31 de marzo de 2006

Eclipses familiares

Tuvo lugar anteayer un eclipse parcial de Sol; yo no lo vi, de hecho, ni siquiera me acordé de que había uno. A la hora en que la Luna empezaba a moder es brillante disco de la estrella me encontraba en la habitación de un hospital, a la espera del quirófano. Aunque no era yo el malhadado, se trataba de mi madre, lo cual casi viene a ser lo mismo: la pobre ha vuelto a ir, tras seis meses, y el horror que pasó fue tal que hasta los propios médicos se santigüaron al verla salir de allí. Por suerte, ahora regresa la tranquilidad, y con ella, quizá recupere parte del tiempo perdido.

Pese a mi adoración constante por todo lo que sucede allá arriba, en el negro tapiz del Cosmos, el miércoles el eclipse fue eclipsado por las prioridades familiares. Ese día el cielo tuvo para mí un protagonismo muy secundario, pese a lo trascendente del fenómeno (no volverá a verse por estas tierras hasta el 2011).

En otro orden de cosas, mi conexión a la red vuelve a renquear. Hace unos días viajaba raudo por las autopistas de la información; ahora parezco un caracol viejo y demacrado. Apenas puedo entrar en el blog, tengo tiempo de dormir un par de horas entre página y página y los antivirus no me localizan el problema. Además, sigo sin poder ilustrar el blog como me gustaría y, en ocasiones, los posts desaparecen sin dejar rastro... .

Mientras, espero terminar de revisar mi libro de Astronomía, que alguna editorial benevolente lo publique y, así, eliminar durante un tiempo la angustia de ver a cero la cuenta corriente. Son problemas mundanos, menores, casi baladíes, pero que a uno le atenazan el corazón y la mente.

Maldito dinero, maldito.

28 de marzo de 2006

El océano de Isaac Newton

No sé que puedo haberle parecido al mundo, pero personalmente me he visto simplemente como un niño jugando en la playa, junto al mar, y que de vez en cuando se divierte al encontrar una piedrecita más pulida que otra, o una concha más hermosa que las demás, mientras el gran océano de la verdad yace ante mí, completamente ignoto.

Isaac Newton (1647-1727)

Me pregunto qué tendrán los verdaderos genios que, como Newton, antes de vanagloriarse de sus enormes logros prefieren considerarse personas sencillas y humildes. ¿Por qué los arrogantes y engreídos son, casi siempre, los mediocres? ¿Por qué los genios humanos auténticos gustan situarse en un segundo plano, casi escondidos, entre la maraña de sabelotodos?

Quizá sea porque comprenden que, pese a saber tanto, en realidad no saben nada, mientras que los otros se creen que han llegado a la sabiduría, cuando de hecho permanecen en la más oscura ignorancia. No hablo de verdades fácilmente delimitables por el saber científico (como por qué motivo la lechuga es verde o el Sol saldrá cerca del este mañana), sino de las grandes preguntas, de las cuestiones últimas, en definitiva, de la verdadera sabiduría. Ya lo decía un tal Sócrates, hará cosa de 2.500 años: "Sólo sé que no sé nada". Ante esta máxima los mediocres abuchean; los genios, aplauden.

27 de marzo de 2006

Bosques y mitos

Antes de que naciera la agricultura, España era un mundo lleno de árboles. Los bosques inundaban la península, y a excepción de las zonas que tradicionalmente han sido áridas (es decir las regiones de Alacant, Murcia y Almería, fundamentalmente) o cuya fisonomía dificultaba la presencia de bosques (como las zonas de alta montaña), se puede afirmar que España, y buena parte de la Europa mediterránea, estaba hasta los topes de bosques verdes, refrescantes y magníficos.

¿Qué ha pasado? ¿Cuáles son las causas de su paulatina desaparición? Como en muchos otros aspectos, los culpables somos, en parte, nosotros. Y el responsable, en todos los casos, son los incendios forestales. De una estadística a escala mundial, una tercera parte de los incendios son debidos a causas desconocidas. Una décima parte es debida a rayos y otros fenómenos naturales. Y más de la mitad (es decir, muchísimos) son consecuencia de, o bien neglicencias humanas o bien acciones intencionadas.

Entre estas últimas encontramos: quema de bosques para obtener suelo de pastoreo, quema agrícola, caza, acciones de pirómanos y otras causas aún por determinar. Los incendios que aparecen en la TV son casi todos ellos intencionados por pirómanos o debidos a descuidos (el incendio que arrasó el Montdúver y zonas cercanas hace pocas semanas fue debido, según nos han contado, a un fuego que se produjo cuando un individuo arrojó a un contenedor de basuras cartas de amor ardiendo...).

