28 de noviembre de 2008
Tierra, mar y aire
Mi abuelo siempre ha sido hombre activo. Le molesta arrellanarse en el sofá demasiado tiempo, dormir más de la cuenta o perder tiempo viendo la televisión o jugando a las cartas. El día que mi padre, sin apenas un duro en la cartera, pudo agenciarse una pequeña parcela de tierra bajo la sombra del Castell de Bairén, en una zona húmeda cerca de la playa, el abuelo Jesús fue uno de los hombres más felices del mundo. Así podía levantarse temprano por las mañanas y cargar las herramientas, que facilitan el trabajo manual, en su bicicleta oxidada y dirigirse hacia ese terreno, por entonces aún vacío.
Me viene a a la memoria que, cuando tuve cinco años, cambió la bicicleta por una furgoneta Renault 4 (fui con él a recogerla al concesionario, estoy viendo, como si fuese ahora, su sonrisa y su puro en la boca), blanca y con un gran maletero, en el que reposaron a partir de entonces los cachivaches, artilugios y demás utensilios para labrar la tierra. Más tarde, canjeó la Renault por un Seat Panda, color azul chillón, pero nunca me gustó; aquel furgón destartalado, en cuyo interior siempre olía a hierbas, rocío y al esparto de los capazos, nos llevó en más de una ocasión a pasar la Pascua por las montañas de Marxuquera, a la playa, a dar vueltas por las carreteras secundarias... parte de mí mismo nació y se hizo en su seno, entre sus duros asientos y la caja trasera, donde me solían acompañar cajones de naranjas, tomates y otras frutas y hortalizas.
En aquella finca, que contó al poco con una diminuta vivienda hecha con cañas y palmeras, pasé algunos de mis mejores años. En la parcela contigua había una pareja con dos niños, y más allá otras familas, todas sencillas, generosas y amistosas, que se sumaban a nosotros (abuelos, mis padres y hermana, tíos...), o a la inversa, y gozábamos de unas paellas como jamás se han vuelto a tastar en esos lares. Las tardes, que se estiraban mucho más que en la actualidad, casi hasta la eternidad, nos permitían a los peques jugar con los montones de tierra, con palos, perseguirnos o llenar nuestros camiones de plástico con las frutas maduras desechadas. En verano cogíamos cubos y, rebosantes del agua de un pozo propio, espolvoreábamos con ese fresco líquido nuestros chicos cuerpos, atemperando un calor pegajoso y atontante. Llegábamos a casa completamente cubiertos por una espesa capa de polvo; entonces la madre nos regañaba, claro, pero nunca lo hacía cuando estábamos allá, en la marjal. Sabía que untarnos con la materia, confundirnos con la tierra, era vivir. O si no lo sabía, lo intuía.
Posteriormente, ya crecidito y algo errabundo en mis intereses personales (dudaba entre estudiar una carrera, volcarme en alguna profesión como panadero [mi padre y abuelo lo habían sido] o sacarme un título profesional y largarme al pico de una montaña como vigilante... ), pasé unos meses con mi yayo aprendiendo algo sobre cómo manejar la tierra; plantar, regar, adobar, restaurar desperfectos, esperar el momento para la recolección... pero en realidad fue poco lo que supe hacer por mí mismo; es, mi abuelo, un ser tan nervioso y enérgico que, dada mi natural torpeza manual, se impacientaba ante mis yerros y acababa siempre por rematarlo todo él. Me irritaba su destreza, la habilidad de sus manos callosas y endurecidas, oscuras y manchadas por el sol. Las mías, lozanas pero aún por desgastar, llenas de energía pero ineptas, no casaban bien con el terreno. Aún no he vuelto a manchármelas de polvo y barro tan a fondo como entonces; pero ellas ya lo necesitan, y yo también. Tras una jornada trabajando lo que está a nuestros pies uno siente una cierta comunión con lo que pisa, y aquello que permanece sobre nuestras cabezas.
Cada día, en verano, cuando paso en dirección al (odioso, suerte que sólo es temporal) trabajo con el coche por la entrada que aboca a esa minúscula propiedad, ya cercada y abarrotada de árboles frutales (limoneras, naranjos, higueras...), verduras y hortalizas (no las cito, es una lista demasiado larga... mi anciano predecesor suele aprovechar cada cachito disponible de espacio), cuando paso por allí, decía, mi mirada se tuerce hacia ella, esperando ver allí el "azulete" de Jesús, como solemos llamar a su nuevo y austero vehículo. Espero ver a un hombre mayor, sin cabello, y ahora con un marcapasos junto a su corazón, cavando la tierra, secándose el sudor, impasible ante el calor y los mosquitos.
