20 de diciembre de 2012

Orígenes




















Remontémonos a diciembre de 1987, si queréis. Ya no hay colegio; la Navidad toma forma en nuestro interior, y a nuestro alrededor: luces, sorpresas, la espera de regalos ansiados y la magia, la magia navideña que inunda el mundo.

Penetramos en un piso cualquiera, en Gandía. Un niño de siete años entra en la habitación de su hermana, mientras ésta no está. Escudriña un poco el cuarto, ve algún póster de New Kids on the Block pegado a la pared (“qué pavos”, piensa, pues a él le molan Osibisa, Dire Straits y Roxette), un mar de peluches sobre la cama y un escritorio lleno de lápices y rotuladores. Todo parece normal, pero hay algo que llama la atención del chico.

Se trata de un libro, que descansa en la mesita de noche, junto al flexo y al despertador de la hermana. El mocoso mira la cubierta, coloreada de rojo y azul, y algo en su interior se agita, y siente una llamada que no puede explicarse. Coge el tomo, contempla el dibujo de la locomotora negra, el robusto maquinista y el pequeño negrito y, entonces, el mayor universo concebible (el de la imaginación) se abre ante él. Sabe, siente, descubre que “debe” leer ese libro. Nadie se lo ha recomendado, nadie le obliga a hacerlo; pero esa locomotora suscita en él un mundo insospechado de aventuras. Y no puede resistir la tentación. Secuestra el libro, se lo lleva a su cuarto, y empieza a leer. Cuando su hermana regresa, el chico le pide que se lo deje; ella, dos años mayor, accede al fin. Quizá porque ella misma también sintió esa misma llamada tiempo atrás...

Desde entonces, y como una promesa hecha a sí mismo, el niño leerá “Jim Botón y Lucas el maquinista”, de Michael Ende, todos las Navidades siguientes hasta los doce años; para entonces dejará atrás esa primeriza, encantadora y entrañable literatura y se adentrará, no ya en un mar de aventuras, sino en un auténtico océano, un océano sin fin, del que a día de hoy apenas conoce unas pocas yardas. Leerá tanto ese libro (como sólo los niños pueden hacerlo: con pasión desmedida, con ahínco por entender hasta la última palabra y toda frase), que aprenderá fragmentos de memoria y recordará para siempre las ilustraciones, sobretodo aquella última, que recoge a los dos protagonistas de espaldas, fumando (Jim ya es mayor) mientras contemplan una puesta de sol...

Por supuesto, el niño leerá muchos otros libros tras el que narra las aventuras de Lucas, Jim y la buena de Emma, pero ninguno será jamás para él tan especial como ése. Especial por su carácter primerizo, porque fue leído siguiendo una voluntad propia, lejos de cualquier influencia ajena, especial también porque su lectura le ligaba (me ligaba...) a la época navideña, a su vez igualmente incomparable, y especial también porque, sin él, quién sabe cuándo hubiese descubierto el gusto, el inimitable sabor de la lectura; quizá al cabo de un año, o quizá nunca; tal vez el colegio hubiese ahogado ese deleite con textos obligatorios que cabía, sí o sí, leer, aprender y comentar. Ese ejercicio de libertad, de libertad lectora total, me permitió gozar de mi propia elección, mi gusto personal por la literatura. Yo decidía cuando, y cuánto, leer. A veces bastaron un par de páginas; otras me leía capítulos enteros de un tirón. Era mi mundo escogido, mi acto de afirmación. Parece una chorrada, pero está (muy, muy) lejos de serlo...

Hace un par de semanas sufrí una conmoción. Fisgoneando en antiguas cajas de cartón ocultas en húmedos armarios encontré, por pura causalidad, el ejemplar de “Jim Botón y Lucas el maquinista”. Volví a contemplar los rombos rojos y azules de la cubierta, el pequeño arlequín lector en la parte inferior, a la vieja Emma repleta de carbón y lista para recorrer lo desconocido. Fueron tantos los recuerdos que afloraron, como le sucedió a Proust con su famosa magdalena, que las lágrimas pugnaron por abrirse paso... Esta vez no las dejé salir; tal vez hice mal.

Lo extraño no fue (o no sólo) encontrar el libro de Michael Ende; lo verdaderamente incomprensible es que el libro ha vuelto a llamarme, como si el cuarto de siglo transcurrido desde que lo vi por vez primera, en la mesita de mi hermana, fuera un mero instante carente de entidad temporal.

Y (pásmense aún más...), por increíble que parezca, esa llamada ha sido atendida. Los rombos azules y rojos señalan que la obra es para niños hasta doce años, según reza en la cubierta trasera. Pero el libro, hoy, descansa en mi mesita, al lado de abrumadores tomazos de filosofía contemporánea y estética, un volumen de ensayos de José Luis Pardo y otro de relatos de Stephen King.

En efecto, percibo la chimenea de Emma sobresalir entre ese mar de páginas para adultos, a Lucas saludar a quienes se quedan en el andén y a Jim Botón agitar la gorra al aire, como señalando que estamos a punto de iniciar una de las mil aventuras que se reservan para nosotros.

Emma escupe humo, satisfecha, pues sabe lo que nos espera.

Yo voy a subir.

¿Y vosotros...?

21 de noviembre de 2012

Un ideal











 



Sueño muchas veces con él. Durmiendo o despierto. Es el paisaje que, sospecho, me rodeará alguna vez, dentro de quién sabe cuánto, y quién sabe dónde. Quizá venga mañana; aunque quizá no llegue nunca. Tal vez muera sin verlo jamás.
Pero, imaginemos...

Mayo, a finales. Un entorno de media montaña, pero llano. Lejos de toda ciudad; únicamente un par de pueblos se divisan desde allí. Pueblos que disponen, como mucho, de biblioteca, ferretería, un centro de salud y una tienda de comestibles. Sobra lo demás. El cielo es abierto: el arco solar se aprecia en todo su recorrido, desde el alba al ocaso.

Nos rodean algunos pinos, y ante nosotros advertimos el huerto, no excesivamente grande: basta con una hanegada. Supura hortalizas y verduras, raíces y hojas. Algunas están crecidas; otras aún esperan que les salgan frutos; y, otras aún, tienen todo su ciclo que cumplir. Zanahorias, nabos, lechujas, apios, patatas, coles, espárragos, espinacas, cebollas, hinojo, tomillo, albahaca, menta, alcachofas, melones, calabacines y pepinos, calabazas, unas gramíneas (básicamente maíz dulce), hileras de judías y habas, convenientemente encañadas, junto a otras de tomateras, berenjenas, pimientos, abundancia de leguminosas (guisantes, lentejas y garbanzos) y, también, los frutales: dos perales, un manzano, un limonero, ciruelos, quizá también un melocotonero, una buena parra dadora de vitáceas jugosas, quién sabe si dos o tres cerezos (si el lugar es adecuado...), alguna higuera; desde luego, también tres naranjos y, bordeando el recinto, frambuesas, zarzamoras y algo más que, como ésta, pudiera surgir de la tierra por su propio propósito...

Se advierten montones de compost dispuestos aquí y allá, diversas herramientas en el cobertizo, una niña corriendo tras un par de gallinas (un corral es visible en uno de los extremos), ropa limpia tendida al sol primaveral y un pequeño vehículo, viejo, aparcado a la entrada. Asimismo hay una motocicleta, de carretera, bajo un discreto techado. Ni rastro de casas rodantes, ya no...

La vivienda es modesta. De madera, no muy grande, presenta un amplio porche, parcialmente cubierto, en donde descansan dos figuras en sendas hamacas. Una, femenina, de unos treinta y cinco años, lee algo, tendida aprovechando el tibio sol matinal. La otra es un hombre moreno, bastante mayor que ella, que deja perdida la mirada hasta el infinito. Medita, vaga, siente... sólo él lo sabe.

La sobria terraza trasera dispone de paellero, una piscina diminuta, un horno para hacer pan y, algo más alejado, una sencilla estructura de plástico, como una pequeña casita, que alberga un telescopio.

