26 de junio de 2008

El agua y la vida



Dejando ya atrás el limbo primaveral, ese instante donde lo marchito renace y el hombre se ve imbuido de nuevas fuerzas, el verano emerge de repente y llena el aire con humedad y sofocos. Son tiempos de sudor, de esforzados trabajos y de horas a la lumbre de ese dios, verdadero, llamado Sol. Vivo, desde hoy, retirado en una minúscula casita centenaria, casi una cabaña, que algún desconocido ermitaño legó, sin saberlo él, a otro vividor en soledad.

Tengo la suerte, además, de contar con una diminuta piscina, que más bien debió ser en sus tiempos una balsa para el riego de los naranjales que rodean la vivienda. Son tantos, estos, y están tan cerca de sus límites que yo diría que incluso amenazan con hacerla desaparecer... y a mí con ella. A veces, unas pocas sólo, lo deseo.

La casita es, no puedo dudarlo, un edén, y el trago de agua que la acompaña, un regalo divino. Su pequeñez, tal que uno poco más puede hacer que meterse en ella, sin abrigar apenas deseos de moverse, es, irónicamente, su mayor beneficio. Pues refresca y descansa el cuerpo y la mente sin necesidad de cuidados especiales, ruidosos o caros. Conserva maravillosamente bien su contenido, recibiendo únicamente unas pizcas de cloro en casi todo el mes que permanece disfrutable. Y llenarla cuando llegamos allí, a finales de junio, previa limpieza de la ciénaga que se acumula en su lecho en el corto invierno, es todo un acontecimiento.

Recuerdo cuando, de pequeño, ayudaba a mis padres con la tarea, cargando cubos que vaciaba sobre las flores y los árboles (nísperos, higueras, guayacanos, etc), los cuales hacían, y siguen haciendo, de mi retiro un hogar verde, frondoso y algo indómito (pues no suelo eliminar las llamadas "malas hierbas"; son vida, embellecen y refrescan el ambiente... ¿cómo se puede denominarlas así?). Recuerdo el rumor de la corriente que fluía, salvaje, por el canal, y cómo me excitaba, como sólo puede hacerlo un niño de ocho años, cuando llegaba hasta mí ese flujo poderoso y caía en cascada hasta el fondo de la balsa. No olvido tampoco mi constante hábito de colocar mi cabeza justo debajo de aquel surtidor, como para bendecirme con el agua bendita, auténticamente bendita, fruto del corazón de la tierra.

Y también me acuerdo del momento en el que la alberca se colmaba y el fluido manaba por sus bordes, inundando el suelo de hormigón. Entonces, si mis amigos del lugar estaban por allí, nos montábamos en las bicicletas y chapoteábamos con las ruedas de nuestras inseparables compañeras, alzando un reguero de agua que nos empababa y hacía reír. O bien, en otras ocasiones, tomábamos los cubos y nos lanzábamos el agua sobrante unos a otros, en el clímax de una jornada acuosa a cuyo fin sentías a tu alrededor el fresco y cómo la vida agradecía esa inyección de energía y vigor, una bendición en aquellos días de calor poniente.

De nada sirve vivir en el pasado, lo sé, pero a veces los recuerdos son tan intensos, nos traen tantas sensaciones y nos hacen tan felices, que por momentos, una buena evocación puede llegar a ser mejor que un frío e indiferente presente.

19 de junio de 2008

"Northern Exposure" ('Doctor en Alaska'): o cuando la televisión brinda algo extraordinario e irrepetible



Mi aparato de televisión suele sentirse huérfano. Abandonado. Está a mi lado durante casi todo el día pero permanece mudo, ansioso por hablarme; mas no le hago caso porque no le necesito, tengo mil cosas y actividades a realizar antes que dedicarle mi tiempo. Si acaso, me informan los noticiarios, desperdicio alguna hora en un partido intrascedente y si se me fatiga la razón me ofrezco a una película, cercenada sin parar por los espacios publicitarios. Pero nada más. Bueno, nada más hasta que, hará ya casi una década, descubrí algo que cambió para siempre mi afecto por la televisión. Algo que constituye un tesoro, un regalo y una invitación a la vida. "Doctor en Alaska" ("Northern Exposure, NX a partir de ahora).

