27 de abril de 2010

McDonald's y yo



Cosa hará de un mes cuando, mientras merendaba en casa tranquilamente, sonó el teléfono y, tras unos instantes en los que no le hice el menor caso (no suelo contestar, a no ser que espere una llamada relevante) fui a cogerlo a regañadientes, muy irritado por la interrupción. Oí la voz de una joven que me pedía unos minutos para contestar una encuesta, y me disponía a colgar de inmediato, pero dijo no sé qué sobre McDonald’s y yo, ingenuo, creyendo que aquello sería una especie de estudio de opinión ecologista sobre las formas y comportamientos de aquella multinacional –momento, pues, ideal para descargar mis iras contra ella, meter un poco de cizaña–, acepté y me dispuse a soportar esa voz femenina que recitaba las preguntas estereotipadas y uniformadas.

Le advertí a la chica (y es cierto) que yo jamás había entrado en un restaurante de comida rápida, ni mucho menos en un McDonald’s; y le aconsejé que sería mejor mi hermana para tales menesteres, porque ella sí es una usual consumidora de la comida rápida y con ella tendría, pues, una opinión mucho más veraz y ajustada a la realidad. Pero la del teléfono me aseguró que ya tenían la valoración de mujeres en aquella edad y situación, y que, en cambio, les faltaba la de un varón entre 25 y 35 años, y que yo encajaba en ese perfil (aquello fue un insulto en toda mi cara, pues siempre he odiado “encajar en los perfiles”, del tipo que sean...).

Tras las cuestiones más preliminares e insulsas (“¿le parece correcto el nivel de limpieza en los restaurantes?”, “¿cree que la atención al cliente es la adecuada?”, etc.), en las que respondí con cierta indiferencia, pues era algo de lo que no tenía la menor idea, llegaron las de contenido, digamos, ético y nutricional (“¿cree que McDonald’s trata bien a sus empleados?”, “¿opina que la carne empleaba en los productos de McDonald’s es cien por cien vacuno?”, “¿le parece que la calidad de los productos de McDonald’s es la mejor posible?”), unidas a otras más polémicas y casi como de chiste (“¿cree que con la alimentación que McDonald’s ofrece se favorece un tipo de vida saludable?”, "¿le parece adecuada la publicidad que realiza McDonald’s de sus productos?”), que contesté en un tono bastante agrio y despectivo.

Cuando no tenía muy clara la respuesta, le hacía ver a la telefonista que no sabía objetivamente cómo era en realidad un establecimiento de aquellos, que desconocía el sabor de sus productos, la higiene de los váteres, si la sonrisa de sus contratados era sincera o falsa, o si empleaban aceite o no para preparar las hamburguesas... pero ella desdeñaba mis dudas y me apremiaba, diciendo solamente... “Ya, pero entonces, ¿qué anoto?”.

Mis vacilaciones fueron en aumento cuando, al final de la encuesta, empezó a hacer preguntas falsas y con obvia mala intención. Una de ellas decía: “¿Sabe usted que McDonald’s realiza programas de nutrición saludable para niños?”; otra decía: “¿sabe que la carne que emplea la empresa se obtiene en granjas y fábricas ecológicamente respetuosas y que sus prácticas no dañan en absoluto al medio ambiente?”. Pero... ¿cómo coño voy a saber yo eso? Es más: ¿cómo sé yo que eso que dicen es cierto? ¿Quién me lo asegura? Si un maldito papel impreso dice que McDonald’s no daña la selva con sus instalaciones ganaderas ni que tala árboles tropicales para confeccionar sus envases, ¿voy a creérmelo? Pero, claro, si respondes que no lo sabías entonces quedas como un idiota, porque has realizado afirmaciones sin conocer esas grandes verdades que ellos sostienen; y si dices que sí lo sabías entonces te contradices con lo que antes habías sostenido (siempre, desde luego, que hubieras dicho algo en contra de la empresa).

Ahí estaba la trampa, por supuesto. Eran preguntas falsas, y ante ellas, nada se puede hacer. Yo me quejé a la tipa del teléfono, protestando porque no podía contestar a las mismas sin información más veraz acerca de las actuaciones de McDonald’s, o sin que tales afirmaciones fueran corroboradas por algún organismo gubernamental o independiente. Pero a ella, a la que seguía preguntando por teléfono, aquello le importaba una mierda: sólo quería cerrar la encuesta, dar por terminada la sesión y rellenar el perfil con mis “respuestas”. Debió repetirme unas cien veces “Ya, pero, entonces, ¿qué anoto?”. Me hubiese gustado decirle que podía anotar lo que le saliera de sus más profundos agujeros, que podía anotar que todo era una asquerosa farsa, una puñetera patraña, y que el puto McDonald’s me debía veinticuatro minutos de tiempo, echados a perder por mi tonta inocencia y por su desfachatez al tratar de engañar, embaucar y querer volvernos imbéciles a todos. Cuando la tipa dejó de hablar y volví a mis avellanas, quería ir con una maza al McDonald’s más próximo y hacerlo pedazos...