Los incendios por neglicencia son los incendios más estúpidos y absurdos que uno puede encontrar. Al menos, cuando un pirómano incendia un bosque entendemos sus motivos; es una enfermedad mental, y como tal hay que comprenderlo. Pero cuando uno lanza un cigarrillo mal apagado a unos arbustos, cuando uno juega con petardos en un bosque, o cuando uno arroja cartas de amor ardiendo en un contendor sabe lo que puede suceder. Aunque sea incosciente de su acción, comprende (porque lo ha visto en anuncios, lo ha oido en la radio, leído en prensa, etc.), que un descuido así puede destruir una zona cuya belleza ha tardado décadas en arraigar. En el lapso de tiempo de una décima de segundo su estupidez puede llevar a borrar del mapa un lugar de especial interés ecológico o faunístico.

'Puede pasarnos a todos', dirán algunos. No si cuando uno va o vive en un lugar repleto de árboles entiende que acciones que impliquen crear fuego son sinónimo de peligro. Es como si yo me plantara delante de una Falla y lanzase, mientras hablo con mi amigo o leo el periódico, mi colilla a los pies del monumento. Sería, no ya una neglicencia, sino una rutilante estupidez por mi parte, porque he de saber el peligro que entraña para una Falla un fuego cercano. Lo mismo sucede con el bosque.

Hoy en día queda alrededor de un 45% de los bosques primitivos españoles. A partir de la llegada de romanos y árabes, este país perdió una parte considerable de su superficie boscosa. En la Edad Media la tala se aceleró aún más consecuencia del avance de la agricultura, además de que los árboles servían para obtener carbón vegetal y construir navíos. Cuando empezaron a reforestar los bosques, en el siglo XVIII, se optó por los pinos, ya que crecían rápidamente (unos 20 años de promedio), al contrario que robles o encinas, cuyo desarrollo completo superaba el centenar de años. De este modo España perdió diversidad forestal, y hoy en día el pino domina, por ejemplo, grandes regiones de nuestro territorio.

Como decía, los incendios debidos a otras causas (es decir, provocados pero con finalidades humanas como pasturas, quema agrícola, etc), nunca aparecen en los noticiarios o en la prensa. Esto se debe a que es estética (y políticamente) incorrecto mostrar incendios intencionados, pero con finalidades prácticas, que arrasan miles, decenas de miles de hectáreas o incluso más. No recuerdo haber visto jamás en un telediario (cierto, no es un buen argumento, no miro demasiado la televisión...) las imágenes de los incendios gigantescos en la sabana africana, en el desierto australiano, en Sudamérica o en las llanuras estadounidenses.

Estos incendios son "necesarios", dado que la agricultura de roza y quema es aún el modo de subsistencia de mucha gente en zonas pobres. Por lo tanto, y a ello viene todo este cuento, es que los incendios no siempre son dañiños, no siempre privan, eliminan o destruyen, sino que, a veces, son útiles, positivos e imprescindibles para multitud de familias que buscan sobrevivir en este mundo.

Al mismo tiempo, debemos saber que un monte de pinos no necesariamente ha estado ahí siempre, no es el símbolo de nuestro territorio. Es más probable que determinadas zonas fueran antaño sumideros de alcornocales, encinas, robles o cualquier otro tipo de árbol, y que hoy en día esa variedad haya desaparecido en virtud de la facilidad y rapidez del crecimiento del pino. Nuestro chauvinismo por los bosques de pinos no debe hacernos creer que si desaparecen es una tragedia de valor incalculable. La verdadera tragedia, en realidad, es que no hayamos sido capaces de recuperar (y aún menos de conservar), la variedad y riqueza de los bosques originales españoles.

24 de marzo de 2006

Unas cuantas historias sobre el cielo

Sobre los planetas errantes
Sobre la extraña ley de Titius
Sobre la vida en planetas gigantes
Sobre la búsqueda de vida en Marte
Sobre la sorprendente luna Titán
Sobre la enigmática luna Japeto
Sobre un mundo lejano
Sobre la rotación de Mercurio
Sobre los volcanes (y la vida) en Titán
Sobre la prometedora Europa (la luna de Júpiter, no nuestro continente...)
Sobre el imponente corazón de Mercurio
Sobre el eslabón cósmico entre planetas y estrellas
Sobre las estrellas de nuestra Vía Láctea
Sobre la edad de la Tierra y del Sistema Solar

El vínculo común a todas estas historias (que abarcan temas dispares de la astronomía, como planetología, astrobiología, astrofísica e historia de la Ciencia) es que han sido escritas por mí. Para bien o para mal. Tengo muchos más artículos esperando ser publicados (cuatro veces más de los que aparecen aquí...). El problema es que no hay demasiados sitios en Internet (o, al menos, yo no los conozco) en donde los escritorzuelos como un servidor podamos dar salida a nuestros exabruptos divulgativos... .