Se aprecian tres o cuatro gatos, perezosos todos, que reciben la luz solar dormitando en el empedrado casero. Hay un perro, un pastor alemán, que advierte una presencia extraña, levantando el hocico hacia el cielo. No lejos aparece una tercera figura, aporcando en los caballones para patatas. Tiene unos cuarenta años, un poco más, quizá. Está moreno, a causa del sol, y lleva un pañuelo negro en la cabeza.

En la casa, deslizándonos furtivamente en su interior, vemos cinco estancias principales. Una alberga la cocina y el comedor con chimenea, sin demasiada originalidad; la decoración no parece el fuerte de sus habitantes. Una segunda alberga un dormitorio y un baño, y en una tercera, la habitación de la niña, luminosa, colorida y desenfadada. Una cuarta pieza contiene lavadero, despensa, lavadora y algunos útiles y aparatejos más.

La quinta y última estancia es lugar sagrado. Es la más amplia, forrada en sus cuatro paredes por estanterías que sujetan libros incalculables, de toda temática imaginable: novelas, cuentos, astronomía, filosofía, poesía, historia, física, religión, arte, sociología, geología, cómics, libros de viajes, de senderismo, de otros mundos y otras gentes... También hay, en un recodo aparte, algunas obras que destacan porque tienen nombres muy familiares estampados en la cubierta. Parece, parece que ellos mismos son... Sí, lo son.

Allí huele a papiros viejos, a incienso, también, y a otros aromas poco definidos, pero agradables. Un escritorio, con un ordenador, un flexo, y un océano de papeles, revistas y más libros descansando en su superficie se sitúan frente a un ventanal, que mira al horizonte. Completan la escena dos butacones viejos, gastados pero en apariencia muy cómodos; gravitando, por encima de ellos, hay sendas lámparas de luz cálida.

La vida no es perfecta, allí. Es decir, es como debe ser. Hay problemas, dificultades. A veces las cosas no funcionan; se rompen otras. Los deseos no se cumplen. Hay discusiones, en ocasiones insultos. Pero tras la tormenta, ya se sabe, retorna la paz.

La niña sale de nuevo a jugar, ahora con los gatos. Las tres figuras se reúnen en la terraza, para comer algo que no se distingue bien, pero que tiene buen aspecto. Y, además, huele bien. La niña deja a los felinos, se lava las manos y acude a la llamada materna. Gesticulan, ríen y bromean con le pequeña y, luego, dan cuenta de los platos, casi todo el rato en silencio. Al terminar el ágape, una de las figuras se separa, se despide y abandona el lugar. Pero no desaparece mucho tiempo. Volverá pronto, pues se le necesita. Y, aquel a quien se le necesita, debe estar disponible.

Poco a poco, la tarde va muriendo. Reparando la verja, que está un poco combada, el hombre entra en casa. La niña, lo vemos a través de la ventana, sigue una lección de lectura, bajo la mirada de su madre. La noche se adueña del entorno. El hombre prepara la cena, después examina sus papeles, mientras la mujer está frente al ordenador, trabajando en algo. Tras cenar, la madre acuesta a la niña, que lee un cuento. Le besa en la frente y cierra despacio la puerta de su colorida habitación. A continuación acude al santuario, donde un humo liviano asciende. Ambos, hombre y mujer, reposan en sus butacones. La noche se prolonga, mientras ellos leen y leen, y hablan a ratos. Tras ello salen al exterior. Refresca. El hombre mira hacia arriba; la mujer, también. No dicen nada. No es necesario.

Un búho, amigo nocturno, ulula no lejos de allí. Ambas figuras se miran, un instante, y penetran en el hogar.

Afuera, las estrellas titilan, como estremecidas.

(Imagen: El Hermitaño)

15 de octubre de 2012

Fragmentos para otras gentes (II)


Propio de un espíritu generoso es hacer caso omiso de las injurias: la venganza más ofensiva es no considerar a alguien digno de tomar venganza sobre él. Mucha gente, al tomar represalias, hunde en lo más profundo de sí pequeñas ofensas: es hombre grande y noble el que, a semejanza de los animales grandes, oye despreocupado el ladrido de los perros pequeños...” (Sobre la ira, II, 32, 1-3)

A nada hay que prestar más atención que a no seguir –a modo de corderos– tras el rebaño de quien va delante de nosotros, pues así iremos, no a donde hay que ir, sino a donde va todo el mundo. Y es que nada nos acarrea mayores desgracias que acomodarnos a la opinión común, pensando que aquello mejor es lo que goza de la aceptación general, el dar por buena la abundancia de ejemplos, y el vivir no de acuerdo con la razón, sino a imitación de los demás. De ahí la mediocridad de las gentes amontonándose unos sobre otros... Nadie se equivoca en solitario, sino que es causa y artífice de los errores de otros; en efecto, es nefasto seguir las huellas de los que marchan en cabeza y, dado que todo el mundo prefiere confiar en otro a formarse su propio criterio, nunca se tiene un juicio acerca de la vida, siempre se confía, de forma que nos trastorna y nos precipita en el error que pasa de mano en mano. Perecemos por culpa de los ejemplos ajenos; nos curaremos en cuanto nos alejemos de la masa..." (Sobre la felicidad, 1, 3-4)

Séneca


(Imagen: El Hermitaño)

5 de octubre de 2012

Vendaval (desgracias y venturas)



¡Qué terrible espectáculo! Calles que semejaban caudalosos ríos, vehículos arrastrados por las aguas como si fuesen guijarros, relámpagos que iluminaban una escena de pesadilla y truenos que ensordecían... y, de repente, cuando nadie esperaba algo así, un espeluznante torbellino que barrió la ciudad y destruyó muros, desarraigó árboles, reventó depósitos y nos volvió a recordar, por si habíamos olvidado la lección, que aquí quien manda es ella, que ella levanta las riendas y dirige el cotarro; en una palabra, que seguimos a su merced.

Fue asombroso. Nunca vi nada parecido. Minuto y medio de puro terror. En menos de noventa segundos el mundo se vio boca abajo, quedó revuelto y alterado por completo... sillas que volaban, botellas vacías que parecían proyectiles, gente que caía al suelo víctima de la fuerza natural, sotos y arboledas desperdigados por el parque, ventanales quebrados en mil pedazos, farolas medio derrumbadas... La naturaleza tiene estas cosas: tan pronto nos deleita con un día de belleza sobrenatural cuando, al siguiente, desata todas las iras conocidas y abate sobre nosotros la mayor catástrofe que se pueda imaginar.

Es la doble cara de la Madre que, como todas, tiene su temperamento, su gracia y su mala leche. Es ambivalente, como lo somos todos; quien no alberga en su interior a Obi Wan Kenobi y a Darth Vader bien juntitos no es humano. La clave está en domar un poco el “poder oscuro”, aunque a veces se nos escape, fluya al exterior y acabe haciendo lo que tiene que hacer (sí, el “mal”). La Madre también actúa así, porque necesita liberar su faceta virulenta; sin embargo, es una Madre, y como tal, siempre regala una vez aplicado el castigo: así, brinda el arco iris tras la tormenta, el sol tras la lluvia, la calma tras el vendaval, el silencio tras la erupción; o la fresca oscuridad tras una agobiante jornada de calor estival.

Una vez pasó el temporal y la casa dejó de crujir bajo la embestida del temible tornado, algunos (supongo que hubo alguien más...) pudimos empezar a sentir (aún mezcladas con unas gotitas de intranquilidad, porque no sabíamos la magnitud del desastre) las primeras emociones carentes de angustia. No puedo negarlo: me emocioné. Aquello había sido todo un espectáculo, un momentáneo lapso de locura, capaz de alterar una urbe hasta convertirla, por breves momentos, en la capital del miedo. Todos lo sentimos, todos nos santiguamos, todos fuimos uno; todo habitante de Gandía supo de lo que era capaz su Madre. Por una vez, 70.000 almas contuvieron la respiración y aguardaron hasta que la furia natural cesara. Todos recordamos a seres queridos (o, si acaso, nos abrazamos a ellos...), sentimos un hormigueo recorrer nuestro cuerpo y, finalmente, la paz vino a sustituir la hostilidad. Madre era, otra vez, la misma de siempre.