Una breve sinopsis, para el despistado: Joel Fleishman es un recién graduado médico de Nueva York. Un urbanita, burgués y acomodado, que aspira a trabajar en una clínica de alto nivel tratando a los famosos y ganando mucho dinero. Sin embargo, como el estado de Alaska financió sus estudios se ve obligado a prestar allí sus servicios durante cuatro años, pero por un error en los cálculos de presupuestos no le destinan al hospital de una metrópoli, como Fleishman esperaba, sino a un remoto y excéntrico pueblo, Cicely, de apenas 800 habitantes, a cada cual más extravagante. NX describirá, pues, las peripecias del doctor en relación a la gente a la que trata, a la naturaleza en la cual vive y a su propia evolución dentro de esa singular comunidad.

Un vistazo a los protagonistas ya nos da una idea somera de a lo que tendrá que enfrentarse el bueno de Fleischman: primero, y como plato fuerte, una interminable relación de tensión y pasión con Maggie O'Conell, su casera y piloto de avión, con quien ya empieza a tener problemas desde el primer momento al confundirla con una buscona; también con Maurice Minnifield, cacique y dueño de las emisoras de radio y prensa del pueblo, antiguo astronauta y hombre rico. Racista, egoísta, empresario sin escrúpulos y homófobo (si bien descubrirá lo mucho que tiene en común con los gays...), Maurice representa el lado oscuro de América, todo lo malo que el capitalismo y la educación estreñida puede suponer. En completo antagonismo hallamos a Chris Stevens, el gran acierto de la serie al simbolizar la mente abierta, el autodidactismo, la magia y el gusto por ayudar y escuchar a quienes lo necesiten. Es Stevens el semental, el artista, el locutor filósofo de cuya boca se expresan los mejores y mayores pensamientos y sentimientos del pueblo. A su lado encontramos a Ed Chigliak, indio aprendiz de chamán y cineasta apasionado, vive y ve la vida como una analogía con el séptimo arte, siendo un alma sensible, sencilla y siempre imbuido en sus cavilaciones, es un joven generoso y amable. Ayudará (e irritará, por sus costumbres) en más de una ocasión a Fleischman. El personaje de Ruth Anne Miller es, pese a su carácter secundario, muy relevante, pues es franca y habla sin tapujos, haciendo comprender a sus vecinos la realidad que a veces éstos no desean ver. La pareja formada por Holling Vincoeur y Shelly Tambo, separados por cuarenta años, se presenta como una unión imperecedera de espíritus contrarios; Holling es aventurero, arriesgado, amante de la naturaleza, que posee pocos pero verdaderos amigos (Maurice, entre ellos), sincero y curtido en muchas circunstancias de la vida; Shelly, por su parte, es apenas una veinteañera muy atractiva, simple e inexperta, extremadamente social y superficial, aunque afectuosa y natural. Su falta de luces es una de los recursos habituales en NX. Dejamos en último lugar a Marilyn Whirlwind, una nativa silenciosa hasta límites insostenibles, con cuyos monosílabos y actitudes desquiciantes Fleischman se las verá de continuo. Marilyn es, tal vez, el personaje total de la serie, el que se identifica con la sabiduría y la prudencia, la corrección de los valores ancestrales y la indiferencia ante los actuales. De ella aprenderá el buen médico dónde reside lo valioso y relevante de la vida, y dónde no. Gracias a Marilyn, de hecho, Fleischman irá progresivamente penetrando en la comunidad de Cicely, sintiéndose parte de ella, aunque finalmente...



Esta producción contó con seis temporadas, las dos primeras casi anecdóticas por su escasa longitud, pues sólo contenían ocho y siete episodios, respectivamente. Después de poder disfutar de todas ellas, (si bien hasta ahora únicamente se han comercializado hasta la segunda, para el resto debemos acudir a la mula), sigo pensando que la mejor es, sin dudarlo, la tercera. En la cuarta hay algunos personajes, a mi juicio, algo intrascendentes (por ejemplo el del Mike Monroe), y en la quinta, pese a sus momentos brillantes, se nota ya cierta falta de origininalidad, carencia más notable si cabe en la sexta y última temporada, que no recibió buena acogida del público por la desaparición de Fleischman y su sustitución por una pareja algo sosa... Pero la tercera de las temporadas, y en parte también sus dos predecesoras, contiene todo el arsenal que caracteriza, y hace única, a NX: innovación, historias paralelas literatura-realidad, relaciones hombre-naturaleza, choque entre lo civilizado y lo salvaje, la relevancia de los sueños, la muerte, la confrontación entre culturas, la historia y la ciencia como disciplinas falibles y no absolutas... y un sinfín de otros temas y tramas, tratados con un ingenio y originalidad jamás vistos en una producción televisiva.