Claro, lo de cobrar por publicar está tan lejos como la Tierra de la galaxia de Andrómeda... (o, ya puestos, el cúmulo de Virgo). De momento vivir de la escritura parece ser una utopía total. Sólo lo consiguen cuatro gatos. Pero, para quienes no sabemos hacer casi nada bien, es quizá la única alternativa. Al menos, hay que intentarlo.

21 de marzo de 2006

Pura primavera

Hoy nace la primavera.

Su idiosincrasia, hacerlo renacer todo, es símbolo de vida y esperanza. Tras rigores invernales y temperaturas bajo cero, tras moquillos y constipados, vuelve la energía, vuelve la luz y el bienestar. Hoy, como si la primavera quisiera dejar constancia de su llegada, hemos tenido de todo: sol, nubes, lluvia, luz, oscuridad, frío, calor, cielos tenebrosos y cielos luminosos. Así es ella, la que renueva lo marchito, la que dota de sentido al ocaso y a la muerte.

Quizá estos tres meses traigan algo que espero con anhelo. Quizá la primavera, aparte de luz, color y sentimiento, también traiga un nuevo futuro para el hermitaño, un futuro de horas tras la máquina de escribir, rodeado de pinos y con la compañía que deseo. Es decir, lo que tanto disfruté en el pasado que vuelva para el futuro. No es pedir demasiado. ¿Verdad?

19 de marzo de 2006

Anhelos de viajes estelares (I)

De pequeño me entusiasmaba la idea de que viviría, aunque fuese en la vejez, en un mundo en el que la tecnología habría dado forma a las más diversas máquinas, herramientas e instrumentos, todos ellos inimaginables sólo unas décadas antes, que su utilización en nuestros quehaceres domésticos sería una realidad, y que las grandes distancias en la Tierra se cubrirían en un abrir y cerrar de ojos; por supuesto, soñaba con que habríamos colonizado otros planetas, instalado grandes estaciones espaciales en torno a ellos y que habríamos conseguido obtener toda clase de información y conocimiento acerca del Universo.

También imaginaba, en un alarde de prudente optimismo, que habríamos hecho los primeros viajes hacia otras estrellas, aunque sólo las más próximas, porque las demás aún estarían demasiado lejos para nuestra tecnología interestelar incipiente. De todo ello, sólo lo primero ha sucedido.

De esto se deduce que estaba gravemente influenciado por las visiones de típicas películas espaciales, cuentos y relatos que hablaban de humanos y androides surcando el vacío entre las estrellas y por la seguridad, tal vez ingenua, de que los rápidos y extraordinarios avances de nuestra especie en materia de la exploración del espacio tendrían una continuidad. No en vano en 1957 habíamos lanzado el primer ingenio más allá de nuestra atmósfera, y en unos pocos años más habíamos iniciado el reconocimiento de otros planetas como Marte y Venus. Hacia 1969, sólo una década antes de mi nacimiento, el ser humano había hollado por ver primera otro mundo, la Luna. Era, pues, lógico suponer que de seguir esa evolución a primeros de siglo ya dispondríamos de viajes a Júpiter, o a los límites mismos del Sistema Solar, por poca cantidad de dinero.

Sin embargo, la realidad se nos ha mostrado muy distinta a dichos deseos. Es cierto que hemos continuado la labor de investigación y exploración abierta por el Sputnik hace ahora casi medio siglo, y es cierto también que ha habido un sorprendente avance tecnológico que nos ha permitido explorar con sondas automáticas hasta los más recónditos rincones de nuestro entorno solar pero seguimos, desde un punto de vista objetivo, anclados a la Tierra. Sólo unas pocas personas salen cada año de ella, hasta la atmósfera externa, pero vuelven rápidamente, asombrados de la oscuridad y la aparente indiferencia del cosmos ante su presencia.

No es un lugar agradable el vacío espacial, es frío e insensible, sereno pero demasiado vasto para ser apreciado en toda su enormidad. Los seres humanos aún no nos hemos acostumbrado a él, necesitamos el afecto de la Tierra, nuestra madre. Y, por lo que parece, así seguirá siendo en el futuro próximo.

