazadas sin cesar unas con otras, y conectando pasado con futuro, por medio de la inexistencia del presente.
1 comentario:
Me ha encantado...siento esa complicidad en las palabras que está fuera del espacio y del tiempo...H.Hesse y W.Blake, coincidirían contigo de haber podido leerlo.
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