26 de febrero de 2007

Sobre la pregunta de si existe un Dios

«Alguien preguntó al señor K. si existía un dios. El señor K. respondió: "Te aconsejo que reflexiones si tu comportamiento cambiaría según la respuesta a esa pregunta. De no cambiar, podemos abandonar la pregunta. Si cambia, yo podría al menos ofrecerte alguna ayuda diciéndote que ya te has decidido: tú necesitas un dios"».

Bertolt Brecht, Historias del señor Keuner.

24 de febrero de 2007

Vidas esclavizadas



Es sorprendente lo que llega a ser capaz la gente por mantener su nivel de vida. No les importa en absoluto la propia vida, cómo vivirla o qué hacer con ella, con tal de poder preservar su boyante economía.

Porque, hoy, lo que semeja vida no es más que una carrera desenfrenada e incoherente hacia un bienestar material mayor: compramos de todo, que no necesitamos, nos apuntamos a todo, que jamás aprovechamos, trabajamos sin parar, ansiosos por no ver desaparecer de nuestros bolsillos los billetes de nuestra devoción. Queremos mantener el nivel de vida, pero lo hacemos a costa de la propia vida.

Pienso en aquellas personas encerradas en fábricas, agobiadas por ruidos y hedores, aspirando serrín, trabajando ocho horas diarias en un ambiente de infierno (excepto por las ocasionales amistades que uno llega a trabar, en medio de un caos de desprecio y envidia). Pero también en ejecutivos, en funcionarios, en gentes corrientes de la calle, dispuestas a ahogar su existencia con su aspiración de una vida supérflua, económicamente productiva aunque humanamente deplorable, vaciadas de cualquier valor.

Yo preferiría vivir en la indigencia, yendo a la casa de la beneficiencia dos veces al día para tomar un plato de comida caliente, vestido con andrajos, ojeando los periódicos de la biblioteca y tomando el sol cada día mientras camino sin rumbo fijo, que esclavizarme por una vida que no quiero, por un trabajo que detesto, por unos conocidos a los que no deseo ver. Y ello no sería denigrante, no supondría agravio alguno; al contrario, entonces la vida estaría marcada por una dignidad total, la de vivir de acuerdo a una liberación diaria, en lugar de un constante devenir hacia la degradación que estamos viviendo.

Me sonrojo al ver a ciertos tipos con sus coches lujosos, con sus trajes bien planchados y tintados, y sus móviles de última generación, llenos de satisfacción por cómo viven. Pero su fachada no lleva a engaño: en realidad no viven, encadenados como están al yugo de una esclavitud invisible, sin nombre ni rostro, pero real.

La vida parece estar escapándosenos. La clave de todo el asunto radica en la conciencia por una existencia alejada de trivialidades materiales, al tiempo que estimulada gracias al trabajo, convertido en diversión. Si esto no es posible, cabría trabajar medio año completo, y el resto dedicarlo a nosotros mismos. Si esto tampoco es posible, podemos intentar vivir de otros, ayudando en lo que podamos. Y si todo esto falla, entonces el último recurso, no por ello menos humano, de la indigencia.

Por supuesto, muchos preferirán cualquier otra opción a esta última. En sus mentes es impensable verse como mendigos ante los ojos de los demás, claro, pero lo que parecen no advertir es que, de hecho, se están conviertiendo en mendigos de sus propias vidas. Dentro de poco los veremos pidiendo limosna, pero no para un bocadillo o una cerveza que les alivie el estómago o las penas, sino para el alma, para evitar perpetuar una vida desdichada y llena de fracaso.

Y ésa es una limosna mucho más dificil de conseguir que cuando arrojamos unas monedas a los pies de los mendigos. Los indigentes siempre hemos sido nosotros.

18 de febrero de 2007

Enamorado del Cosmos



Hay quienes aman a su pareja.
Hay quienes aman a su mascota.
Hay quienes aman a sus padres.
Hay quienes aman a sus amigos.
Hay quienes aman un equipo de fútbol.
Hay quienes aman a su país.
Hay quienes aman el futuro.
Hay quienes aman lo vivido.
Hay quienes aman un paisaje.
Hay quienes aman una sonrisa.

