23 de marzo de 2011

¿Ir o no?



Estoy loco. He perdido la poca cordura que aún retenía en las entrañas de mi personalidad. Y lo peor es que no me importa. Como si no fuera a vivir más, como si la existencia tuviese fecha de caducidad próxima, y disfrutara de la absoluta licencia y autonomía del que sabe que va a morir y arroja al cubo de la basura la prudencia, el raciocinio y la sensatez...

No hay forma de tener dinero; pero lo gasto, a cuentagotas, lenta e inexorablemente. La cantidad residual es reconfortante, pero no cesa de menguar. Y encima me he agenciado mi nueva casa con ruedas, una necesidad perentoria tanto como un derroche inasumible para mi inexistente economía. Aquí persiste la contradicción, y la inquietud de no llegar a tiempo de sacarle todo el jugo que contiene en su interior. Se lo merece, pero desconozco hasta dónde estoy dispuesto a sacrificar, porque mi capital es exiguo, mis talentos escasos, y mi locura no ayuda nada a discernir qué debo hacer...

En unos días partiré durante dos meses con ella, pidiendo-exigiendo-suplicando al hermano vital que corra con los gastos, y eso que su caso es aún peor que el mío y debe recurrir a altas estancias y esferas paternales para sufragar tal dispendio. No se merece esto, ni yo tener que recordárselo. Trataremos de diminutizar la sangría monetaria de modo que expandamos el tiempo de disfrute y podamos cubrir el plazo máximo con dignidad, sin penurias... Habrá que compensar la pobreza billetaria con otros valores, los nuestros: emoción, aventura, libros, paseos, naturaleza, templos y santuarios para el intelecto (léase bibliotecas...) y para el espíritu (léase iglesias, ermitas, conventos, monasterios...), silencio, amistad, compañía (esa que podamos hallar en la carretera) y soledad... En fin, lo de siempre.

Por otro lado, ¿y si me quedo? ¿Y si pospongo el viaje para cuando las arcas inicien un pausado despertar, y pueda afrontar la estancia nómada respaldado por la comodidad de una cierta recuperación salarial? ¿Y si permanezco aquí, en esta tierra que todo me lo da, aspirando la primavera, pateando las costas, las montañas, los centros de paz y meditación que Diània brinda a poco que explores? ¿Merece tanto la pena ir hasta allá lejos, a mil millones de pasos de casa, yendo en busca de algo que no sabes qué será, abrasar el erario propio y del prójimo y, además, volver sin apenas esperanzas de que puedas recuperar parte de la sangría monetaria sufrida?

El tópico señala que corren tiempos dificiles para todos. Claman, porque andamos mal (y la travesía se presenta cada vez peor...), pero no dejan de señalar que la solución es la de volver a gastar, a quemar, a consumir. Y yo, en estos momentos, lejos de mostrar la espalda a los voceros del apocalipsis como siempre he sostenido y hecho, y proseguir mi particular senda de economía material, la que insta a dejar en casa los billetes a buen recaudo en una caja y olvidarte de ellos para no perder ni uno que no proporcione pitanzas emocionales, ilustradas, o paganas, lo que hago ahora es precisamente ponerlos en circulación, dar alimento a los buitres carroñeros del sistema, rellenar sus tripas mientras yo adelgazo y me entra un temor espantoso y visceral de que voy directo a la expiración financiera y la defunción material...

El tiempo del devenir presenta nubarrones tan espesos y amenazantes como los de la fotografía. Pero, como en ella, hay algo más allá del horizionte que no sé qué es... y que pronuncia mi nombre. Lo miro y siento que debo ir. No lo puedo explicar. La razón no me sirve, la cautela se ha hecho añicos, y la ponderación hace meses que no anida en mí. Únicamente soy consciente de la necesidad, de que preciso esa inyección de vida, aunque después tenga que reponer fuerzas en cama, o quizá muera en ella a consecuencia de mis actos imprudentes, por haber malgastado fuerzas y recursos en noches largas y errantes viajes.

El suicidio y la locura se unen al deseo, inextinguible e inmortal, de ir allá. Quizá acabe mal, muy mal. Tal vez sea el fin, porque no es honesto inflar la vida mientras los demás sacrifican la suya, mientras ellos se esfuerzan y recorren su camino laboral para que tu admires amaneceres, ansíes hallar labios y mentes por el sendero de la aventura, y las demás prerrogativas del andariego del asfalto.

No es justo y, sin embargo, no puedo evitar sentir que estoy haciendo lo que debo. La perversidad de esa conciencia me carcome, pero no soy capaz de hacerle frente y reinvertirla, así como tampoco pensar en otra posibilidad. Si no voy, una parte de mí morirá; si voy, otra lo hará.

De modo que no hay elección. Voy a morir de todos modos. Pongámonos en marcha, entonces. Y no pensemos en el mañana. El féretro espera. Pero, antes, viviré lo que me sea dado, según mis reglas. Morir, para entonces, no será tan trágico. Ya habré cumplido, ya estaré, ya seré. Y nada más.

¡Ea!

(Fotografía: El Hermitaño)