Las conquistas espaciales derivadas de la exploración de otros planetas, lunas, asteroides y cometas han sido muy satisfactorias para nuestra especie. Conocemos hoy el Cosmos mucho mejor que hace un año y continuamente somos bombardeados por ingentes cantidades de datos e información sobre los cuerpos que forman nuestro sistema solar y más allá. Es un triunfo impresionante del colectivo humano en pos de un mejor conocimiento del Universo, y el futuro nos depara sorpresas insospechadas, nuevos retos y enigmas que explicar y otros mundos que descubrir y estudiar.Pero esta complacencia ante los logros de la tecnología y el intelecto no nos deben bastar. La capacidad del ser humano para decidir, su decisivo talento, la facultad de amoldarse a las circunstancias, el hecho de poder saber qué hacer en un momento dado sin necesidad de ayuda externa, todo esto está más allá, al menos en comparación con la capacidad humana, de lo que compete a los ingenios espaciales.

Por ejemplo, en la actualidad hay dos robots exploradores en Marte, llamados Spirit y Opportunity, de la NASA, que desde principios de 2004 están analizado rocas y materiales superficiales para una mejor comprensión de los procesos que la han modelado y, si acaso, de la vida existente en ella. Hace por un tanto un año y medio que estos robots caminan lentamente por los terrenos marcianos, y aunque nos han aportado muchas fotografías y datos de enorme importancia, ¿qué habría podido conseguir un par de geólogos durante ese mismo tiempo? ¿Cuántos descubrimientos y cuántos hechos, no sólo posibilidades, habríamos conocido en un año y medio? No se trata de dudar de la viabilidad de este tipo de misiones, en absoluto, todo lo contrario; sin ellas no conoceríamos apenas nada de ningún cuerpo del sistema solar. Pero es obvio que un ser humano está dotado de innumerables recursos de los que carece un robot como el Spirit. Aunque éste sea una prolongación de los sentidos de sus creador y controladores situados en Tierra, la presencia de un científico en el lugar de los hechos es incomparablemente más ventajosa y fructífera.

Entonces, ¿por qué no vamos a Marte, no los robots de cuatro patas sino nosotros mismos? Resulta una odisea muy compleja llegar incluso hasta el más cercano de los planetas. En primer lugar está la necesidad de este tipo de viajes. Hay quien opina que los riesgos que correrían los astronautas en un viaje a Marte son innecesarios, y que con sondas automáticas y róvers de exploración superficial es suficiente. Ésa no es mi opinión, como acabo de comentar, pero hay que reconocer la existencia de dichos riesgos. Por ejemplo, las fuentes de energía necesaria para proveer a los astronautas de todo lo necesario para sus tareas y trabajos; el tipo de nave más adecuada, capaz de producir gravedad por sí misma (tal vez mediante su propia rotación); un escudo fiable contra la radiación solar y cósmica; la exigencia de astronautas con un carácter y psicología que permitiera a estos pasar dos años en el espacio sin problemas de soledad o de aislamiento (obviamente facilitado por la presencia de otros compañeros), etc.

Y esto responde únicamente a un viaje interplanetario hasta el mundo importante más próximo. Tales dificultades no son en absoluto un óbice para declinar la viabilidad de estos trayectos entre planetas, pero sí lo son para cuerpos más lejanos. Si un viaje de ida y vuelta a Marte tiene una duración prevista de un par de años, estando el objetivo a sólo unas decenas de millones de kilómetros, es fácil imaginar los obstáculos a salvar ante un viaje varias veces más prolongado, en tiempo y en espacio. Estaríamos hablando, por tanto, de que un viaje a Júpiter, por ejemplo, consumiría no menos de diez años, y posiblemente fueran necesarios algunos más.

¿Vale la pena enviar a personas a tales odiseas, con los peligros para su integridad física y mental, con el único beneficio de una mejor comprensión del sistema solar? ¿No será esto una peligrosa muestra de la arrogancia humana, que se cree capaz de superar todas las barreras únicamente porque ha salvado todas las anteriores? ¿No es acaso la recompensa demasiado banal, a un nivel humano, como para arriesgar tanto?Los desafíos que se nos presentan antes de que estos viajes a los otros planetas sean una realidad son numerosos. Hace unos meses, el presidente de EE.UU. George Bush, declaró que el hombre iría a Marte hacia 2020. ¿Simple propaganda electoral? Muy posiblemente, porque aún no están resueltas las complicaciones técnicas y humanas que implica un viaje de esas características. Si hay garantía de que existe una fuente de energía razonable, un módulo cómodo, equipado y protegido ante las inclemencias del espacio exterior, una buena compenetración entre los astronautas seleccionados, y un verdadero impulso económico que permita investigar y desarrollar nuevas tecnologías espaciales, entonces estaremos en la senda que nos llevará a Marte; mientras, pese a lo que digan dirigentes del más alto nivel, ello sólo será un sueño. No se necesitan palabras, sino hechos.