Yo no puedo decir que no ame también a todas esas cosas y muchas otras; pero el verdadero amor lo siento cuando miro hacia arriba, cuando contemplo de dónde provengo y la piel se eriza al saber que parte de mí mismo estuvo allí tiempo atrás, y que tras incontables eones allí volverá. Amo el Universo, lo amo en toda su extensión, material y espiritual. Lo curioso es que no recibiré jamás nada a cambio, porque el Universo es indiferente a nuestras pasiones. Sin embargo, quizá el amor no correspondido sea el único y verdadero amor que existe.

12 de febrero de 2007

Primavera de invierno



Resta aún más de un mes para la llegada de la siempre inspiradora primavera, pero parece hoy haberse anticipado, al brindarnos una jornada llena de calidez y cielos maravillosos.

Me resulta gracioso que mucha gente y muchos medios de comunicación relacionen directamente estos días singularmente calurosos en pleno invierno con el cambio climático. Es gracioso y bastante lamentable, porque la memoria siempre es corta: todos los años sucede algo similar, no hay más que echar la vista atrás y recordarlo. En mi caso, hojeando mi viejo diario he comprobado como casi siempre por estas fechas en el mediterráneo se dan días así, de altas temperaturas y viento seco. Sólo con echar mano de los archivos y las estadísticas uno puede comprobarlo por sí mismo, y aunque pueda ser verdad que un año sea especialmente caluroso, o especialmente lluvioso, a la larga esos extremos se compensan, y pasa siempre, más o menos, lo mismo.

En cualquier caso, hoy ha sido un día perfecto para pasear, quitándonos chaquetas y absorbiendo la especial energía del Sol, energía forjada en sus abrasadores interiores hace ya más de un millón de años, y que alcanza ahora la Tierra, poniendo en movimiento la maquinaria climática como lo ha ido haciendo desde el origen del mismo planeta. Y esa energía, combinada con los factores climáticos propios de la Tierra y las condiciones meteorológicas concretas sobre la Península Ibérica, nos han ofrecido una jornada radiante de luz y color, que semeja la llegada de la primavera, la estación que supone el vínculo eterno entre la muerte y la vida, el ocaso y el renacer.

Aún no estamos en primavera, es cierto, pero yo la siento ya en mi interior. Dejemos, para terminar, que unas palabras de Jack London sean las últimas hoy y antecedan el nacimiento de esa estación tan especial:

"Volvía el sol, y con él despertaba la Tierra del Norte que le llamaba. La vida empezaba a agitarse otra vez. La primavera se sentía en el aire. Llegaba hasta él la pulsación de las cosas vivientes que crecían bajo la nieve, de la savia que ascendía por los troncos de los árboles, de los capullos que hacían estallar la capa de hielo que aún los cubría..." (Jack London, "Colmillo blanco")

(Foto: Jordi Cantó i Garcia; Fotonatura)

9 de febrero de 2007

Locura por escapar

Siempre me he sentido a gusto en esta tierra. Forma parte ya de mí, y es algo más que simple apego; se trata de identificar como propios ciertos paisajes, ciertos aromas, y notar lo pisado como si fuera una extensión de tí mismo. Percibes que formas un todo con lo que te rodea, porque lo conoces, porque lo estimas y quieres conservarlo.

Pero en los últimos tiempos noto algo de desasosiego; necesito ir más allá de esta frontera tan cercana, abrir el espacio de nuevas tierras y desconocidos amaneceres. Suena cursi, pero es lo que siento: ansia de escapar, de huir de lo que te ha rodeado hasta ahora, no porque te canse o no tenga algo que ofrecer, sino por el hecho simple de avanzar hacia lo lejos. En un tiempo en el que amigos próximos hacen realidad sus sueños, en el que se inician grandes viajes, se descubren culturas y comienzan aventuras extraordinarias, yo siento que no podré estar por mucho más anclado en esta luminosa y cálida comarca.