Gracias, por permitirme contemplar, una ocasión más, tu Grandeza.

(Imagen: El Hermitaño)

14 de septiembre de 2012

Dos polos literarios

"Mi amor, juntos estábamos sentados,
con ternura, en un frágil bote.
Era una noche apacible, y bogábamos
por el vasto camino del agua.

La isla de los espíritus, hermosa,
yacía, imprecisa, bajo la luna;
resonaban en ella amables notas
y se agitaba la brumosa danza.

Más y más amorosa era la música
y el movimiento no cesaba;
pero nosotros seguimos bogando,
desolados, en el mar inmenso.
"

Heinrich Heine (1797-1856), Poemas (sel. y trad. de Feliu Formosa, Lumen, 1981)

"Ella era la secretaria del encargado. Se llamaba Carmen -más, a pesar del nombre español era rubia- y llevaba siempre vestidos ajustados con escote, zapatos de tacón, medias de nylon y liguero, y su boca estaba emporrotada de lápiz de labios, pero, ay, podía vibrar, podía menearse, se cimbreaba mientras llevaba las órdenes a facturar, se cimbreaba de vuelta a la oficina, con todos los muchachos pendientes de cada movimiento, cada sacudida de sus nalgas; meciéndose, balanceándose, bamboleándose. No soy un hombre de damas. Nunca lo he sido. Para ser un hombre de damas te lo tienes que hacer con una conversación cortés. Nunca he sido muy bueno conversando así, pero, finalmente, con Carmen presionándome, la llevé a uno de los camiones que estábamos descargando en la parte trasera del almacén y allí me la tiré, de pie en el fondo de la caja del camión. Fue algo bueno, algo cálido, pensé en el cielo azul y en anchas playas vacías, aunque también fue un poco triste -había una ausencia definitiva de sentimiento humano que yo no podía comprender ni superar. Tenía su vestido subido por encima de las caderas y allí estaba yo, bombeándole mi polla en la vagina, abrazándola, presionando finalmente mi boca contra la suya, espesa de carmín, y corriéndome entre dos cajas de cartón sin abrir, con el aire lleno de cenizas y su espalda apoyada contra la pared mugrienta y astillada del camión en medio de la misericordiosa oscuridad..."

Charles Bukowski (1920-1994), Factotum, 1975 (trad. de Jorge Berlanga, Anagrama, 1989)

27 de agosto de 2012

'Das Lied von der Erde' (La Canción de la Tierra)



Primeros de agosto en un lugar cualquiera, cerca de la costa levantina, hacia las diez de la mañana de un viernes. Treinta y tres grados a la sombra y ochenta por ciento de humedad ambiental. Nubes bajas se internan desde el mar Mediterráneo. Una asfixia insoportable. El más mínimo movimiento provoca ríos de sudor en la frente y los brazos. No parece haber nadie alrededor, no se escuchan voces ni ruidos de ninguna clase. Sólo se percibe, a lo lejos, la caravana de vehículos que transitan por la carretera en dirección a la playa.

Frente a nosotros, el pequeño vergel se alza alegre y frondoso. Espera, impaciente, unas manos que recojan su fruto y dispongan el terruño para un nuevo brote alimentario, o para el merecido descanso, según se requiera. El terruño no desea más que servir, ser útil, merecer la compañía humana. Es dócil, y se presta a lo que deseemos sin exigir nada a cambio. Es como el amigo perfecto. Pero, por eso mismo, hay que tratarlo bien. No debemos hacerle sufrir, ni pedirle más de lo razonable. O, de lo contrario, nos abandonará. La amistad es como una ecuación: hay que ofrecer al menos lo mismo que lo recibido para que el vínculo perdure. La relación es meramente algebraica: dos más dos, cuatro. Si uno falla, el resultado es erróneo, y no hay futuro. Con la tierra ocurre lo mismo.



Si queremos que la tierra patria cante su canción, ese Das Lied von der Erde mahleriano, se requiere dedicación, mucha dedicación. No vale mirar libros, acumular saber teórico, refugiado al abrigo de la estufa o del ventilador: hay que ensuciarse las manos de fango, notar los callos en los dedos, manchar de sudor la camiseta, llenarte las sandalias de polvo y percibir el ligero dolor de espalda al final de la mañana… Hay que ser constante, odiar (y también amar, allá en lo profundo) las malas hierbas y su infinito reverdecer (fastidio eterno, pero, ¡qué maravilloso fastidio!), apreciar el lento crecimiento de esas pequeñas flores en los cultivos, que después son frutos, que después se convierten en manjares suculentos…; hay que soportar, también, las inclemencias, lamentar las pérdidas, maldecir las plagas, aguardar el momento mágico de la cosecha y, finalmente, asentir satisfecho cuando en el plato descansa el resultado de tu esfuerzo (brillante, sano, sabroso…), eso que antaño era sólo una plántula insignificante o unas pequeñas semillas sin valor aparente.

Habas, alcachofas, lechugas, judías, tomates, berenjenas, pimientos, calabazas, pepinos, sandías, zanahorias, cebollas, patatas, coles, higueras, nísperos, naranjos, limoneros… todo un mundo de color, sabor y olor, que ves nacer, crecer y morir, muerte de la que emanará un nuevo tapiz verde en el ciclo siguiente.



Observamos el milagroso brotar de tomatitos cherry's y zarzamoras silvestres, que surgen de forma espontánea para brindar simpatía, gracia y belleza a tu alrededor, y notamos las lágrimas en las mejillas. Es increíble: no requieren agua, ni abono, ni tratamiento ninguno. Es, en efecto, un puro milagro. La generosidad de la madre hecha fruto, palpable, tangible. Nos lo preguntamos de continuo, sin nunca recibir respuesta: "¿Por qué aparecéis, qué os hace romper la barrera de la tierra y emanar sin que nadie os lo pida?". Cuánto podríamos aprender de vosotros, que os ofrecéis tan sólo por amor a existir...

Relacionarte con la tierra no es ligarte a una obligación, a una imposición, venga del exterior o del fuero interno. Si vemos el trabajo en el campo como una exigencia, el disfrute puede convertirse pronto en molestia, y el gusto por arar o cavar traducirse en un cargo, un peso, quizá insoportable. Entonces, harto, vendes la tierra o dejas que se convierta en un erial. Abandonas porque te ahoga la atadura, la cadena aprieta demasiado. Como en la cuádriga platónica, hay que dominar a los caballos negros y blancos por igual, pero lograr el equilibrio entre la dedicación libre y el cuidado responsable no es fácil; si manda el primero te arriesgas a la anarquía o a la indolencia, pero si lo hace el segundo puedes terminar odiando el terruño y malogrando tu libertad.



Hay quienes ven en la tierra, no un modo de cubrir sus necesidades alimentarias ni de ingresar unas pocas monedas por lo que se forja bajo tierra, sino un negocio, un modo de lucrarse con ella. Personalmente opino que esa intención violenta la propia naturaleza de la tierra. La fuerza a servir para un fin que no es el suyo. La amplia extensión de campos, las bellas laderas de las montañas, los recovecos boscosos, las inmensas praderas y la infinita variedad de parajes y ambientes, remodelados o no por el hombre, no están destinados a enriquecer nuestros bolsillos, sino a nutrir cuerpos, corazones y espíritus. Un primo mío me aconsejó una vez que hiciera un par de viajes al año a Soria a recoger bolets y empleara mi caracol rodante como almacén. Me aseguró que ganaba unos 4.000 euros cada otoño. Aunque me angustia cada vez más mi maltrecha economía, jamás se me ocurriría hacer algo semejante. ¿Cómo voy a buscar yo un botín bajo las faldas de mi madre? ¿Cómo podría pensar en beneficios, ganancias, cómo permitir la usura en mi relación con ella? ¿Cómo afrentar su ofrenda de bienestar reduciéndola, achicando su presencia y significado al simple acopio billetero?