Unos días más tarde otro telefonista me llamó para conocer mis gustos radiofónicos. Acepté, aún no sé por qué. Le informé de que sólo escuchaba Radio Nacional de España y Radio Clásica; y, al poco, cuando empecé a oír preguntas algo ambiguas y turbias y quise dejar constancia de mi desacuerdo, el del otro hilo me dijo: “Entiendo, señor, pero es que yo debo anotar algo aquí”. Entonces, sin dudarlo, colgué.

Y, sí, me sentí mucho mejor.

19 de abril de 2010

El hombre ensimismado (o auténtico)

El siguiente texto de Ortega y Gasset debería, a mi juicio, estar enmarcado en la pared de toda aula, de todo colegio, de toda universidad, e incluso en cada casa de este mundo. Sólo siguiéndolo llegaremos a edificar una sociedad capaz de vanagloriarse de sus miembros, y no de ser, éstos, meros autómatas proclives a la opinión común, al gusto de la mayoría, a la tendencia de la masa, y al destino ordinario y plano que la misma les reserva:

"No hay otro modo de ser efectivamente lo que se es que ensimismándose; esto es, antes de opinar o actuar sobre algo detenerse un instante y, en vez de hacer cualquier cosa o pensar lo primero que viene a las mientes, ponerse rigurosamente de acuerdo consigo mismo, esto es, entrar en sí mismo, quedarse sólo y decidir qué acción o qué opinión entre las muchas posibles es de verdad la nuestra. Ensimismarse es lo contrario que vivir atropellado -en que son las cosas del contorno quienes deciden nuestro hacer, nos empujan mecánicamente a esto o a lo otro, nos llevan al estricote-. El hombre que es sí mismo, que está ensimismado, es el que está siempre sobre sí, por tanto, que no se suelta de la mano, que no se deja escapar y no tolera que su ser se enajene, se convierta en otro que no es él.

Lo contrario de ser sí mismo, de la autenticidad, del estar siempre dentro de sí, es el estar fuera de sí, lejos de sí... La voz castellana "otro" viene de la latina
alter. Pues bien, lo contrario de ser sí mismo es alterarse, atropellarse. Y lo otro que yo, es cuanto me rodea: el mundo físico -pero también el mundo de los otros hombres, el mundo social. Si permito que las cosas en torno o las opiniones de los demás me arrastren, dejo de ser yo mismo y padezco alteración. El hombre alterado y fuera de sí ha perdido su autenticidad, y vive una vida falsa...


Ahora bien, con enorme frecuencia... nos hemos abandonado a los otros y vivimos en alteración, en perpetua estafa de nosotros mismos. Tenemos miedo a nuestra vida que es soledad y huimos de ella, de su auténtica realidad, del esfuerzo que reclama, y escamoteamos nuestro auténtico ser por el de los otros, por la sociedad. Pero esta sociedad no es la compañía efectiva...: esta sociedad a la que me entrego implica que previamente he renunciado a mi soledad, que me he embotado y cegado para ella, que huyo de ella y de mí mismo para hacerme 'los otros'" .

José Ortega y Gasset, "En torno a Galileo", Alianza Editorial, p. 93-94.

9 de abril de 2010

Fauna del Camino



Para los andariegos de corte solitario, los vagabundos de calles, caminos y zanjas olvidadas que en ocasiones pasan todo un día sin abrir la boca, o sin compartir con otra alma las vicisitudes vitales, la visión esporádica y fugaz de otros que frecuentan el mismo paso puede llegar a ser, con el tiempo, motivo de alegría interior. Tal visión complace por hacer coincidir en tu trayecto a esos extraños con quienes te comunicas con tan sólo un ligero movimiento de cejas, una breve inclinación de cabeza o un gesto con la mano, o, si el encuentro ya es habitual, un “hola” o un “buenas”.

No son amigos, en realidad; pero sientes, a la larga, afecto por ellos. No son conocidos, de hecho; pero percibes algo que los hace familiares. No transmiten conocimiento ni saber alguno, desde luego; pero gracias a su encuentro descubres cómo son, cómo valoran ese tenue contacto, e incluso por qué circulan por allí, la misma senda que tu hoyas a diario. Y todo ello sin mediar apenas palabra alguna. Los que tienen a su vera fuentes de habladuría continua y presencia humana perpetua quizá no entiendan cuánto puede ofrecer el silencio del hallazgo entre iguales, el momentáneo cruce de dos errantes en el polvo del camino.

El peregrino suele ser el primero en verse: recorre la senda de arriba abajo, a cualquier hora, en toda circunstancia ambiental (tueste el sol, llueva a plomo, abrume la niebla...). Lleva un moderno bastón de apoyo (de esos metálicos, horribles) en su mano izquierda, una mochila vieja descansa en su espalda y su sombrero de paja bloquea la luz estelar que se vierte desde lo alto. Con una concha blanca colgando de su cuello y una compostelana en el bolsillo diríamos que se ha extraviado, canjeando la ruta de las estrellas por la ruta a ninguna parte, el Camino por el Camino, la dirección a Santiago por el rumbo a sí mismo. Parece un vagabundo perdido que persigue aquello que se le escapó en su juventud, y que prosigue la marcha sin fin, mientras le duren las fuerzas, aunque quizá presienta que tanto paso no lleva más lejos, ni permite huir de nuestra propia desazón.

