2 de febrero de 2007

La furia (el sueño destruido)





















Uno, como ya he dicho muchas veces (y resulta obvio con sólo examinarnos a nosotros mismos) vive su existencia rodeado de sueños. Sabemos que unos no se cumplirán; de otros albergamos más esperanzas, aunque aceptemos su dificil resolución. Y hay otros que parecen hacerse realidad casi sin proponérnoslos.

En mi caso, el sueño que había estado merodeando en mi interior, cuya fuerza me había instado a romper con mi sosegada vida, cuyo ímpetu me había lanzado a trabajar (algo impensable hasta que vi factible hacerlo realidad), ha quedado reducido a cenizas, desintegrado por una estúpida y maldita ley que tan sólo aspira a saquear nuestras maltrechas economías personales.

Vivo con tanta austeridad y lo que anhelo (anhelaba...) cuesta tan poco que todo euro que pesco es casi como un tesoro. Nadie puede comprender esto si su vida se concreta en echar mano constante de la tarjeta de crédito o parar esa misma mano ante papá cada vez que desea salir de marcha o hacerse tal o cual capricho. No soy un currante (jamás llegaré a ese extremo, entendiendo la vida como un mancillar constante de trabajo desencajado), pero tras el esfuerzo realizado en dos veranos y viendo en sueño al sueño (redundancia obligatoria) materializarse ante mí, estaba razonablemente convencido de que el momento cumbre había llegado.

Tras unos días en que los exámenes, casi como espadas cruzadas, me impedían moverme del sitio, pensaba hacer un viaje a Alemania y adquirir, por fin, mi casa rodante. Era ése el plan, sencillo, directo, sin complicaciones, y a partir de entonces vivir como jamás había soñado. Ése era el plan, en efecto, pero unas noticias vertidas en mi correo (por un aliado en lo que ahora se ha convertido en una especie de guerra contra la avaricia y el afán de lucro de ciertas entidades gubernamentales) lo hicieron saltar en pedazos. Resultaba que no, que no era posible que un tipo como yo, ingenuo, inocente, incapaz de hacer daño más que a sí mismo y dotado de espíritu pacífico, pudiese dar forma real a su sueño. Debía no sólo cumplir con los trámites legales, papeleos interminables y otras lindezas tan habituales en estas gestiones burocráticas, sino que además, en un alarde de solidaridad y buen talante, para poder traer aquí, a España, a mi tan sentida y esperada autocaravana, era obligatorio desembolsar una cantidad casi igual al coste del propio vehículo. Esto es así porque: 1º, me prohíben comprar más allá de cierta antigüedad; 2º, me obligan a pagar un impuesto de homologación disparatado (cerca de 2.000 euros...) y, 3º, exigen el pago a Hacienda de una cantidad próxima al 15% del valor total. Es decir, que lo que en principio podía suponer un gasto de 1, ahora se multiplica por dos... .

Una ley tal, propuesta, aceptada y puesta en marcha en un tiempo récord, no puede deberse más que al instinto carroñero de las instituciones tributarias, que han visto el negocio existente en este tipo de compra-venta y quieren su trozo de pastel. Han visto que en ese sector se mueve dinero, hay beneficios, y se les hace la boca agua tan sólo con imaginarse el bote a fin de año. Y yo lo comprendería si se aplicara a ciertas carteras con varios ceros en la cuenta corriente; podría incluso hasta yo mismo aceptarlo si mi caso fuese el de un tipo al quien lo mismo da 20 que 22. Pero, claro, hecha la ley hecha la trampa; y, de paso, que paguen justos (y pobres) por pecadores (y ricos).

Es surrealista que hace unos días estuviese ya analizando los modelos finalistas, viendo los billetes de avión más baratos e imaginando cómo sería el viaje de vuelta, y que en un tris se eche a perder toda la ilusión y todo el placer que suponía hacer realidad el sueño. Pero si se debiera a mi inoperancia, a mi ignorancia o a cualquier otro aspecto cuya resolución de mí dependiera, entonces no habría problema alguno. La putada, el roto que ha supuesto la entrada en vigor de esa miserable ley, es que ya no depende de mí, que no es algo a superar por mí mismo (como sí lo era hasta ahora). Esto es algo que se me impone desde fuera, cuyo nacimiento viene a complicar la vida del austero dificultándole el cumplir sus sueños.

Estamos viviendo no en un mundo, sino en una jungla; la jungla del matar o ser devorado, la jungla de impedir que el contrario sea más feliz, más completo. Pero no es ya lo triste que seamos nosotros quienes nos lo hagamos dificil, sino que la propia sociedad, la que a priori vela por los intereses de los ciudadanos, la que nos debe ayudar a alcanzar aquella felicidad o a desarrollar la que ya poseemos, es triste que sea la sociedad, digo, la que acabe quemando y destruyendo los ideales, que no cumpla con su parte del trato y que ofenda y humille la libertad y la independencia que todos nosotros debemos tener.

En esta jungla sólo cuenta el billete, la cartera y la cuenta bancaria. Claro que eso ya se sabía, no es noticia de hoy. Pero para mí sí es noticia de hoy darme cuenta de que la lucha debe encarnizarse, porque nadie (de los arriba situados) para su puta mano en tu ayuda. Ellos van a hacer daño, van a querer más y más, ahogando, estrujando y asfixiando libertades, tan sólo en su propio beneficio. Uno no puede vivir en paz y armonía en un mundo dominado por pasiones bancarias, no puede hacer su vida sin ser obstaculizado de continuo. Sólo queda, me decía un amigo, ser más rápido que ellos, actuar con prontitud, dar vida al "carpe diem" y olvidarse de hacer planes de futuro, porque lo más seguro es que, ellos, te lo acaben matando.

Quizá tenga razón, pero de una cosa estoy seguro, y es que debo cumplir mi sueño. Tendré, seguramente, que pasar por encima de ellos, tal vez olvidándome del respeto a la ley, posiblemente haciéndoles tanto daño como ellos me lo están haciendo a mí, tal vez con la misma saña y fuerza por mi libertad que ellos emplean, no en dar una vida mejor a los ciudadanos, sino en oprimir un poco más la soga en torno a sus cuellos.

Estoy dispuesto a dar guerra, aunque sea el único del bando, porque a quienes matan los sueños, quienes lapidan las ilusiones de la gente con el fin de aumentar sus arcas, no deben tener otro destino que un lento agonizar, viendo cómo los carroñeros les arrancan los miembros y cómo hacen trizas sus deseos, esos deseos que, convertidos ya para siempre en polvo, alguna vez también tuvieron otros, a quienes en su momento ignoraron y despreciaron.

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