19 de febrero de 2012

Ser uno mismo...



"Amigo mío, la Naturaleza ha dado a cada hombre un estilo, como una fisonomía y un carácter. El hombre puede cultivarla, pulirla, mejorarla; pero cambiarla, no."

Gaspar Melchor de Jovellanos (1744-1811)

(Imagen: El Hermitaño)

18 de febrero de 2012

La casualidad inevitable (hados...)



Quizá suceda una vez en la vida, puede que sólo una cada muchas de ellas. Por un instante no supe si vivía del lado de la realidad, del sueño, o en ambos mundos al mismo tiempo. Porque así fue: las costuras desaparecieron, y los contornos mentales y empíricos que, por una parte, dan consistencia a lo que solemos llamar realidad, y que por otra siempre mantienen vaporoso, como envuelto en niebla, ese otro universo de la fantasía, saltaron hechos pedazos. Es increíble (me estremezco al pensarlo aún hoy, casi un mes después...), pero creo que creé mi propio futuro, forjándolo a partir del mero deseo y la imaginación. Por un momento tomé (en toda la literalidad del término) las riendas de mi propio devenir, y le insuflé la vida preciosa.

Trataré de ser breve y pasar de la retórica a los hechos... Debo dejar constancia del suceso tal cual; esto no es cuento ninguno, ni una invención sin más: ha sucedido palabra por palabra; a quién lo lea (¿alguien lo hará?, me pregunto...) le corresponde decidir si todo es producto de una mente en exceso ofuscada por la soledad, o si hay algo más. Yo me limitaré a exponer los hechos. Son éstos:

Un lunes por la mañana, a mediados de enero, al salir de la ducha decidí coger la autocaravana y marcharme un par días a la playa de Piles, donde suelo ir cuando prefiero gastar poco en gasoil y disfrutar, en cambio, de mucho en sol, silencio y amplios horizontes. Es una playa tolerante con los caracoles sobre ruedas que tienen a bien descansar en sus calles, beber sus aguas y calentarse con la energía radiante de la estrella... He ido en dos decenas de veces, y persistentemente me detengo en la misma franja de la avenida, la que muestro en la foto.

Bien. A veces, y esto lo escribo con cierto embarazo, mi mente fantasea respecto a posibles encuentros con gentes (féminas casi siempre, para qué engañarnos...), que aparecen aquí, allá o acullá, en el momento menos pensado, merced a una casualidad, a una aparentemente inconexa sucesión de acontecimientos fortuitos. Hilvano una historia (hablo de un acto mental que dura, en total, un par de minutos, supongo que no seré el único que imagina estas bobadas... al menos, eso espero), me recreo con ella, con un encuentro que después puede dar lugar a cosas más serias, y luego lo olvido todo, o en su mayor parte. No es habitual que se cumplan (mejor dicho, no lo hacen nunca), de modo que no les doy ninguna importancia. A fin de cuentas, no son más que invenciones, ¿verdad?

En este caso, la historia era así: en la playa de Piles, por la mañana, yo salía un día de la caracola, cogía una garrafa de agua vacía y me acercaba a una fuente cercana para rellenarla. Al volver, divisaba a una chica joven, bastante atractiva, con buena figura (supongo que lo entendéis; ¿o es que voy a imaginarme un encuentro con una pobre anciana chocha, jorobada y sin dientes...?), que iba montada en bicicleta. Yo la veía (en mi sueño, claro), desde la distancia, dando vueltas con la bici alrededor de las manzanas de la avenida sin edificios. Y, justo al llegar yo al caracol, ella pasaba a mi lado; pero, por algún motivo que no llegué a elaborar bien (los sueños adolecen de fallos lógicos...), precisamente entonces, sufría un leve accidente, cayéndose de la bicicleta (suceso bastante improbable, desde luego...). Yo, en ese momento, dejaba la garrafa llena en el suelo y me acercaba a ella; le preguntaba si se encontraba bien, ella me contestaba que sí, pero, mirándose la pierna, comprobaba que tenía una pequeña brecha; nada grave, en cualquier caso. Entonces, la invitaba a ir a la caracola, en donde tenía algodón y agua oxigenada, le sacaba una silla, ella se curaba, empezábamos a charlar y, bla, bla, bla... hasta Dios sabía dónde.