Pero concedamos a la humanidad la licencia de suponer que todas las dificultades anejas a la exploración de los otros planetas del sistema solar por el hombre y la mujer sean superadas en los próximos años y décadas. Imaginemos, aunque sea imaginar mucho, que los viajes a Marte se tornan casi cotidianos, y que los mundos más exteriores también son visitados y estudiados con regularidad, hasta que los seres humanos nos convertimos en los verdaderos soberanos de la familia del Sol. ¿Iríamos más allá, sentiríamos el impulso de marchar hacia las estrellas, de iniciar la época humana de exploración interestelar?

El ansia de curiosidad de nuestra especie conoce pocos límites. Sabemos que estos límites vienen impuestos por la tecnología, no directamente por nuestros deseos. ¿Podemos esperar en el futuro lejano, tal vez dentro de tres o cuatro siglos, una tecnología lo suficientemente desarrollada como para que un trayecto a las estrellas de ida y vuelta no consuma más que unos pocos años? Hoy en día esto parece casi descabellado; la visión relativista no concede demasiado margen a los viajes interestelares. Para ir incluso a la estrella más próxima, Proxima Centauri, situada a poco más de 4 años luz, tardaríamos precisamente cuatro años... pero yendo a la velocidad de la luz. La velocidad de crucero más alta que un ingenio humano a conseguido corresponde a las sondas Voyager, que han alcanzado los 172.000 kilómetros por hora. Parece mucho, pero es 6.300 veces menor que la de la luz. A esa velocidad, por tanto, suponiendo que pudiésemos construir una nave de cierto tamaño que albergase a los astronautas, tardaríamos más de 24.000 años en llegar a Proxima Centauri. Para aproximarnos a la velocidad de la luz, cada vez es necesario consumir más y más energía, y hoy en día no vislumbramos por ningún sitio de dónde podremos obtenerla.

Pero dado que este es un artículo en el que otorgamos a la especie humana la capacidad de salvar todos los retos tecnológicos a los que haga frente, vamos a suponer de nuevo que superamos el siguiente escalón de dificultades (este, objetivamente, muchísimo más complicado que el precedente). Es decir, imaginemos que podemos viajar a las estrellas con naves seguras y rápidas, que alcanzamos Proxima Centauri en unos pocos meses, o incluso en días (mecanismos para ello, más o menos esperanzadores, han sido propuestos a docenas por los escritores de ciencia-ficción), y que estrenamos la cualidad humana de entrar directamente y por vez primera en el cosmos más allá de nuestra parcela solar. ¿Qué nos depararía todo ello?.

Anhelos de viajes estelares (II)

Indudablemente, con la viabilidad de un viaje a través de las estrellas estaríamos a las puertas de un cambio tan radical que es muy difícil hacer una valoración equilibrada. Ante todo, y no como aspecto menos importante, está el hecho de abandonar la región del espacio conocido y penetrar en el espacio exterior; este acontecimiento marcará, no cabe duda, el futuro humano lejos del seno de la Tierra y de la familia solar. Una vez podamos dejar atrás el sistema que vio nacer la especie humana, seremos capaces de abarcar y explorar con el afán que nos caracteriza una extensión de espacio interestelar casi infinito. Cuando tengamos a punto la tecnología necesaria para hacerlo, no puedo ni siquiera imaginarme el placer que este sentimiento provocará en los primeros seres humanos destinados en misiones de reconocimiento de nuestros vecinos estelares. Personalmente, el encanto de ese instante ya merecería todos los esfuerzos.

Hay que tener en cuenta el marcado anhelo humano de este tipo de viajes por las estrellas; no hay cultura en nuestro planeta que no haya deseado poder explorar los otros soles que llenan en cielo durante la noche, todos tenemos un arraigado deseo de emancipación terrestre. Ese es, a mi parecer, otra de las claves de nuestra inteligencia y nuestro sello de especie prometedora; no nos conformamos con la bella Tierra, necesitamos llegar más lejos.