El abuelo de la Typhon, por su parte, no anda, sino que va a lomos de una escúter, pero circula a tan baja velocidad que creo poder ir más rápido si apremio mis zancadas. Por tal motivo, el pobre va haciendo ligeras eses, y temo que pueda acabar en el fresco asfalto (está recién esparcido) si pierde un poco el precario equilibrio. En el pequeño portamaletas trasero lleva eternamente su azada junto a un par de viejos periódicos, y un puro ruinoso asoma en su boca; sus chisposos ojos azules rememoran un pasado seguramente muy travieso, y en más de una ocasión nos hemos cruzado mientras alzaba su mano (“¡Ay, que se cae!”, pienso siempre entonces) y gritándome “¡Caminante!”. Uno de los mejores halagos que sin duda pueden hacérseme...

Sigamos. Ahora nos topamos con el “señor Kant”. El “señor Kant” es puntual. Diré más (y mejor): es una fiera con el reloj. Como el pequeño sabio de Konigsberg, por el momento en que lo ves paseando puedes saber, con la exactitud de un despertador, la hora que es. Nunca falla. Es como si tuviese un mecanismo de precisión suiza en su interior que le llevase a aparecer justo en el instante correcto. Yo, que nunca uso reloj (empleo el solar, durante el día, y el de las estrellas [si no hay nubes, claro] por la noche), y a veces tengo un compromiso o una “cita” (con mi madre, más que nada, para que la lleve a comprarse unos zapatos, o si debo recoger a mi abuelo en la marjal...) empleo su presencia (al principio, mitad o final del camino) para descubrir por dónde anda el minutero y la aguja horaria. Y, repito, nunca falla. La labor social de este individuo es inestimable; el ayuntamiento debería darle una pensión vitalicia, porque es mucho más útil que la mayoría de politicuchos y funcionarios del Estado...

Las féminas no abundan en el paraje; y no digamos las de escasas primaveras. Todo lo que la vista puede disfrutar es la ocasional entrada en escena de un par de amigas, que casi por chiripa aparecen por allí, trotando con sus largas piernas, que te saludan entre divertidas y retozonas. También aparece alguna mujer, ya más mayor de cabello plateado pero rauda figura, que con su gran cánido, fiel acompañante, atraviesa veloz el sendero y se pierde de vista enseguida. Igualmente atrae la contemplación de una muchacha adolescente con su bicicleta serpenteando los socavones del terreno, y cuyo rostro acalorado te mira algo intranquilo, como deseando confiar pero aún sin estar segura del todo. Pero se trata siempre de epifanías fortuitas; por desgracia, no puede uno ir más allá.

El resto de fauna es aburrida, y generalmente molesta: payasos pelones que van arriba y abajo haciendo carreras con sus bichos ruidosos y que inundan los caminos de basura y desechos cuando se detienen a parlotear; los que pasean al perro para que vean qué bello es (el perro, no ellos) y cuán alto pedigrí posee (inversamente proporcional a la inteligencia de sus dueños), sin entender que los perros, en realidad, son ellos mismos; los tíos cachas que, ataviados con mayas apretadas para marcar músculo y gafas oscuras para escudriñar sin ser vistos, danzan quemando calorías, grasa y cerebro; las abuelitas cacareantes en grupo con su rollo gastronómico (“¡Pues a mí el pollo me sale riquísimo!”) o que aúllan como cacatúas al hablar de sus nietos guapísimos; o las mamás que quieren recuperar su esbelto tono mientras sueñan con un pasado que jamás volverá y detestan verse a sí mismas por las mañanas...

Pero estos no son los Caminantes. Sólo transitan por el camino; mas desconocen qué es, para qué sirve y qué puede ofrecernos. Quizá nosotros tampoco lo sepamos bien, pero sí podemos sentirlo: cada vez que nos ponemos las botas e iniciamos la marcha; a cada paso que damos mientras contemplamos el sol poniente, la nube que corre por el firmamento o el conejo que atraviesa el sendero en busca de un mejor refugio. Y es algo que también sentimos cuando aquel vejete nos saluda haciendo equilibrios en su escúter, cuando Kant vuelve a marcar la hora, cuando la chica de la bicicleta sonríe acalorada, o cuando tú mismo te observas, durante el acto de avanzar sobre la grava, deseoso por no dejar jamás de hacerlo, movido por una fuerza desconocida y que parece eterna en tiempo e infinita en intensidad.

El Camino afianza las confidencias mudas, une a extraños con lazos de simpatía a distancia, y enseña que con el silencio y la independencia también es posible poner los moldes de la amistad y la camaradería. Y quién sabe si, andando el tiempo y gracias a un ímpetu del destino juguetón, también los del amor y la pasión.

Echemos a andar, pues.

(Fotografía: El Hermitaño)