26 de junio de 2007

En la calle lluviosa, un día cualquiera



En el pavimento recién asfaltado la lluvia caía con fuerza. Las gotas, que repicaban en los techos y tejados metálicos, se oían como piedras lanzadas desde el cielo. En ese momento la calle, otrora dominada por una comunión de rostros y cuerpos a la búsqueda de una estrella hoy olvidada, parece muerta; nadie la usa, nadie se atreve a transitar por ella. Mas, por las obligaciones, al fin aparece alguien.
Es una chica, veinteañera, con un buen físico e impecablemente vestida. Maquillada y cuidando hasta el más mínimo detalle de su atuendo, se apresura a refugiarse del diluvio, y lo hace justo delante mío. Se detiene y extrae de su bolso un móvil, con el que juguetea e intenta matar el tiempo hasta que la lluvia conceda una tregua. Entretanto, un viejo con aspecto desaliñado se acerca con paso lento hacia ella. Es, para ella, todo un espectáculo: cubierto por un chubasquero que parece de papel, acarrea a su espalda un par de bolsas de plástico, además de otros bártulos no identificados, que se funden casi en su figura diminuta y arrugada. Con una gorra gastada, se arrastra calzado con unas chanclas de euro, pero si hay algo que destaca en él son sus calcetines, grandes y estirados al máximo, que a esas alturas ya deben estar algo mohosos.
La chica mira al viejo, primero con sorpresa, luego frunciendo el ceño, y por último divertida. Le divierte tanto la visión del viejo que coge su móvil último modelo, y le brinda una instantánea, para inmortalizar el paso bajo la lluvia de un personaje tan pintoresco; en su mirada puedo percibir que parece observar al hombre como si fuera un pobre desgraciado, como si estuviera perdido en el mundo y su propio mundo se limitara a ir a pescar todas las mañanas, provisto de chanclas baratas y calcetines. Noto cierta condescendencia en la mirada, cierta lástima e incluso pena. La chica debe pensar "qué futuro tan gris tiene ese pobre hombre, si es que viviendo de esa manera tiene algún futuro". Al poco viene un coche deportivo recién estrenado; ella le hace una señal con la mano, el vehículo se detiene y la chica se introduce en él.
Justo en ese momento, extraigo yo de la mochila mi móvil (imaginario) y, mirándola, asqueándome y por último divirtiéndome, divirtiéndome tanto, le brindo a mi vez una instantánea (igualmente imaginaria). Y, entonces, pienso: "qué futuro tan negro tiene esa pobre muchacha, si es que viviendo de esa manera tiene algún futuro".
Mientras, el hombre de las chanclas con calcetines atraviesa la calle y se dirige al puerto, indiferente a lo que una mojigata pueda pensar de él, o para el caso, lo que piense de él el mismo universo. Una de las definiciones de felicidad, quizá la más certera, es que se trata de ese estado en el que uno ya no ansía nada más, que se siente satisfecho con lo alcanzado y no abriga deseos de llegar más lejos o más alto, no porque no sea posible, sino porque no va a reportar nada que no poseas ya. A nivel material, la felicidad debe llegar pronto; de lo contrario, uno corre el riesgo de ser esclavizado. Eso parecía ignorarlo la chica del deportivo, pero no el hombre encorvado que, unos instantes después, desaparece en un mar de cortinas de agua.

21 de junio de 2007

Hibernación



Al contrario que las demás especies, en mi caso hibierno en verano. Es ahora, y no en los rigores invernales, cuando estoy bajo mínimos y la actividad se limita a la simple supervivencia. Quedo, pues, a la espera de lo que el transcurrir de los días otorgue, mientras llega mi momento de regreso, al término del verano.

Y, como sucede tras cada hibernación, la vuelta a la vida es mejor, mayor y más profunda. Aunque el letargo sea prolongado, tras él vendrá la catarsis.

12 de junio de 2007

La cárcel



Siempre he creído que, pese al carácter abierto, solidario, amistoso y bienintencionado de una sociedad como la nuestra, que semeja dar cobijo, respeto y amor a todos sus integrantes, en realidad vivo (vivimos) en una gran penitenciaria, donde estamos cautivos.