Me imagino cuál será la concepción que tendrán de sí mismos aquellos que vivan en directo la exploración de otro sistema solar, dentro de miles de años, posiblemente. Ser testigo de excepción del instante en que una nave interestelar humana, tras un largo viaje, sobrevuele nuevos mundos prometedores y deseosos de ser estudiados. Ser consciente de la maravilla que implica tal hazaña podría cambiar el devenir de la Humanidad, ser el principio de una transformación global de nuestro pensamiento y nuestras acciones para con nuestros hermanos en la Tierra. Porque, si al adentrarnos en el reino de las estrellas, nos percatamos de su enormidad y de las muchas diferencias que puede haber entre sus habitantes y nosotros, las propias diferencias humanas serán tan insignificantes que nadie las tendrá en cuenta. Los nacionalismos perderán todo su sentido, los chauvinismos propios de aquellos que sólo se contemplan a sí mismos desde una perspectiva local y se consideran distintos serán inadecuados y carentes de lógica en una humanidad que esté examinando otros mundos en busca de vida, tal vez inteligente, cuya esencia puede ser radicalmente extraña a la del hombre.

Otro aspecto positivo a tener en cuenta será, casi con total seguridad, que un viaje de tales características no podrá ser llevado a cabo por una sola nación. La cooperación internacional será obligada en este caso dada la magnitud de la empresa y los elevados costes que supondrá; nadie podrá, por tanto, aducir que será una odisea norteamericana, europea o japonesa. Muchos países aportarán su grano de arena, y por tanto estaremos ante una misión multinacional, arropada y estimulada por las ideas globales de la humanidad.

Los primeros viajes interestelares constituirán la base sobre la cual mejorar su eficiencia y su rentabilidad; hay que suponer que las primeras tentativas en este sentido no serán más que una prueba, una forma de coger experiencia para sucesivos vuelos espaciales más intrépidos y audaces. Estos viajes primerizos pueden servir para no cometer grandes errores, que puedan ser fatales, durante el transcurso de una misión tan larga.

Lo que podremos encontrar en una misión de este calibre está más allá de las especulaciones que ahora podamos hacer; recordemos que hablamos de centenares de años a partir de ahora, tal vez en el siglo XXIV o XXV. Pero si dentro de trescientos años hacemos realidad el viaje a Alfa Centauri, por ejemplo, es lógico pensar que primero analizaremos ese sistema en conjunto: número de componentes estelares, número de planetas, tipos, satélites, cinturones de asteroides, etc., y que sólo más tarde podremos intentar buscar vida en alguno de los mundos más satisfactorios, a priori. Quizá no tengamos suerte, y el sistema sea estéril, o posiblemente encontremos varios lugares en donde la vida ya se halla desarrollado. Quién sabe.

La búsqueda de vida fuera de nuestro Sistema Solar lleva oculto, sólo a medias, el anhelo más intenso aún de hallar otras civilizaciones como la nuestra. No es probable que Alfa Centauri albergue en alguno de sus planetas una inteligencia similar a la humana, pero no es descabellado pensar que tal vez sí las haya más allá. Alfa Centauri, por lógica, será uno de los primeros sistemas solares a explorar, pero pronto se le sumarán muchos otros. La expansión humana por el espacio interestelar será lenta aunque continua, y no cabe duda de que el ansiado momento del contacto con otra civilización, el hito más importante de la historia de nuestra especie, llegará tarde o temprano.

Con el tiempo, la Humanidad se convertirá en una nación galáctica, colonizará nuevos mundos y entrará a formar parte del conjunto de culturas cósmicas repartidas por los brazos espirales de la Vía Láctea. En sus ya avanzados sistemas de exploración, los viajes de estrella en estrella serán corrientes y tendrán un carácter doméstico; iremos de un sistema solar a otro con la misma facilidad y rapidez que ahora nos desplazamos entre dos ciudades importantes de nuestro país. Los contactos con otras civilizaciones nos aportarán la necesaria humildad para respetar a cualquier forma de vida, inteligente o no, que encontremos en los mundos que exploremos, porque para entonces seremos conscientes del escaso valor de nuestra propia especie en el contexto cósmico. Tal vez aprendamos de otras culturas nuevas formas, más rápidas y seguras aún, de viajar por el gas y polvo de la Vía Láctea, y pasado un tiempo (quizá millones de años), estaremos en condiciones de escapar de sus límites (figura 3). Es posible que las demás galaxias constituyan el siguiente paso exploratorio, otro reto aún más apasionante para nuestra especie.

En este panorama, la Humanidad estará tan difuminada por la Galaxia que nadie podrá considerarse realmente humano. Las influencias que habrá recibido, tanto culturales como biológicas, diversificarán la especie que tuvo su cuna en la Tierra de tal manera que excede a nuestra imaginación. Y entonces, posiblemente, como escribía Isaac Asimov en uno de sus libros de la serie Fundación, alguien empiece la búsqueda del planeta originario de la Humanidad, para encontrar a quienes sean los descendientes directos de aquellos que, millones de años atrás, decidieron entrar en contacto con el Universo y formar parte, tras unos titubeantes inicios, de los verdaderos habitantes del Cosmos.