Sus creadores, Joshua Brand y John Falsey, dos licenciados en literatura inglesa (de ahí la notable presencia de libros, filosofía y pensamiento en la serie), dieron con una combinación única de humor (inteligente, ácido y satírico), humanidad (sus cimas y miserias, lo peor y lo mejor de nuestra naturaleza) y "espiritualidad cotidiana". Supieron no lastrar, sino adobar con mimo cada uno de los capítulos con la ración intelectual justa, sin resultar pesados, sin sermonear, abriendo perspectivas y siempre dando a entender que hay más de un camino ante cualquier situación.

Lo maravilloso en NX no son sus personajes, sus paisajes o ni tan siquiera las propias historias narradas, que sin duda lo son, sino un aspecto habitualmente no reseñado y al que pocos hacen mención: NX no es una serie para ser vista y olvidada, como cualquier otra producción destinada a la risa fácil y al consumo de sillón (me viene a la memoria Friends, pero será seguramente un prejuicio y no seré justo porque no he llegado a ver nunca un episodio completo...mi frikismo por NX es exagerado...). NX no se ve, se piensa. No sólo nos reímos o pasamos bien al verla, sino que es justo cuando apagamos el televisor o el DVD el momento en que la serie empieza a ser ella. Otras creaciones televisivas mueren cuando termina su episodio, y el hombre o mujer que lo ha visionado puede volver a sus cosas, tras un rato de diversión. Si reponen el capítulo, nos cansa; quizá lo veamos, pero no hallaremos nada nuevo, nada que no sepamos ya. En NX, por el contrario, un revisionado nos descubre detalles (a veces curiosos, otros sorprendentes, en ocasiones vitales para entender el contexto, los conceptos o la trama) que habían pasado desapercibidos en un primer momento (yo mismo he percibido cosas relevantes... tras ver un mismo epiodio un par de docenas de veces...). NX no sería NX, moriría, perdería todo su sentido y su fin, si no le prestásemos más que 44 minutos de atención. Quien sólo ve NX está cometiendo un perjurio, repudiando la verdadera esencia de la serie. Si nos limitamos a verla estamos traicionando todo el tinglado, el intríngulis por el que NX existe... Pero esto debe experimentarlo cada cual, a su modo.

Repito: no hay que ver NX, hay que sentirla. Alaska (o más bien Cicely, esa comunidad de chiflados, rudos y genuinos habitantes) es, como se comenta en la misma serie, "un estado mental". Un estado mental en el que más importa el corazón y el espíritu que los ojos o nuestros oídos. Hagamos de NX una parte de nosotros, hagamos de esta pequeña isla de gentes peculiares un refugio donde abandonarnos en momentos en que nos rodee la estulticia. No para huir del mundo, sino para entrar de verdad en él.

Bienvenido a Cicely, bienvenido a la Vida.



(Espero, en un futuro, hacer algunos comentarios personales de episodios que considero especiales, para así tratar de demostrar que lo digo no es sólo producto de una mente fanática y devota de NX...:)

15 de junio de 2008

Microrrelato



"¿Es rocío lo que noto en mi cara? ¿O quizá lluvia?
La siento fresca, aunque espesa. No. No es agua, es sangre.
¿Pero mía? ¿O de quién? ¿Qué ha pasado? ¿Qué he hecho?
Oigo sirenas. Ambulancias, seguramente... o tal vez policías.

¿Vienen a ayudarme, o a por mí?
Aún no he muerto, pero apenas noto ya la vida.
Hay que vivir o morir. Ir adelante, o abandonar.