Si ése, el de mi primo, es el lazo que buscas con la tierra, entonces quizá ella nunca podrá entonar su canción. Podrá silbar, susurrar por lo bajín, pero siempre en tono lastimero. Puede que produzca, que sea fértil, que te llene el plato (el de la cuenta corriente, el que reluce en la carrocería de tu coche o despide reflejos en las joyas de tu mujer...), pero tú no estarás colmando el suyo. No habrá reciprocidad. Ella no estará ganando nada contigo. Y, entonces, a la larga, enmudecerá.

La tierra se marchita y se pierde sólo por dos causas: indolencia o avaricia. La primera puede comprenderse, hasta respetarse, puede tener detrás motivos legítimos. La segunda, jamás.

La canción sigue entonándose. Ella la tararea para nosotros.

¿Quién no querría escucharla?

5 de julio de 2012

Ritual de solsticio (remix)



Tuve mucha suerte. Era imprescindible una favorable combinación de factores diversos, algunos de los cuales no dependían de mi propia elección ni disposición, pero la providencia me fue favorable, quizá porque sabía qué necesitado estaba de ello…

Precisaba, por un lado, de estímulo interno, es decir: ganas, deseo, voluntad, el anhelo que te recorre todo el cuerpo, hasta la última fibra, y que te impulsa a hacerlo sin sopesar consecuencias ni conveniencias; te está diciendo: hazlo. Y lo debes hacer. Sin más. Eso lo sentía a raudales, casi me lastimaba tanta excitación, tanta ansia… Por otro lado, sin un ambiente adecuado, sin una jornada de azul intenso y profundidad visual sin límites aparentes, quizá me hubiese quedado en la choza rodante, admirando los afanes de las avispas frente a la fuente, leyendo a Kolakovski, disfrutando con los juegos de los niños o los paseos con sus perros de las lozanas adolescentes… Pero el hado colaboró: me brindó un aire puro, un sol de furia amarilla, el azul más azul imaginable y dispuso ante mí, como otro de los requisitos cumplidos, la inmensa mole pétrea de la Mallada del Llop, un lugar único, un núcleo de inagotable emoción…

Y eso es demasiado; imposible resistirse. Nadie es capaz de desoír esa llamada. Nadie puede obviar la voz, esa callada invocación. Susurra entre los pinos y bancales, se traslada con el viento y silba a través de las rocas. Nada es más directo y más sutil al mismo tiempo.

Así que puse mis cacahuetes en la mochila, llené la botella del agua que bajaba del mismo sitio al que yo pretendía subir, e inicié el viaje. Era 22 de junio y el astro llegaba a lo más alto, justo donde también quería llegar yo… El trayecto fue corto: en poco más de una hora llegué a la cima. Y, entonces, lo hice.

Dejé el báculo apoyado sobre ese pilón de hormigón que culmina todas las cumbres que merecen tal nombre, me deshice de la mochila y empecé a quitarme la ropa, toda ella, hasta quedar bien libre de cualquier atavío innecesario. No hacía demasiado calor, no lo hice por eso. El motivo era bien distinto: honrar a quien se lo merece.

Tuve un momento de duda, de inseguridad, residuo del recato cultural, por si alguien subía, y de repente me encontraba a mí, al larguirucho hermitaño, en bolas por el cerro de la Mallada del Llop, brincando descalzo sobre las rocas pulidas y espantando a los mosquitos a manotazos… Sin embargo, enseguida olvidé ese recato, esa duda, y me centré en lo que importaba: me aposté frente a Él, elevé mis brazos hacia lo alto, y oré. Le di las gracias, bendijo mis alimentos, Le miré, Le pregunté y creí escuchar (aunque sobretodo sentí…) de Él una respuesta. Mi risa se elevó entonces hacia el cielo, y quedé en paz... Para siempre.

Ése fue mi ritual de solsticio. Quería reproducir, repensar y resentir (es decir, re-sentir, en el sentido de revivir) lo que debieron experimentar mis antepasados hace unos 8.000 años atrás, cuando no lejos de allí, en lo que hoy se denomina Plà de Petracos, decidieron establecerse en aquellas tierras, convirtiéndose en los primeros pobladores neolíticos de la Península, que llevaron consigo la agricultura y la ganadería. Una remota parte de mí, que lacera mi espíritu con su imposibilidad absoluta, lamenta no ser uno de ellos, esos pioneros, uno de los que abrieron el camino, hicieron de las cuevas sus hogares y eligieron su tierra futura...

Recuerdo muy bien una de las pinturas rupestres del Plà (lugar que yo había visitado justo el día anterior a mi ritual solsticial): dibujada en los abrigos rocosos de la zona, mostraba precisamente una figura humana con los brazos extendidos hacia lo alto. No sé quién lo hizo; nadie lo sabe. Pero no cabe duda de que alguien anduvo por allí, hace ocho milenios, tratando de que no se olvidara su vida, su presencia, ni tampoco el culto celeste, el culto a las estrellas, a la grandeza del firmamento, tanto nocturno como diurno.

Ése ser, con sus brazos, sus piernas, su cabeza, y sus sueños, soy yo. Somos todos nosotros. Un escalofrío recorrió mi columna vertebral cuando, tras honrar a Ra como era necesario, recordé la pintura. Por miles de años que nos separen y pese a la influencia de la mediación cultural que ha moldeado lo salvaje en algo dócil y previsible, por mucha tecnología que introduzcamos en nuestra vida, por mucho rigor lógico y avances científicos estupendos que hagamos, lo cierto es que, después de todo, ya no supe en qué mundo estaba: ¿qué me diferenciaba de aquel hombre (o mujer…)? Hemos reprimido instintos salvajes, hemos creado una sociedad, hemos encerrado a los diferentes y peligrosos (eso decimos…), hemos conservado la vida y retrasado la muerte. Pero, ¿y qué?

Ocho mil años después, diría que seguimos siendo los mismos. Curiosidad, reverencia, temor, inseguridad, amor, admiración y búsqueda de dicha.

Él y yo, hermanos de especie y de espíritu, gritamos por lo mismo. Allá arriba, en la Mallada, y en el abrigo del Plà de Petracos, ambos elevamos los brazos y nos sentimos vivos, y que vivimos para un mismo fin.

Allá arriba, Dos que son Uno.

Hermano.

Sí, ¡Hermano!



(Imágenes: El Hermitaño)

9 de abril de 2012

Santas Pascuas



Pascua de 1983. Marxuquera. Yo apenas tenía tres años. Sentada a mi izquierda, en su actitud permanentemente risueña y con un sombrero de paja que creo aún conservamos, mi hermana, un par de primaveras mayor. Cercenada en la imagen, en el extremo derecho, se aprecia parte de mi abuela, aún hoy llena de vida y lucidez. Aunque allí estaban, mis padres no aparecen fotografiados, como tampoco mi abuelo, a punto de hacer hoy los noventa y sin rechistar. Una familia, en sentido clásico, y en el sentido que importa.

Estrenaba vaqueros, ese día. Me encantaba Pascua porque siempre estrenaba pantalones, tejanos y azules. Me visitieron con camisa (hoy las odio) y me abrigaron con una rebeca para evitar el frío vespertino. Nos sentamos en un margen de roca; un lugar cualquiera, y perfecto. A mi hermana la adecentaban igual, porque Pascua era una época especial, inicio del buen tiempo, de los días largos y el sol inacabable. Siempre obviamos el sentido religioso de la temporada, excepto por la prohibición de comer carne el viernes santo y porque mis padres solían acudir a las procesiones. Para mí, sin embargo, Pascua era sinónimo de Naturaleza, de paseos por el campo, vaqueros relucientes y, claro... la merienda. La merienda era un festín inigualable.