11 de marzo de 2006

Fuegos (dentro y fuera)

Hoy, aunque no sea el día de la "Cremà", por poco nos quemamos. Un incendio de grandes dimensiones (920 hectáreas, hasta ahora) ha calcinado los montes que se yerguen sobre Gandía, arrasando bosque bajo y algunos pinares, incluidas ciertas zonas en donde suelo caminar, perdido entre pensamientos y vaguedades. Ahora tan sólo podré ir allí a admirar el triste panorama de una región otrora fascinante, y convertida a partir de hoy (seguramente gracias a unos desgraciados hijos de puta, aunque no hay confirmación hasta el momento), en cenizas y negras ruinas.

Pocas cosas me producen ira, pero que me destrocen la montaña, el único recurso entre la urbe para aligerar peso mental y refrescar el cuerpo, genera en mí una rabia infinitas. Me gustaría tener delante de mí a los cabrones que han cometido semejante 'asesinato'; les haría probar su propia medicina, colocándoles durante unos instantes entre las llamas, para que de esa manera sintieran en su misma carne lo que significa quemar y ser quemado. Porque cuando estos energúmenos carroñeros queman el bosque, también me queman a mí; cuando pisotean el bosque, me pisotean a mí; y cuando llenan de mierda los merenderos y los senderos, están llenando de mierda mi disfrute, y eso no lo consiento.

Hay que cambiar las leyes; quien roba mil euros para comprarse comida (o algo de vino y unos cigarros), sólo hace daño a quien pertenecen esos mil euros. Y además ese robo cumple cierta función social. Pero quien quema el bosque, como los cobardes y estúpidos perreros que han actuado hoy aquí cerca, lo quema para que nadie lo disfrute, para que no sirva de instrumento de bien común, sino de espacio inútil. Y, además, lo hace sin motivo alguno, sin dar utilidad posible a su acción. De modo que lo lógico sería encerrar a tales miserables en celdas estrechas, de por vida, de modo que sólo pudiesen crear fuego en sus estúpidas y acomplejadas imaginaciones infantiles.

La Safor arde, y lo peor es que los responsables, en breve, podrán volver a hacerlo libremente en otro lugar. Estoy tristemente seguro de ello. Me han robado mi libertad, con los matorrales y pinos ha ardido también mi independencia, y todo ha sido, de nuevo, culpa de "ellos". Empiezo a cansarme, me están jodiendo demasiado. A veces la rabia y la ira no pueden contenerse como uno quisiera.

Ay, si supiera quiénes son y dónde viven... .

8 de marzo de 2006

Volando por el camino desmarcado

Arrapo tiempo para salir a flote en el mar de la ocupación constante y así poder dedicar unos minutos al blog, al que tan poca atención presto últimamente. No es por gusto. Pero, de momento, no hay otra.

Mientras Dylan sugiere, con voz nasal y guitarra eterna, que la respuesta a las grandes preguntas está flotando ante nuestras narices, yo echo hoy la vista atrás y recuerdo, como quien no quiere hacerlo, ese extraño periodo llamado 1998, un año en que cambió radicalmente gran parte de mi vida. Y en muchos sentidos.

Uno de ellos fue consecuencia del paso por una de esas catedrales del trabajo, enorme y angustiosa, que se llama fábrica. Apenas 18 años y, de repente, lanzado a los leones, a la vida dura, tras una existencia plácida, despreocupada y holgazana. No resultó fácil. Era un mundo nuevo, tan agresivo como estéril, tan lleno de malas sensaciones como de escasos momentos de felicidad. Unos lo hicieron fácil, otros te hicieron la vida imposible.

Bien. Lo intenté. Estuve allí dos meses infinitos, de los que guardo en la memoria, incomprensiblemente, casi todos los días que trabajé de 6 de la mañana a 2 de la tarde y de 2 de la tarde a 10 de la noche. Fueron días de octubre y noviembre, fríos, indiferentes, secos de espíritu, pero que abrieron los ojos del hermitaño.

Ahora me viene a la memoria un hecho al que en ese momento no dí importancia, pero que se reveló capital con el tiempo; una mañana, haría un par de días que había empezado en la fábrica, se me amontonaba el trabajo. Yo iba con la lengua fuera, exhausto, sin detenerme un instante, pura energía juvenil. Al ver venir al capataz creí, en mi ingenuidad, que me aconsejaría no tomarme las cosas con tan agobio e ir con más tranquilidad, sin que el sudor llegara a convertirse en ríos de agua salada. Cuando llegó a mi lado me miró, hizo un gesto negativo con la cabeza y gritó a uno de los que estaban por allí: "Eh, tú, ayuda a este, que va lento".