La pena es que han arruinado la única manera plausible y asequible que tenía para huir. Y lo han hecho los de siempre, los que marcan las normas, los que, como decía en el post previo, no quieren sino su parte del pastel. Con todo, uno debe seguir en la lucha. A la vuelta del tiempo, quizá, lo que ahora es inalcanzable se torne factible.

Y, así, sólo queda soñar, eternizar esos instantes de gozo que se supone están por llegar, y estar dispuesto a hacerlos realidad aunque suponga, de nuevo, por enésima vez, el sacrificio. La expiación será necesaria tras el infortunio; la dolorosa privación, también. Así es la vida, cruel sí, que desagarra el espíritu, pero asimismo siempre dispuesta a ofrecer otra oportunidad.

Sólo queda, por lo tanto, soñar con el tiempo que permita huir, escapar de esta especie de cárcel disfrazada de paraíso en que mi tierra se ha convertido. La adoro y la quiero, pero aún deseo más la que me es desconocida, aquella que aguarda, impaciente ya, en el confín visible, como a años luz.

No es momento de volver a errar. No cabe la espera. Habrá que hacerlo ya.

2 de febrero de 2007

La furia (el sueño destruido)





















Uno, como ya he dicho muchas veces (y resulta obvio con sólo examinarnos a nosotros mismos) vive su existencia rodeado de sueños. Sabemos que unos no se cumplirán; de otros albergamos más esperanzas, aunque aceptemos su dificil resolución. Y hay otros que parecen hacerse realidad casi sin proponérnoslos.

En mi caso, el sueño que había estado merodeando en mi interior, cuya fuerza me había instado a romper con mi sosegada vida, cuyo ímpetu me había lanzado a trabajar (algo impensable hasta que vi factible hacerlo realidad), ha quedado reducido a cenizas, desintegrado por una estúpida y maldita ley que tan sólo aspira a saquear nuestras maltrechas economías personales.

Vivo con tanta austeridad y lo que anhelo (anhelaba...) cuesta tan poco que todo euro que pesco es casi como un tesoro. Nadie puede comprender esto si su vida se concreta en echar mano constante de la tarjeta de crédito o parar esa misma mano ante papá cada vez que desea salir de marcha o hacerse tal o cual capricho. No soy un currante (jamás llegaré a ese extremo, entendiendo la vida como un mancillar constante de trabajo desencajado), pero tras el esfuerzo realizado en dos veranos y viendo en sueño al sueño (redundancia obligatoria) materializarse ante mí, estaba razonablemente convencido de que el momento cumbre había llegado.

Tras unos días en que los exámenes, casi como espadas cruzadas, me impedían moverme del sitio, pensaba hacer un viaje a Alemania y adquirir, por fin, mi casa rodante. Era ése el plan, sencillo, directo, sin complicaciones, y a partir de entonces vivir como jamás había soñado. Ése era el plan, en efecto, pero unas noticias vertidas en mi correo (por un aliado en lo que ahora se ha convertido en una especie de guerra contra la avaricia y el afán de lucro de ciertas entidades gubernamentales) lo hicieron saltar en pedazos. Resultaba que no, que no era posible que un tipo como yo, ingenuo, inocente, incapaz de hacer daño más que a sí mismo y dotado de espíritu pacífico, pudiese dar forma real a su sueño. Debía no sólo cumplir con los trámites legales, papeleos interminables y otras lindezas tan habituales en estas gestiones burocráticas, sino que además, en un alarde de solidaridad y buen talante, para poder traer aquí, a España, a mi tan sentida y esperada autocaravana, era obligatorio desembolsar una cantidad casi igual al coste del propio vehículo. Esto es así porque: 1º, me prohíben comprar más allá de cierta antigüedad; 2º, me obligan a pagar un impuesto de homologación disparatado (cerca de 2.000 euros...) y, 3º, exigen el pago a Hacienda de una cantidad próxima al 15% del valor total. Es decir, que lo que en principio podía suponer un gasto de 1, ahora se multiplica por dos... .