Nuestras casas son celdas, nuestros trabajos son las actividades forzadas a las que nos someten a diario para lavar los actos denigrantes que otros han cometido.

Salimos a dar paseos desentumecedores (algunos lo llamarían ir de vacaciones), pero al poco regresamos al presidio, para proseguir, atados y cohibidos, nuestras vidas de ilusioria libertad.

Nos ofrecen algunos regalos, como un paquete de cigarrillos, libros para quien sepa leer, e incluso, si eres alguien importante, un retrete en condiciones higiénicas (algunos pensarían en coches, riquezas y un buen cúmulo de gente a la que llamar cuando te sientes sólo).

Allí (es decir, aquí) no existe el individuo, sólo el grupo de reclusos. La individualidad se diluye en el mar de la masa, y uno pierde su identidad. Se forman guetos, los diferentes se marginan, el yo se escinde y desaparece. Emerson hablaba de la cárcel (quiero decir, de la sociedad) como algo que es "en todos los sitios, una conspiración contra la personalidad de cada uno de sus miembros".

La mayoría permanece de por vida en esas mazmorras, las catacumbas de la humanidad; otros aguardan impacientes, a la espera de ser corregidos y devueltos a la sociedad. La única diferencia entre esa cárcel y ésta, en la que nacemos y morimos, es que aquí nadie nos dice que si nos portamos bien, si cumplimos las normas, seremos liberados.

Eso es, sin duda, lo peor de vivir en esta prisión, colmada de buenas intenciones, de promesas y de esperanzas, pero hueca de la humanidad que se le supone: si seguimos en ella, si no escapamos, el cautiverio no tendrá fin, seremos prisioneros de por vida.

2 de junio de 2007

La fatalidad del desubicado

Lo intento, pero no lo consigo. Se supone que es algo sencillo: coger unos libros, leerlos, sacar su jugo, luego plasmarlo en una hoja de papel, y esperar un resultado acorde con tu esfuerzo. Pero no soy capaz.

Cuando sigo el método me hastío, el aburrimiento es excesivo, y aunque los resultados son buenos, generalmente, obtenerlos así carece de todo valor; es como escribir un libro dictado por otro, o como pintar en un lienzo vacío, siguiendo una mano que no es la tuya. Si, por el contrario, dejo que sea mi voluntad la que mande, la que me guíe según sus deseos, complaciendo una sed de saber que no está marcada por nada ni nadie, que se satisface a cada paso, desconociendo qué vendrá después, entonces los resultados son malos, malísimos, o bien no superan el corte necesario.

Hablo de exámenes, claro. En todo caso, haga lo que haga, hay desilusión, porque o bien no me gusto por lo que hago, o bien no me gusto porque no cumplo ciertas expectativas. Lo veo como una fatalidad, porque no importa lo que elijas, siempre acabas perdiendo. La disyuntiva es clara, y no permite errores: o te marcas la dirección a seguir, por tí mismo, o bien dejas que otros la elijan por tí.

Quizá he hecho mal empezando un camino de cinco años de aprendizaje perfectamente estructurado, perfectamente modulado año a año, perfectamente marcado. Porque nunca he sido un buen estudiante, ni creo que lo sea jamás. Yo sólo sé que me gusta aprender, pero no según lo que toque cada semana, sino lo que nazca de mí a cada instante. Así que puede que lo mejor sea desistir, buscar una alternativa que no suponga el hastío de un '¿qué toca hoy?', y sí el '¿qué deseo saber hoy?'.

No superaré el corte, no cumpliré expectativas, no superaré cursos y no satisfaceré a quienes me rodean, porque habré vuelto a fracasar. Y sin embargo, será un fracaso dulce, como el que vivimos cuando dejamos un trabajo que no nos hacía humanos, o cuando decimos adiós a alguien con cuya compañía nos sentíamos solos. Es el fracaso que, a la larga y cuando menos te lo esperas, lleva al éxito.