Y, en muchas ocasiones, la idea de girar e ir hasta allí, olvidándome de la playa, abarrotada y llena de mediocridad, del trabajo que molesta e impide llegar a ser humano, de la obligación que de forma u otra me autoimpongo, me seduce. Olvidándome de todo ello, me desvió y penetro en ese templo del disfrute, del recuerdo y de la emoción. A los pies del Bairén noto brotar de nuevo la vida, como antaño, cuando sólo valían algo las risas, el juego y la aventura, cuando saltar una verja era todo un universo por descubrir y un camino polvoriento la ruta a la felicidad.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
7 comentarios:
Ya me parecía a mí que a pesar del título del post, no le proseguiría un alegato de las fuerzas armadas.
*
En la medida de mis posibilidades, mañana me acercaré a Collserola (la sierra que rodea Barcelona desde el Besós hasta el Llobregat) y tomaré contacto con lo que queda allí de la sierra, con los pájaros y el aire más puro. Desde allí se ve la franja del Mediterráneo cargada de barcos enormes como rascacielos tumbados y flotantes. Un horror, por cierto.
A tus huertos no les falta nada de los loci amoeni que tanto me gustan.
buenas:
me ha encantado :))
La descripciones y comentarios me recuerdan a un muy buen amigo, se parece mucho a ti...
leerá esta entrada tu abuelo? le gustará mucho...
Gracias por compartir esos recuerdos y dejar que te conozcamos un poco más
Besos Hermitaño
:)
Ese paraje del que hablas, Marta, también parece ser un loci amoeni, pese a topetar con la gran ciudad catalana. Un pequeñito edén rodeado de cemento, luces y gentes en perpetuo movimiento...
Tequila, buena amiga, mi abuelo, de 86 años, sigue tan fuerte como cuando tenía treinta menos, y con la misma buena salud; continua apaleando la tierra, con un 'conatus' inconsumible. Pero dudo que pueda leer esto, o entenderlo bien. Una dura vida de trabajo y esfuerzo, como la que vivió en su madurez, no alcanzaba para adquirir cultura, saber escribir o leer. No es analfabeto, en absoluto, pero... bueno, creo que me comprendes. Aunque sí, sería bonito que pudiera entenderlo, y compartir con él algunos de estos recuerdos. Quizá cuando venga por casa se lo muestre... gracias por la idea, Tequila:)
Abrazos para ambas, fieles solitarias;)
Que lindos recuerdos.... Yo como tú, lo vivi en casa, pero con mi padre... aprendi de el cuando era el momento de recoger la fruta o las hortalizas, a cual era el mejor momento del dia para regar, o como hacer una buena plantación...
Sus manos no se desgastaban de trabajar, su sonrisa no se cansaba nunca mientras estaba en la naturaleza.... El volver a casa, con los zapatos llenos de tierra, que tanto irritaban a mi madre, y con las manos llenas de vida...
Esa mano que tanto he agarrado con fuerza, que tanto he besado y que tanto me alimento, esa mano que hoy con tu texto, ha vuelto a acariciar mi corazón con su recuerdo.
Gracias.
Un beso natural
Gracias a tí, gata, por compartir aquí tus recuerdos... cuánto hubiste de disfrutar al lado de tu buen padre. Me hubiese gustado hacer algo así en mi caso, tener ese contacto próximo y constante. M padre, pobre, casi siempre estaba lejos de casa (era transportista), y bastante hacía con arrancar unas perras con las que hemos crecido, en un ambiente en el que, gracias a su esfuerzo, jamás ha faltado de nada.
Si acaso, algo más de compañía, pero eran las negativas circunstancias las que mandaban. Hoy tratamos, tanto él como yo, de subsanar esa carencia; y creo que lo estamos consiguiendo... :)
Un beso, buena amiga, y repito, siempre, gracias a ti. Por todo.
Sou portugues..mas gostei muito do teu blog!
Saludos, amigo 'portugues', un placer.
Gracias por la visita y saludos a esa tierra tan linda!
Publicar un comentario