Una ley tal, propuesta, aceptada y puesta en marcha en un tiempo récord, no puede deberse más que al instinto carroñero de las instituciones tributarias, que han visto el negocio existente en este tipo de compra-venta y quieren su trozo de pastel. Han visto que en ese sector se mueve dinero, hay beneficios, y se les hace la boca agua tan sólo con imaginarse el bote a fin de año. Y yo lo comprendería si se aplicara a ciertas carteras con varios ceros en la cuenta corriente; podría incluso hasta yo mismo aceptarlo si mi caso fuese el de un tipo al quien lo mismo da 20 que 22. Pero, claro, hecha la ley hecha la trampa; y, de paso, que paguen justos (y pobres) por pecadores (y ricos).

Es surrealista que hace unos días estuviese ya analizando los modelos finalistas, viendo los billetes de avión más baratos e imaginando cómo sería el viaje de vuelta, y que en un tris se eche a perder toda la ilusión y todo el placer que suponía hacer realidad el sueño. Pero si se debiera a mi inoperancia, a mi ignorancia o a cualquier otro aspecto cuya resolución de mí dependiera, entonces no habría problema alguno. La putada, el roto que ha supuesto la entrada en vigor de esa miserable ley, es que ya no depende de mí, que no es algo a superar por mí mismo (como sí lo era hasta ahora). Esto es algo que se me impone desde fuera, cuyo nacimiento viene a complicar la vida del austero dificultándole el cumplir sus sueños.

Estamos viviendo no en un mundo, sino en una jungla; la jungla del matar o ser devorado, la jungla de impedir que el contrario sea más feliz, más completo. Pero no es ya lo triste que seamos nosotros quienes nos lo hagamos dificil, sino que la propia sociedad, la que a priori vela por los intereses de los ciudadanos, la que nos debe ayudar a alcanzar aquella felicidad o a desarrollar la que ya poseemos, es triste que sea la sociedad, digo, la que acabe quemando y destruyendo los ideales, que no cumpla con su parte del trato y que ofenda y humille la libertad y la independencia que todos nosotros debemos tener.

En esta jungla sólo cuenta el billete, la cartera y la cuenta bancaria. Claro que eso ya se sabía, no es noticia de hoy. Pero para mí sí es noticia de hoy darme cuenta de que la lucha debe encarnizarse, porque nadie (de los arriba situados) para su puta mano en tu ayuda. Ellos van a hacer daño, van a querer más y más, ahogando, estrujando y asfixiando libertades, tan sólo en su propio beneficio. Uno no puede vivir en paz y armonía en un mundo dominado por pasiones bancarias, no puede hacer su vida sin ser obstaculizado de continuo. Sólo queda, me decía un amigo, ser más rápido que ellos, actuar con prontitud, dar vida al "carpe diem" y olvidarse de hacer planes de futuro, porque lo más seguro es que, ellos, te lo acaben matando.

Quizá tenga razón, pero de una cosa estoy seguro, y es que debo cumplir mi sueño. Tendré, seguramente, que pasar por encima de ellos, tal vez olvidándome del respeto a la ley, posiblemente haciéndoles tanto daño como ellos me lo están haciendo a mí, tal vez con la misma saña y fuerza por mi libertad que ellos emplean, no en dar una vida mejor a los ciudadanos, sino en oprimir un poco más la soga en torno a sus cuellos.

Estoy dispuesto a dar guerra, aunque sea el único del bando, porque a quienes matan los sueños, quienes lapidan las ilusiones de la gente con el fin de aumentar sus arcas, no deben tener otro destino que un lento agonizar, viendo cómo los carroñeros les arrancan los miembros y cómo hacen trizas sus deseos, esos deseos que, convertidos ya para siempre en polvo, alguna vez también tuvieron otros, a quienes en su momento ignoraron y despreciaron.