Mi abuelo (había sido panadero durante décadas... sabía lo que se hacía) nos cocía unos deliciosos panecillos que mi madre rellenaba con un sofrito y con trocitos de conejo cazado por mi padre; por supuesto, aquello era la cosa más exquisita que uno pueda imaginar... Después nos zampábamos una mona, que había amasado mi abuela, y solíamos partir el huevo en la frente de mi padre, que se ofrecía amablemente a ser castigado de forma tan cruenta por sus indignos hijos... Recitábamos el viejo dicho (“Ací em pica, açí em cou; açí em mengue la mona, ¡i açí et trenque l´ou!”)... y ¡planck!, la cáscara echa puré y la frente paterna con sus trocitos y restos de clara de huevo. Después llegaba el plátano (con el huevo no podíamos; solían comérselo los mayores...), esa pieza insustituible de fruta, y por último un “Turrón de Viena”, que sabía a gloria, aunque a veces ya no pudiéramos dar cuenta de él tras el hartazgo previo...

Viendo esa fotografía por poco se me saltan las lagrimas... Lo digo en serio. No suelo lloriquear por cualquier nadería, pero la evocación de ese ambiente, de esa paz y ese amor que parecía sobrevolarnos, y que nos impregnaba a todos, el singular banquete y la ofrenda de luz, calidez y color primaveral, todo ello en conjunto, representa uno de los momentos más entrañables que recuerdo de mi infancia. Un muro sobre el que reclinarnos, un prado en el que jugar a la pelota con mi hermana, unos familiares que te querían, un tiempo que dejaba de existir y la inocencia, esa candidez infantil única, el tesoro que todo niño posee en su interior hasta que se desgasta por la sociedad y el crecimiento; todas esas cosas sencillas son las que, casi treinta años después, siento como las que importan. Y luego podremos buscar filosofías, discusiones apasionadas, intelectualidades varias y vanidades de cualquier tipo; pero lo que nos hizo como somos no son éstas, sino aquello: vi un pino y me agarré fuerte a su tronco; una hormiga subió por mi pantorrilla y yo me alegré; mi abuela besó a mi hermana y a mí me revolvió el pelo; hice pantalla con mi pequeña mano para que el sol no me deslumbrara; distinguí la Luna oculta en un jirón de nubes; me atraganté con el plátano y mi madre le limpió las migajas del panecillo en el pantalón de mi hermana (que, por cierto, pueden verse en la imagen...); mi padre me izó hasta sus hombros y me llevo por un camino desconocido; mi abuelo recorrió el prado para saber si había colmenas cerca; eché la vista atrás, mientras volvíamos con el coche a casa, más allá de la línea discontinua de la calzada y las hileras de pinos, y vi un resplandor rosado, el primero que recuerdo, y me pregunté qué sería aquello...

Siempre he asociado Marxuquera con la Pascua. Y siempre me pregunté por qué sólo salíamos a los bosques, a la montaña, en esa época; como si el resto del año la Naturaleza no contase, como si sólo abriese sus maravillas en abril. La respuesta, ahora, es fácil: no había tiempo. Los mayores trabajaban; nosotros nos dedicábamos a la escuela. La Naturaleza podía esperar... y esperó. Disfrutarla únicamente en Pascua fue la causa (ahora lo ) de que, ya mayor, me llamase con tanta vehemencia y urgencia.

Me llamaba, y tuve que acudir al requerimiento. Me he vuelto a sentar en un margen de roca; he vuelto a admirar el sol, haciendo visera con mi manaza; he comido mis avellanas a la salud de Ella, y he brindado con un trago de ron cuando Ra nos ha dicho adiós. Lo he hecho y, si Dios quiere, seguiré haciéndolo hasta el fin de los días, de los míos. Y tengo la sensación (no, rectifico, tengo la convicción) de que ello es resultado de aquellos días de Pascua en Marxuquera, días en los que, con mi familia alrededor, me enfundaba los vaqueros y, cargando con mi “coixinera” repleta de delicias caseras, salía a encontrarme con Ella.

En aquella Pascua tuve mi particular epifanía: Ella se me apareció en todo su esplendor. Creo que, una noche, bastante más tarde, lloré porque necesitaba ir a su encuentro, necesitaba viajar y descubrirla en su verdadera dimensión. Tendría ocho o nueve años. Ella era todo un Misterio, y yo necesitaba descubrirlo. Aún hoy, de algún modo, persiste ese Misterio.

Hoy, Domingo de Pascua, he ido de nuevo, aunque en esta ocasión solo, a los montes de Marxuquera. He subido a un risco rocoso, desde el que he divisado la urbe, las hormigas mecánicas surcar la carretera y, también, a grupos de familias yendo de un lado a otro, o merendando a la luz divina. Me he zampado un par de “pepitos”, he tomado de postre un plátano, y he jugado con el sol y las abejas zumbantes.

El mundo sigue siendo una maravilla y, nosotros, niños que seguimos jugando a la pelota, mientras la estrella ilumina nuestra vida. Apenas nada ha cambiado. Persiste la emoción y el deleite. Nunca desaparecerá ese Misterio, esa Grandeza, y esa Belleza. Es inmortal.

Como nosotros.

5 de abril de 2012

Final de travesía... (asfalto, soledad y asombro)



Concluido mi periplo viajero a través de Murcia y este de Almería y Granada (estas dos últimas regiones añadidas sobre el terreno...) me hallo de vuelta añorando, ya, aquellas tierras tan heterogéneas y asombrosas. Nunca me había quedado tantas veces anonadado, con la boca abierta, en tan pequeño espacio geográfico.

Albergaba dudas de si merecería la pena el esfuerzo económico y de tiempo, de si quizá no sería más conveniente ahorrar dinero adicional y realizar una aventura a otro lugar más "interesante", con más "historia", con más "belleza"...; de regreso, no sólo se desvanecieron los recelos, sino que tomé conciencia de la estupidez de los mismos: no sólo porque cada pedazo de aquella tierra es un símbolo de grandeza histórica, de hermosura estética y de atractivo emocional, sino sobretodo porque no hay "otro" lugar mejor que aquel en donde estás en cada momento; por tanto, cada sitio, paraje, es único, insuperable e irrepetible.

Comencé en la Platja de l´Albir, bajo la sombra de la Serra Gelada; estuve en la remota y sorprendente Elx y me pateé las Salinas de la Mata, en Torrevieja; continué por ese idílico terrón de arena entre el Mar y el Mediterráneo que llaman La Manga, me las vi con Asdrúbal en Cartagena, pisé la Sierra de las Moreras en Bolnuevo, recé a los dioses paganos en el Santuario de Santa Eulalia, y ascendí por rutas peligrosas en Sierra Espuña; divisé estrellas lejanas y me embobé por su inaudito brillo en la oscura, preciosa y afortunada Calabardina, recordé a Pink Floyd y sus llamadas en Vera y padecí aterido un frío de mil demonios en Serón; después, subí hasta un enclave de ensueño, el Observatorio Hispano-Alemán de Calar Alto, lugar en donde me hubiese gustado trabajar algún día...; en Baza admiré su casco monumental y lamenté que no sepan cuidar su Alcazaba como se merece; en Vélez-Rubio saludé a otros viajeros itinerantes y me hice con panes preciosos y sabrosos, y al lado, en la Ermita de la Virgen de la Cabeza, pasé dos días a los pies de la Sierra María pronunciando la oración y divisando tierras divinas en la lejanía; me pilló la nieve, la ventisca, y la ira de los demonios en la Puebla de Don Fadrique, en Cehegín ví la lluvia caer con estrépito y en Caravaca me comí las avellanas admirando una majestuosa panorámica desde la barroca Basílica de la Vera Cruz; estuve dos días perdido y agradecido en Moratalla, enclave místico y digno de los eremitas, absorbí el aroma de los arrozales de Calasparra desde el mirador, y me metí bajo las rocas en la negra y profunda iglesia de Nuestra Señora de la Esperanza; descansé un poco en Mula, recorrí casi veinte kilómetros a pie dentro de la breve, bonita y singular capital murciana, casi me comí los balcones de una calle en Ulea (aunque lo compensé disfrutando en el mirador del Corazón de Jesús) y me dormí junto a los muertos y la Luna en el cementerio de Ricote; por último, rocé con mis dedos la roca volcánica del Pitón en Cancarix, divisé una tierra de posibilidades desde el Castillo de Jumilla, y despedí la aventura en Yecla, urbe que se preparaba para la Semana Santa a ritmo de tambores.