O me mato yo, o espero a que lo hagan ellos.
Sea
..."

(Dibujo: Bob Dylan)

13 de junio de 2008

De la hormiga a lo absoluto



Detenéos por un momento y contemplad todo lo que hay a vuestro lado. Por ejemplo, dejad atrás la ciudad, el pueblo o cualquier calle. Adentráos por un sendero, solitario (él y vosotros, a poder ser), y percibid. Cuando camino así suelo encontrar ríos serpenteantes de hormigas, a las que intento no pisotear, seres organizados y trabajadores que son todo en grupo y nada por sí mismas. ¿Somos también así los humanos? ¿Es deseable que lo seamos? Ninguna hormiga destaca sobre las demás, ninguna parece especial. Gregarismo es igual a mediocridad. ¿O no?

Ahora prosigamos hacia las montañas. Dirijamos nuestros sentidos en dirección a esas maravillas rocosas de tierra, hierba y selva de árboles. A veces salen de entre ellas montones de aves, pájaros que vuelan armoniosos con sus perfiles. Alguna ocasión se ve un halcón que, libre de las ataduras de la gravedad, planea en las alturas, observando lo que hay por debajo. Diríase que detecta mucho más que las hormigas, que su visión es más amplia. El mundo para él tiene otra escala, una nueva dimensión (metafórica y literalmente). Mucho mejor, pues. ¿O no?

Un vistazo ahora a nuestro amigo el cielo, ese firmamento burbujeante de estrellas. Si hay un ser inteligente en otro mundo distante, tal vez se pregunte hasta dónde alcanza su comprensión y su percepción del Cosmos. Tal vez se cuestione si se cree que lo sabe todo, si se ve a sí mismo como la cima de lo consciente. Su ciencia, su arte, la religión, la filosofía, o sus formas de entender la vida que para nosotros nos resultan inconcebibles, ¿son ellas, se dirá esa criatura, la culminación de su existencia? Inteligencia es igual a compromiso, a una pugna mental y espiritual por saber qué se es y hacia dónde nos impele la misma vida. ¿O no?

Por último, imaginemos un ser omnipotente y omnisapiente, conocedor de toda roca, toda chispa de vida y toda conciencia. Poseedor de cualquier estímulo, impulso, sensación o sentimiento del universo. Cualquier lágrima, el más nimio sufrimiento, el goce más efímero y superfluo. Un Dios, sí, pero no le llamemos así. Su excelencia es absoluta, su conocimiento, universal. Nada está fuera de él, no tiene carencia ninguna. Él lo es todo. No se pregunta, no se cuestiona. No hay interrogaciones, nunca más una curiosidad, un deseo por aprender, un amor que compartir. Su existencia está más allá de la realidad. Una meta deseable, quizá, para cuando hayamos muerto. ¿O no?

Hormiga, halcón, ser inteligente o esencia todopoderosa. Tal vez estemos en disposición de elegir. Tal vez no. Puede que haya quien siempre sea hormiga, comprometido con el grupo; otro se verá halcón, vividor por encima de los demás, pero a su vez ignorante de lo presente más allá de los cielos; otro más existirá en un cúmulo de divagaciones, contradicciones y búsquedas, sin cesar de reflexionar, anhelando una respuesta o un por qué; y unos pocos seguirán en su inexpugnable torreón, a años luz de toda vida, superiores a la concurrencia de seres de rebaño, la plebe despreciable. O eso, al menos, creerán ellos.

Uno no sabe lo que es. Casi, ni siquiera merece la pena planteárselo. Sólo se trata de un juego. ¿O no?

7 de junio de 2008

Sobre las personas y sus vidas

Cuando estuve de viaje través de las tierras valencianas, con la compañía de un buen amigo, solíamos hablar y discutir a la puesta del sol; quizá por ese ambiente calmado que nos envolvía, plagado de serenidad y silencio, salían a la superficie algunas cuestiones interesantes. No era una dialéctica excesivamente elaborada, como es de esperar, pero una de las veces hablamos acerca de un tema en el que manteníamos, y mantenemos, una posición opuesta. En realidad apenas dijimos unas frases al respecto, pero ello bastó para formarnos una idea de la opinión del otro (son muchos los años que nos han visto juntos y nos conocemos bien). Expondré la postura de mi amigo, según yo la entiendo, y a continuación ofreceré la mía. De entrada tengo que decir que, con seguridad, no haré justicia plena a los razonamientos que presentaría mi "adversario dialéctico", de estar presente él mismo en esta discusión. Pero trataré de situarme en su lugar y ofrecer un punto de vista lo más depurado posible, pese a que no sea el mío.

