Arrapo tiempo para salir a flote en el mar de la ocupación constante y así poder dedicar unos minutos al blog, al que tan poca atención presto últimamente. No es por gusto. Pero, de momento, no hay otra.
Mientras Dylan sugiere, con voz nasal y guitarra eterna, que la respuesta a las grandes preguntas está flotando ante nuestras narices, yo echo hoy la vista atrás y recuerdo, como quien no quiere hacerlo, ese extraño periodo llamado 1998, un año en que cambió radicalmente gran parte de mi vida. Y en muchos sentidos.
Uno de ellos fue consecuencia del paso por una de esas catedrales del trabajo, enorme y angustiosa, que se llama fábrica. Apenas 18 años y, de repente, lanzado a los leones, a la vida dura, tras una existencia plácida, despreocupada y holgazana. No resultó fácil. Era un mundo nuevo, tan agresivo como estéril, tan lleno de malas sensaciones como de escasos momentos de felicidad. Unos lo hicieron fácil, otros te hicieron la vida imposible.
Bien. Lo intenté. Estuve allí dos meses infinitos, de los que guardo en la memoria, incomprensiblemente, casi todos los días que trabajé de 6 de la mañana a 2 de la tarde y de 2 de la tarde a 10 de la noche. Fueron días de octubre y noviembre, fríos, indiferentes, secos de espíritu, pero que abrieron los ojos del hermitaño.
Ahora me viene a la memoria un hecho al que en ese momento no dí importancia, pero que se reveló capital con el tiempo; una mañana, haría un par de días que había empezado en la fábrica, se me amontonaba el trabajo. Yo iba con la lengua fuera, exhausto, sin detenerme un instante, pura energía juvenil. Al ver venir al capataz creí, en mi ingenuidad, que me aconsejaría no tomarme las cosas con tan agobio e ir con más tranquilidad, sin que el sudor llegara a convertirse en ríos de agua salada. Cuando llegó a mi lado me miró, hizo un gesto negativo con la cabeza y gritó a uno de los que estaban por allí: "Eh, tú, ayuda a este, que va lento".
Ahí comprendí que no encajaba, que nunca podría estar a gusto en una fábrica, por muchos billetes que ganase o muchas amistades que hiciera. Yo iba al máximo de mí mismo, superando mis propios límites, y resulta que me encontraba muy lejos de lo que era normal y útil allí.
Llegó un día en el que todo terminó. Me dijeron que en esas semanas el trabajo era escaso y que no hacía falta personal (falso: acababan de contratar a cuatro chicos jóvenes, a los que, como a mí, las empresas de trabajo temporal usurparían medio jornal). Me vino bien; volví a estudiar, entendí lo que significa trabajar, me hice la promesa de no regresar jamás a una fábrica (antes, mendigo) y leí, escribí y medité como antes jamás había soñado. Fue el cambio que necesitaba para mejorar, el escollo que, una vez superado, cobra nueva importancia y te permite elevarte por entre la mediocridad y la superficialidad.
Lo mejor de esos 60 días fue que aprendí mucho; no de herrajes, maderas y máquinas ruidosas, sino el aprendizaje que te lleva con el tiempo a hacer de tí alguien que antes no existía, el aprendizaje que provoca en ti anhelos, estímulos y esperanzas. Fue una experiencia que a los 18 años ves como un coñazo, una obligación obligada por el fracaso escolar. A los 26 lo ves de forma absolutamente diferente; fue la chispa que hacía falta para que prendiese la llama de la vida verdadera, la luz que guió todo lo posterior, y el conocimiento que abrió la puerta al camino desmarcado, el que pocos siguen, el que te hace ser tú mismo.
Seguramente, sin esas jornadas en la catedral del trabajo hoy no habría escrito este post y nada parecido a un hermitaño cósmico habitaría por las redes de la información virtual. Quizá si el capataz, en lugar de decirme lo que dijo me hubiese ayudado él mismo, tranquilizándome en vez de agobiarme aún más, es posible que seguira allí, entre maderos, serrín y grandes máquinas embaladoras.
Te debo la vida, imbécil.
1 comentario:
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