Por último, quizá para no olvidar de dónde partí, hice un último día, de descanso, recuerdo y estimación por lo vivido, en el Plà Lloret, a escasos cinco kilómetros de casa (la otra, la fija, la que no puede llevarte a ninguna parte...). Me topé con una preciosa muchacha que sacaba a pasear su
pastor alemán, hablé del tiempo y de viajes con un habitante de la zona empleando mi otra lengua, y a la mañana siguiente hice acopio de fuerzas para volver al punto de partida.

No fue fácil. El día invitaba a recoger viandas, algún billete más, y volver a marchar. Sentí pena por dejar, sola, sin nadie que la cuidara, a la que había sido mi casa durante un mes. Pero tanto ella como yo sabemos que la separación es temporal, y muy corta.

La siguiente aventura está en marcha; aunque la cuenta ya sea exigua, el coste de los carburantes quiera romper todas las barreras imaginables y te rodee la miseria, el gasto superfluo o el lujo postizo; siempre hemos vivido al margen de todo ello. Y lo seguiremos haciendo. Para bien o para mal.

Ya lo sabes, amigo mío, amiga mía: marchamos dentro de poco, de muy poco.

¿Te vienes...?

(Imagen: El Hermitaño)

4 de marzo de 2012

Carretera y manta



El péndulo, que nunca cesa de oscilar, ha alcanzado el otro extremo del arco iris. Vuelve a indicarme la necesidad, la urgencia, de pisotear el asfalto fresco. Y nada de una escapada, una salida corta, una breve incursión; señala varias semanas, un mes, puede que más aún. Quizá un viaje sin regreso, pues nunca se sabe.

De hecho, un viaje así siempre supone la muerte de tu yo anterior. Regresas cambiado; el rostro, el ánimo, el corazón, la mente y el espíritu, no son ya los mismos. Mudan, crecen, adquieren una consistencia distinta. Lo sabes, y se te nota.

El garbeo, tras las maravillas vistas y vividas en Castilla y León y las de la escabrosa Castelló, se dirigirá en este caso, creo, hacia la vecina Murcia, tierra ignota de la que nada conozco, y cuya llamada produce una mezcla de inseguridad y deseo.

La canana está llena (aunque puede que no por mucho tiempo...); la nevera repleta de viandas y repostería caseras; mi casa (y la de todos los que así la sientan...) aguarda, impaciente también ella, la partida; el asiento del acompañante permanecerá vacío, el tiempo que quiera él estarlo; y el entusiasmo, lejos de desfallecer, no deja de crecer...

Y, además, sé qué me espera a la vuelta: un terreno de media hectárea listo para ser cultivado, desarrollado, enriquecido. Nada conozco, del arte, pero tanto deseo tengo de la aventura en la carretera como de aprender a zurcir la tierra y que, tras unas maniobras casi mágicas y un tiempo prudencial, algo surja de ella; ...algo, si es posible, comestible.

Con ese trabajo de disfrute en perspectiva, marcho. Me espera un mes de andanzas insospechadas.

Pues venga, al pavimento...

Ea!

(Imagen: El Hermitaño)

19 de febrero de 2012

Ser uno mismo...



"Amigo mío, la Naturaleza ha dado a cada hombre un estilo, como una fisonomía y un carácter. El hombre puede cultivarla, pulirla, mejorarla; pero cambiarla, no."

Gaspar Melchor de Jovellanos (1744-1811)

(Imagen: El Hermitaño)

18 de febrero de 2012

La casualidad inevitable (hados...)



Quizá suceda una vez en la vida, puede que sólo una cada muchas de ellas. Por un instante no supe si vivía del lado de la realidad, del sueño, o en ambos mundos al mismo tiempo. Porque así fue: las costuras desaparecieron, y los contornos mentales y empíricos que, por una parte, dan consistencia a lo que solemos llamar realidad, y que por otra siempre mantienen vaporoso, como envuelto en niebla, ese otro universo de la fantasía, saltaron hechos pedazos. Es increíble (me estremezco al pensarlo aún hoy, casi un mes después...), pero creo que creé mi propio futuro, forjándolo a partir del mero deseo y la imaginación. Por un momento tomé (en toda la literalidad del término) las riendas de mi propio devenir, y le insuflé la vida preciosa.

Trataré de ser breve y pasar de la retórica a los hechos... Debo dejar constancia del suceso tal cual; esto no es cuento ninguno, ni una invención sin más: ha sucedido palabra por palabra; a quién lo lea (¿alguien lo hará?, me pregunto...) le corresponde decidir si todo es producto de una mente en exceso ofuscada por la soledad, o si hay algo más. Yo me limitaré a exponer los hechos. Son éstos:

Un lunes por la mañana, a mediados de enero, al salir de la ducha decidí coger la autocaravana y marcharme un par días a la playa de Piles, donde suelo ir cuando prefiero gastar poco en gasoil y disfrutar, en cambio, de mucho en sol, silencio y amplios horizontes. Es una playa tolerante con los caracoles sobre ruedas que tienen a bien descansar en sus calles, beber sus aguas y calentarse con la energía radiante de la estrella... He ido en dos decenas de veces, y persistentemente me detengo en la misma franja de la avenida, la que muestro en la foto.

Bien. A veces, y esto lo escribo con cierto embarazo, mi mente fantasea respecto a posibles encuentros con gentes (féminas casi siempre, para qué engañarnos...), que aparecen aquí, allá o acullá, en el momento menos pensado, merced a una casualidad, a una aparentemente inconexa sucesión de acontecimientos fortuitos. Hilvano una historia (hablo de un acto mental que dura, en total, un par de minutos, supongo que no seré el único que imagina estas bobadas... al menos, eso espero), me recreo con ella, con un encuentro que después puede dar lugar a cosas más serias, y luego lo olvido todo, o en su mayor parte. No es habitual que se cumplan (mejor dicho, no lo hacen nunca), de modo que no les doy ninguna importancia. A fin de cuentas, no son más que invenciones, ¿verdad?

En este caso, la historia era así: en la playa de Piles, por la mañana, yo salía un día de la caracola, cogía una garrafa de agua vacía y me acercaba a una fuente cercana para rellenarla. Al volver, divisaba a una chica joven, bastante atractiva, con buena figura (supongo que lo entendéis; ¿o es que voy a imaginarme un encuentro con una pobre anciana chocha, jorobada y sin dientes...?), que iba montada en bicicleta. Yo la veía (en mi sueño, claro), desde la distancia, dando vueltas con la bici alrededor de las manzanas de la avenida sin edificios. Y, justo al llegar yo al caracol, ella pasaba a mi lado; pero, por algún motivo que no llegué a elaborar bien (los sueños adolecen de fallos lógicos...), precisamente entonces, sufría un leve accidente, cayéndose de la bicicleta (suceso bastante improbable, desde luego...). Yo, en ese momento, dejaba la garrafa llena en el suelo y me acercaba a ella; le preguntaba si se encontraba bien, ella me contestaba que sí, pero, mirándose la pierna, comprobaba que tenía una pequeña brecha; nada grave, en cualquier caso. Entonces, la invitaba a ir a la caracola, en donde tenía algodón y agua oxigenada, le sacaba una silla, ella se curaba, empezábamos a charlar y, bla, bla, bla... hasta Dios sabía dónde.

Para no soslayar ningún detalle, indicaré que en mis casi veinticinco días en la playa de Piles jamás he visto una chica joven con bicicleta; si fuese una escena habitual allí, desde luego no se me ocurriría contar todo este asunto...