Ahí comprendí que no encajaba, que nunca podría estar a gusto en una fábrica, por muchos billetes que ganase o muchas amistades que hiciera. Yo iba al máximo de mí mismo, superando mis propios límites, y resulta que me encontraba muy lejos de lo que era normal y útil allí.

Llegó un día en el que todo terminó. Me dijeron que en esas semanas el trabajo era escaso y que no hacía falta personal (falso: acababan de contratar a cuatro chicos jóvenes, a los que, como a mí, las empresas de trabajo temporal usurparían medio jornal). Me vino bien; volví a estudiar, entendí lo que significa trabajar, me hice la promesa de no regresar jamás a una fábrica (antes, mendigo) y leí, escribí y medité como antes jamás había soñado. Fue el cambio que necesitaba para mejorar, el escollo que, una vez superado, cobra nueva importancia y te permite elevarte por entre la mediocridad y la superficialidad.

Lo mejor de esos 60 días fue que aprendí mucho; no de herrajes, maderas y máquinas ruidosas, sino el aprendizaje que te lleva con el tiempo a hacer de tí alguien que antes no existía, el aprendizaje que provoca en ti anhelos, estímulos y esperanzas. Fue una experiencia que a los 18 años ves como un coñazo, una obligación obligada por el fracaso escolar. A los 26 lo ves de forma absolutamente diferente; fue la chispa que hacía falta para que prendiese la llama de la vida verdadera, la luz que guió todo lo posterior, y el conocimiento que abrió la puerta al camino desmarcado, el que pocos siguen, el que te hace ser tú mismo.

Seguramente, sin esas jornadas en la catedral del trabajo hoy no habría escrito este post y nada parecido a un hermitaño cósmico habitaría por las redes de la información virtual. Quizá si el capataz, en lugar de decirme lo que dijo me hubiese ayudado él mismo, tranquilizándome en vez de agobiarme aún más, es posible que seguira allí, entre maderos, serrín y grandes máquinas embaladoras.

Te debo la vida, imbécil.

3 de marzo de 2006

Tomás Moro, 500 años después

Desterrad del país estas plagas nefastas. Ordenad que quienes destruyeron pueblos y alquerías los vuelvan a edificar o los cedan a los que quieran explotar las tierras o reconstruir las casas. Frenad esas compras que hacen los ricos creando nuevos monopolios. ¡Sean cada día menos los que viven en la ociosidad; que se vuelvan a cultivar los campos, y que vuelva a florecer la industria de la lana! Sólo así volverán a ser útiles toda esa chusma que la necesidad ha convertido en ladrones o que andan como criados o pordioseros a punto de convertirse también en futuros ladrones. Si no se atajan estos males es inútil gloriarse de ejercer justicia con la represión del robo, pues resultará más engañosa que justa y provechosa.

Porque, decidme: si dejáis que sean mal educados y corrompidos en sus costumbres desde niños, para castigarlos ya de hombres, por los delitos que ya desde su infancia se preveía tendrían lugar, ¿qué otra cosa hacéis más que engendrar ladrones para después castigarlos?


Estas palabras cumplirán medio milenio dentro de diez años. Pero el problema persiste. La educación general es pésima, escasa la voluntad por parte de los gobiernos en formar y edificar a las personas. Y, estas mismas, hinchadas de pereza y ociosidad, se pudren en los sillones mientras ven pasar el tiempo. ¿No es triste estar dotado de inteligencia y conciencia y mantener y engordar una vida superficial y alejada de cualquier estímulo intelectual o cultural? Y, ¿quién tiene la responsabilidad en esto? ¿Nosotros mismos, ahogados en el materialismo doméstico de la comodidad diaria, o la sociedad actual, que nos dirige y manipula a su antojo para que así no dedicamos nuestros esfuerzos en mejorar nuestra existencia, sino tan sólo en pagar letras, conseguir un coche más caro y gozar de placeres efímeros y fútiles?

De modo que, tras dejar penetrarnos con facilidad, resulta que ahora los ladrones no somos nosotros, sino la misma sociedad. Ella es la que nos roba, la que aliena esto llamado vida. Gracias a ella todo es más complejo, más absurdo, más alejado de la esencia verdadera. El monstruo quiere comernos. Algunos ya han sido engullidos, y ni siquiera lo saben. Dentro de la apacible existencia social algo carcome los cimientos de la humanidad. Y lo peor es que estamos dispuestos a dejar que nos devoren.