Su postura puede entenderse, de forma directa y sin rodeos, como sigue: "Hay vidas mejores que otras". Por mejores hay que entender, como es lógico, vidas más llenas, más completas, estimulantes y enriquecedoras para las personas que las viven. Obviamente no hablamos de mayor valor intrínseco, pues huelga decir que ninguna vida es superior a otra, sino qué tipo de vida puede ser más humana y provechosa. Cabe decir aquí que mi compañero considera su vida como especial, por cuanto se dedica a los asuntos del intelecto y del espíritu a tiempo completo, brindándose a sí mismo una existencia que él percibe como total e insuperable: el tiempo centrado en la lectura, el descubrimiento, la creación literaria, la contemplación y demás actividades similares, le incitan a suponer que ésa vida, la suya, es la mejor posible, o más exactamente, que es mejor que la de muchos otros.

Esta conversación surgió a raíz de observar, mientras comíamos en un bar, a un tipo que estuvo prácticamente dos horas consecutivas encadenado a una de esas máquinas tragaperras, ausente de todo lo que le rodeaba y de cualquier realidad externa. Sus hábiles dedos manipulaban los botones con experiencia, y sus ojos chispeaban, según pude ver aún en la distancia, con la expectativa de una hipotética recompensa económica.

Fue entonces cuando mi amigo susurró algo como esto (no recuerdo exactamente cuáles fueron sus palabras):

- Joder, que vida más miserable. ¿Cómo puede perder su tiempo de manera tan estúpida?

Ambos reconocemos, naturalmente, que los ludópatas -aquel sujeto parecía ser uno de ellos, aunque era imposible asegurarlo- tienen un problema, sufren una enfermedad, por lo cual resulta difícil que ese rato que estuvo allí fuera representativo de su vida, de cómo vive y lo que valora. Pero imaginemos, tomándonos gran libertad, que ese tipo supiera controlarse, sin acabar obsesionado ni superado por el ansia de juego constante, y supongamos también que es un hombre corriente, currante, como tantos otros, de nueve a siete, y que al llegar a su hogar se dedica a ver la televisión, cenar y dormir unas pocas horas, hasta que el dia siguiente la historia se repite, una y otra vez. Algunos podrán verse identificados en este tópico cliché de ciudadano medio, y pese a la tosquedad de su descripción, seamos generosos e imaginemos que, en efecto, su vida es realmente así, a grosso modo.

La pregunta es: ¿qué vida es mejor, más llena, más humana, incluso? ¿Es la que disfruta mi amigo una existencia de mayor alcurnia, de mayor valor? ¿O la de aquel yonqui de las máquinas es igualmente fructífera, útil y sabia?

Yo sostuve, y sigo sosteniendo, que no hay forma objetiva de discriminar entre vidas mejores o peores; mi amigo me increpó, y quiso hacerme ver que eso equivalía a un peligroso relativismo. Si no hay manera de discernir qué existencia es mejor, ¿para qué demonios ha servido, entonces, toda la corriente filosófica de corte práctico que, desde un tal Platón, hace algunos miles de años, ha llenado millones de páginas con la intención de hacer más sabias a las personas en sus vidas diarias, orientándolas hacia lo que, en cada época, se consideraba como el tipo de vida ideal y virtuoso? Si todas las vidas son igual de valiosas, ¿para qué perder el tiempo buscando cuál es la mejor, si ésta no es más que una idealización superflua e irreal?

Con todo, mi postura es la siguiente: "Ninguna vida es mejor, más plena, fecunda o humana que otra, siempre y cuando todas ellas hayan sido elegidas voluntariamente y las personas que las viven sean, por tanto, plenamente conscientes de sus carencias y bondades". Si el ludópata de turno es consciente de su categoría de vida y sabe lo que se está perdiendo al no abrazar otras, y aún así sigue decidido en vivir la vida a su manera, está realmente viviendo de la mejor forma posible para él, por lo que no habrá otra vida mejor que pueda vivir ni experimentar.