Bien. Hasta ahí el sueño. Tal cual lo imaginé... Ahora la “realidad” (la entrecomillo porque..., porque..., bueno, no sé por qué...): Viernes por la mañana. Llevo ya dos días en la playa de Piles, y me dispongo a marcharme a otro lugar. Cojo una garrafa de agua vacía (a todo esto yo ya había olvidado por completo el cachondeo mental del lunes al salir de la ducha...) y me dirijo hacia la fuente para llenarla... Una vez bien envasada el agua, regreso a la casa móvil... Mas no, no es lo que parece; no me sucede ningún hecho extraordinario: llego hasta el caracol, guardo la garrafa y todo normal. Pero, entonces, advierto que no tengo pan... así que voy a una tienda cercana, donde me apropio de una buena barra recién hecha. Salgo de la tienda, y voy pensando adónde podría ir, a qué otro lugar no muy lejano tal vez podría ir... Entonces la veo. Es una chica joven, bastante atractiva, con buena figura (me cercioro de ello porque lleva unas mayas negras apretadas y tal...), que va sobre patines. Yo la veo (ahora en la “realidad”, claro), desde la distancia, dando vueltas alrededor de la manzana, precisamente, en que estaba aparcada la autocaravana; la mía, porque había otras en otras manzanas de esa misma avenida. Bien. Yo voy, lentamente, acercándome, mientras la observo (parecía estar aprendiendo a patinar, dado su insegura marcha), todavía sin recordar nada de lo imaginado días atrás... Llego al caracol, con mi bolsa del pan, y justo en ese momento, la chica gira la esquina, avanza hacia mí, se pone a mi altura (esto último sucedió todo en unos cinco segundos, o así), me mira de reojo y, de repente, afirma mal una de sus bonitas piernas, pierde el equilibrio, y se va al suelo... Yo sé que no es nada grave, pero dejo la bolsa del pan en el suelo, me acerco hasta donde se hallaba la chica, le pregunto si se ha hecho daño, me contesta que no, algo ruborizada, y se mira el brazo, que tiene un leve rasguño... Y justo, justo entonces, lo recuerdo todo.

Recuerdo el sueño, la quimera imaginada el lunes anterior. Recuerdo la concordancia, casi absolutamente total, de lo trazado por mi mente a la sazón y lo que estaba viviendo en ese momento. Y, lo admito, siento miedo. Una ligera correspondencia hubiese bastado para hacerme reír; pero la exactitud del episodio era tal (encajaba toda la historia, excepto en los nimios detalles de que la chica iba en patines en lugar de con bicicleta, yo volvía de comprar pan y no de rellenar agua, y ella se miraba el brazo en lugar de la pierna), era tal, digo, la exactitud, que me desarboló emocional, psíquicamente. Me acobardé, y no seguí adelante. Ya “consciente” (por escribirlo de algún modo...) de lo que estaba sucediendo, no pregunté si necesitaba agua oxigenada o algodón. No la invité a pasar a la caracola, ni le saqué la silla e iniciamos charla ninguna.

Ella se marchó, alejándose, para siempre (ahora lo sé...). Y yo, sobrecogido, sospechando que sobrevolaba por encima de mí algún espíritu juguetón (o que, peor aún, yo era ese espíritu), perdiendo por momentos la perspectiva de donde estaba lo real y lo imaginado, decidí marcharme, largarme sin mirar atrás, abandonando aquella escena alucinada, tan lejos de la realidad como del sueño. Era una memez, claro: si había algo junto a mí ya podía yo irme lejos, que no iba a librarme de su presencia... Pero necesitaba huir; ya digo, la experiencia me superó.

Pero no pude hacerlo; al menos, no de inmediato. ¿Por qué? El caracol no arrancó. Más de ciento cincuenta ocasiones, hasta entonces, desde que está conmigo, había llegado a la vida sin problemas; siempre a la primera, siempre sin titubeos. Pero no aquel día. Aquel día decidió rebelarse, sublevarse ante mi intención de abandonar la playa de Piles. Repito: jamás me ha fallado, ni hasta entonces, ni desde entonces. Sólo aquella vez. ¿Por qué? Aún sigo buscando la razón (y no la habrá, me temo...).

Con unas pinzas, y el auxilio de otro coche, la batería recuperó su energía y al fin pude poner en marcha la autocaravana. Y me marche, sí, de allí. Mas el suceso, a pesar a todo, me hechizaba. Así que, al día siguiente, volví y estuve un par de jornadas más, en el mismo sitio. A la espera. No sé muy bien de qué, pero aguardé a que sucediera “algo”. Naturalmente, nada pasó (ya había sucedido, y en bastante cantidad, el día previo...).

El fin de semana siguiente cogí de nuevo el caracol sobre ruedas, y puse rumbo a la playa de Piles. Tampoco sé en esta ocasión qué buscaba; en cualquier caso, llegué a mi plaza, en la avenida sin edificios, estacioné, y no vi ningún otro caracol. Me extrañó. Al cabo de un rato vino un coche de la policía local, invitándome a marcharme, porque las autocaravanas estaban prohibidas allí... Estupefacto, le pregunté desde cuándo, dado que yo era un habitual del lugar y jamás nos habían puesto ningún problema. El policía contestó que justo desde el mismo domingo anterior, es decir, el último día que yo pisé aquella playa. Por tanto, jamás podré volver allí a lomos del caracol. Jamás. ¿No quieren que vuelva (y no me refiero a las autoridades legales...), quizá?. Y, ¿por qué? Tampoco lo sé...

Ha pasado cerca de un mes desde aquel extrañísimo suceso, y cada vez entiendo menos qué me sucedió. Algo pasó, allá, en la playa de Piles, algo grande, algo trascendental (no en el sentido kantiano, desde luego...) ¿Azar, mera coincidencia de ideas y hechos, creación de nuestro propio acontecer, majadería new-age o unión inefable entre el yo, el inconsciente, el mundo, y el destino?

Por favor, las líneas están abiertas...

(Imagen: El Hermitaño)

9 de enero de 2012

Maderas nobles



El hombre que vive ajeno al trabajo manual es como la cocina que carece de fuegos: una total inutilidad. En efecto, aunque la especial agudeza del intelecto y la profundidad (o barbarie, cuando se da) de nuestro corazón son, con toda probabilidad, los componentes esenciales del ser humano, lo que nos distingue de los demás seres vivos, no es menos cierto que poseemos unas manipulantes y diestras manos, unos brazos fuertes y una arquitectura física que nos permite afrontar, con éxito muchas veces, tareas manuales que pueden llegar a ser enormemente placenteras, además de convenientes y necesarias.

Admito mi predisposición a arrebujarme en la cama para ocupaciones “intelectualoides”, a descansar las posaderas en la silla frente al ordenador con demasiada frecuencia, y a mantener las manazas en los bolsillos en cuanto surgen imprevistos en casa. Pero en el campo la cosa cambia. Tal vez impulsado por el frío invernal, el cielo azul intenso o el mimoso sol de la mañana, siento un apetito gigantesco por, en estas semanas de tiempo ligeramente riguroso, dedicar mi cuerpo (y buena parte de mi alma...) a esas faenas briosas de tala, recorte, almacenamiento o quemado de los residuos madereros y las de desbroce y engavillado para futuras necesidades de fuego.

Hacia las nueve de la mañana ya estoy allí, en la choza. El moquillo, que ha aparecido por el fresco matutino durante el trayecto de tres kilómetros a pie, desaparece en cuanto me cambio de ropa. Alcanzo la sierra, saco la escalera y asciendo hasta el último peldaño. Echo un vistazo al universo de ramas y brotes que hay por encima de mi cabeza y empiezo a tantear... “Por aquí no, hay que dejar algún brazo para que salgan los guayacanes”, me digo. Otras veces no tengo piedad: “Toda la ramería de la higuera fuera, menos los dos miembros principales”. En ocasiones son indulgente, y sufro de afectación: “respetaré el helecho; no en vano fueron de las primeras plantas en aparecer sobre la Tierra...”. Reposo la sierra sobre la madera para saber dónde hay que rajar, descanso mis piernas sobre el metal de la escalera, dejo una mano libre, la apoyo sobre el tronco principal, y con la otra aso con fuerza la sierra. Y empiezo.

Es una sensación de gozo extrañísima. Deslizándose arriba y abajo, la sierra va perforando la madera, penetrando en las sucesivas capas, los anillos de crecimiento, como horadando la vida acumulada por el ser vegetal que tienes enfrente de ti. Hay una impresión singular, casi mística (si pudiera aplicarse para este caso) de unión entre tú y el árbol. Unión que nace de la destrucción, devastación a veces, incluso, que sufre una de las partes, pero que pese, o tal vez precisamente a causa de ello, la hace más fuerte. Tanto él como yo nos beneficiamos de esa, aparentemente, colérica explosión de fuerza mientras la sierra corre por sus entrañas; mis energías se agotan liberando a mi igual de toda la prescindible carga, ese envoltorio insano, permitiéndole más tarde crecer con nuevos brotes más vigorosos y resistentes en su ser, brindando frutos jugosos y llenando de abejas e insectos el aire de la próxima primavera. A mi vez, toda la madera recolectada, ese depósito de luz solar almacenada gracias a la sabiduría de la naturaleza, me será cardinal para calentar el hogar si fuera necesario mediante la epifanía del fuego, dar el calor preciso para cocer paellas y guisos y facilitar la combustión de restos más trabajosos y no tan dispuestos a ser devorados por las llamas.

Se trata, ya se ve, de una relación simbiótica: ambos salimos ganado. Pero no solamente en el contexto pragmático; la sierra pone en contacto dos entes, dos realidades ontológicas, distintas, pero idénticas en esencia. Más allá de las materias habitan las almas, la suya y la mía. Esto, que parece broma, va muy en serio: todo aquel que haya percibido un árbol lo sabrá. Para quien no sea más que un montón de madera no entenderá nada, naturalmente.

Una vez despojado de sus excedentes viene el trabajo, igualmente encantador si lo haces con tiempo y ganas, de cortar en pequeños pedacitos los ramales mayores y separar los menores para “remulla”. Así, te pones en dirección al sol temprano, coges las tijeras y podas aquí y allá; después, de nuevo con la sierra, confeccionas ligeros tronquitos, que almacenarás en cajones de naranjas para su uso posterior. Proporciona una satisfacción maravillosa ver toda esa sustancia leñosa convenientemente apilada y preparada, así como contemplar al árbol liviano y aliviado, y saber que todo es obra de tus manos, sobretodo si éstas no suelen ser motores de creación o transformación en el mundo empírico, como suele ser mi caso. Por otro lado, no hay que echar nada a la basura; todo sirve, en el mundo natural. Los desechos más livianos, el ramaje verduzco, servirá para hacer compost, alimentar a animales rumiantes, si los tienes, o como se ha dicho, catalizar el fuego purificador si no queda más remedio que librarnos de tales desechos.

La labranza no tiene fin; siempre hay quehacer: reparar cercas, pintar paredes, eliminar malas hierbas, construir algún cobertizo... esto por lo que atañe a funciones manuales. Las otras, las que dan energía más específicamente a la mollera o al espíritu, tampoco se terminan allí, en la choza: sol eterno, gatos imperecederos con sus travesuras, lecturas mil, conversaciones a la luz astral, siestas agradecidas, vigilar el correteo de las nubes, el rumor del viento, o sea, todo el cortejo ya conocido de hechos y actuaciones naturales, sembradas bajo la presencia de esos troncos majestuosos y (ahora) recortados, suaves como la calva de un recién nacido, y a punto para recibir el siguiente ciclo de estaciones, de vida y de muerte.

Y allí, junto a ellos, estaremos nosotros, aguardando con ansia la próxima oportunidad de emplear la sierra, formar un caos de ramas, hojas y troncos y entrar, a Dios gracias, en contacto profundo con nuestros hermanos silenciosos del reino vegetal.

(Imagen: El Hermitaño)

1 de enero de 2012

Senda abierta



Si hay un camino para cada hombre, lo más probable es que me haya extraviado desde que nací. Nunca lo he hallado; jamás he tenido la sensación de seguir un sendero único y unívoco. Antes al contrario: siempre he creído que me movía por varias vías diferentes, tomando de cada una lo que más me convenía. He cambiado de carril cada dos por tres, a veces con demasiada presteza, como huyendo, desapareciendo del mapa, para después ocuparlo por un momento de nuevo. He probado casi todo el espectro de comportamiento social y, al fin, con suerte o sin ella, pues poco importa, he llegado sin proponérmelo (¿o sí?) a configurar un rastro propio entre las vías principales por las que circula la sociedad. Apenas se ve, dicho rastro, no es más que una uñada en medio de esas grandes calzadas marcadas con asfalto fresco que constituyen el ir y venir del mundo occidental, los modos de vida salientes y dominantes.

¿Es propio, mi camino real, en verdad? Realmente no. No he podido elegirlo en su totalidad (¿quién está en disposición de hacerlo?); ha habido hombres (y alguna mujer) que han ayudado (¿o influido?). El estímulo externo es imperioso: un hombre solo no construye nada por sí mismo sin mirar a otros, aunque lo haga de soslayo, como sin querer. Pero, y lo escribo con desacostumbrado orgullo, debo decir que he respondido menos de lo que era esperable al impacto mediático, al influjo social, a la constante actividad roedora del entorno, que consiste en mellar la autodeterminación a base de una serie de clichés y estereotipos sobados, que se ven como modelos a imitar y que acaba por premiarse con el visto bueno de tu tropa y del apoyo, presencial y emocional, de la misma. El soborno, sin embargo, no ha funcionado. Tal vez me dejé llevar algún tiempo, los años mozalbetes, en donde había tanta opción que me arrastró la primera que se topó conmigo. Y estuvo bien: aprendí qué (y cuánto) podía sacar de todo aquello. Resultó ser no mucho, pero lo suficiente para enterarme de hacia dónde no debía ir. A los quince años poco puede uno entender la realidad social; si acaso, que hay unos y otros (unos y unas que te gustan, y otros y otras que no), y que hay que elegir (jamás olvidemos esto: que hay opción de elegir; parece intrascendente, pero muchos quizá ni siquiera saben que pueden hacerlo...). Que la elección sea la correcta es intrascendente. Porque no la hay. O, mejor, la hay, pero nunca sabremos cuál es.

Sólo cabe escoger. Es curioso que la elección no es, creo que casi nunca, consciente. Surge como por azar, va encauzándose por sí misma, a partir de pequeñas decisiones, diminutas negativas y vacilantes asentimientos. La ruta vital de cada uno toma cuerpo, en su integridad, sólo cuando hemos vivido ya un poco a nuestro modo, cuando hemos adoptado, con inseguridad no exenta de firmeza, las líneas maestras que van a ser una personalidad específica que se encamina hacia la madurez, pero que aún está verde en su esencia, que aún es novata en esas lides existenciales.

Desde luego, no se acierta en todo. Hay muchos rasgos que nos desagradan (aunque no lo reconozcamos, la mayoría del tiempo), porque es imposible, y totalmente indeseable, forjar un espíritu propio que no cometa errores, fechorías o burradas de toda naturaleza. Pero esa imperfección es el margen para mejorar, tan amplio que llega hasta el infinito. Ante tales defectos no cabe disgustarse, sino aceptarlos, y llevarlos a su mínima expresión hasta donde sea posible. De lo contrario, cabe prepararse para quedarse solo.

Por muy distante que hagamos nuestro sendero, por mucho que se separe, en alma y en geografía, de las vías consolidadas y frecuentadas, siempre termina en un foco que es común a todos, el punto central de la desaparición: la muerte. Esta une cada una de las vías, otrora abiertas, y las enlaza en una zona universal, como el centro de una ciudad es unión de las calzadas que transcurren a su alrededor. Lo distinto se hará uno; la variedad terminará indistinta.

Pero, mientras tanto, el camino que recorramos es propio, unitario, inseparable de nosotros mismos. Podemos sustituirlo por otro (cambiar de carril requiere arrojo, agallas, pero también no tomarnos demasiado en serio, reírnos de lo que somos...), porque nada es para siempre. Todo tiene un fin, la marca del destino.

Pues bien. La senda abierta ante tus pies guiará tu camino. Síguela, no tienes nada que perder. Ni que temer. Sólo quienes no saben adónde van se intimidan ante lo desconocido. La senda, en la que te va la vida, dirá hasta dónde llegarán tus pasos. De ti depende seguirlos, o no.

La senda se mantendrá abierta, hasta que tú quieras.

(Imagen: El Hermitaño)