Para que esto sea posible se necesitan, lógicamente, seres humanos conscientes de lo que hacen y de lo que se pierden a cada paso que dan. Yo soy consciente (espero que plenamente) de que mi modo de vida, ermitaña, solitaria, algo misántropa e independiente, tiene sus puntos fuertes, que valoro como imprescindibles, y sus aspectos negativos, carencias que no puedo llenar por la misma naturaleza de mi elección, que ha sido propia y no influenciada por factores externos determinantes. Tiene sus compensaciones, sí, pero también sus lagunas. Según mi tesis, ésta es mi mejor vida posible, hoy por hoy. De la misma forma, el currante que saboree su existencia, que disfrute su trabajo, las horas que se pasa frente al televisor y hojeando el 'Marca', y que sea consecuente con ella, que perciba otras posibilidades y las deseche porque no le resulten atractivas, entonces es un sujeto que está viviendo con la máxima conciencia de su existencia. Y en esas circunstancias no cabe nuestra crítica a su vida o nuestra paternal condescendencia, porque se halla al mismo nivel cognitivo que nosotros.

Podríamos sintetizar todo esto en tres puntos referenciales, a los que deberemos remitirnos para saber si una persona está viviendo su mejor vida posible, sea cual sea ésta (y siempre, claro está, que con ella no haga daño a otros). Estos tres puntos son:

1) Consciencia; es decir, saber qué significa vivir como vivimos, cuáles son las virtudes y defectos de nuestra elección, y ser conscientes de que hay alternativas, pero que las ignoramos porque suponemos que la manera en que vivimos es la más adecuada para nuestros intereses.

2) Elección; o sea, haber sido tú mismo quien haya decidido qué vida vivir. Parece fácil, pero en muchas ocasiones no está muy claro el límite entre ello y la influencia que la sociedad (esto es, medios, amigos, familiares, etc.) ejerce sobre nosotros, de modo que podríamos pensar que nuestra vida la hemos elegido nosotros cuando en realidad ha sido algo externo a nuestra voluntad...

Y, 3) Responsabilidad; si somos conscientes del tipo de existencia que llevamos debemos, paralelamente, ser responsables de ella. No podemos, por tanto, despreciar nuestra vida o las circunstancias que la rodean porque en gran parte es resultado de nuestra elección, y si la criticamos estamos dando a entender que hemos fracasado en dicha elección, y que hay vidas mejores que podríamos vivir. Si lo hacemos, estamos entonces estableciendo diferentes niveles de vida, y con ello, aceptamos que hay vidas mejores que otras.

Cabría, por supuesto, matizar mucho más estas posturas, adobarlas con argumentos más elaborados y dotarlas de una mayor firmeza conceptual, si es que merecen realmente tales desarrollos y son algo más que ideas peripatéticas sin demasiada profundidad, pero me parece que ambas visiones están bastante claras. Tampoco se trata de elegir entre una u otra, no hay una buena y la otra mala, o una acertada y la otra equivocada; estas cuestiones no pueden solucionarse tan a la ligera, y a partir de una conversación casual entre amigos a la lumbre solar.

Podemos aceptar, por ejemplo, la idea de que efectivamente hay otras vidas más intelectuales, más artísticas o más espirituales que las nuestras, vidas que están repletas de sabiduría o de experiencia, de entendimiento o de aventura. Podríamos, incluso, llegar a aceptar que son mejores en uno u otro sentido, en el que nosotros queramos darle a ese término 'mejor', pero ni siquiera desde esa posición nos veríamos obligados a reconocer que son existencias a las que debamos aspirar, dado que pueden no ser necesariamente las que más nos convienen. Porque, repito, si somos conscientes de qué vida vivimos, si somos responsables de ella y la hemos decidido por nosotros mismos entre un abanico de existencias posibles, entonces es la mejor para nosotros, por lo menos durante un cierto periodo de nuestras vidas.

¿Alguien está dispuesto a opinar?

(Publicado en Apuntes de Filosofía el 12 de abril de 2008)