Para no soslayar ningún detalle, indicaré que en mis casi veinticinco días en la playa de Piles jamás he visto una chica joven con bicicleta; si fuese una escena habitual allí, desde luego no se me ocurriría contar todo este asunto...

Bien. Hasta ahí el sueño. Tal cual lo imaginé... Ahora la “realidad” (la entrecomillo porque..., porque..., bueno, no sé por qué...): Viernes por la mañana. Llevo ya dos días en la playa de Piles, y me dispongo a marcharme a otro lugar. Cojo una garrafa de agua vacía (a todo esto yo ya había olvidado por completo el cachondeo mental del lunes al salir de la ducha...) y me dirijo hacia la fuente para llenarla... Una vez bien envasada el agua, regreso a la casa móvil... Mas no, no es lo que parece; no me sucede ningún hecho extraordinario: llego hasta el caracol, guardo la garrafa y todo normal. Pero, entonces, advierto que no tengo pan... así que voy a una tienda cercana, donde me apropio de una buena barra recién hecha. Salgo de la tienda, y voy pensando adónde podría ir, a qué otro lugar no muy lejano tal vez podría ir... Entonces la veo. Es una chica joven, bastante atractiva, con buena figura (me cercioro de ello porque lleva unas mayas negras apretadas y tal...), que va sobre patines. Yo la veo (ahora en la “realidad”, claro), desde la distancia, dando vueltas alrededor de la manzana, precisamente, en que estaba aparcada la autocaravana; la mía, porque había otras en otras manzanas de esa misma avenida. Bien. Yo voy, lentamente, acercándome, mientras la observo (parecía estar aprendiendo a patinar, dado su insegura marcha), todavía sin recordar nada de lo imaginado días atrás... Llego al caracol, con mi bolsa del pan, y justo en ese momento, la chica gira la esquina, avanza hacia mí, se pone a mi altura (esto último sucedió todo en unos cinco segundos, o así), me mira de reojo y, de repente, afirma mal una de sus bonitas piernas, pierde el equilibrio, y se va al suelo... Yo sé que no es nada grave, pero dejo la bolsa del pan en el suelo, me acerco hasta donde se hallaba la chica, le pregunto si se ha hecho daño, me contesta que no, algo ruborizada, y se mira el brazo, que tiene un leve rasguño... Y justo, justo entonces, lo recuerdo todo.

Recuerdo el sueño, la quimera imaginada el lunes anterior. Recuerdo la concordancia, casi absolutamente total, de lo trazado por mi mente a la sazón y lo que estaba viviendo en ese momento. Y, lo admito, siento miedo. Una ligera correspondencia hubiese bastado para hacerme reír; pero la exactitud del episodio era tal (encajaba toda la historia, excepto en los nimios detalles de que la chica iba en patines en lugar de con bicicleta, yo volvía de comprar pan y no de rellenar agua, y ella se miraba el brazo en lugar de la pierna), era tal, digo, la exactitud, que me desarboló emocional, psíquicamente. Me acobardé, y no seguí adelante. Ya “consciente” (por escribirlo de algún modo...) de lo que estaba sucediendo, no pregunté si necesitaba agua oxigenada o algodón. No la invité a pasar a la caracola, ni le saqué la silla e iniciamos charla ninguna.

Ella se marchó, alejándose, para siempre (ahora lo sé...). Y yo, sobrecogido, sospechando que sobrevolaba por encima de mí algún espíritu juguetón (o que, peor aún, yo era ese espíritu), perdiendo por momentos la perspectiva de donde estaba lo real y lo imaginado, decidí marcharme, largarme sin mirar atrás, abandonando aquella escena alucinada, tan lejos de la realidad como del sueño. Era una memez, claro: si había algo junto a mí ya podía yo irme lejos, que no iba a librarme de su presencia... Pero necesitaba huir; ya digo, la experiencia me superó.

Pero no pude hacerlo; al menos, no de inmediato. ¿Por qué? El caracol no arrancó. Más de ciento cincuenta ocasiones, hasta entonces, desde que está conmigo, había llegado a la vida sin problemas; siempre a la primera, siempre sin titubeos. Pero no aquel día. Aquel día decidió rebelarse, sublevarse ante mi intención de abandonar la playa de Piles. Repito: jamás me ha fallado, ni hasta entonces, ni desde entonces. Sólo aquella vez. ¿Por qué? Aún sigo buscando la razón (y no la habrá, me temo...).

Con unas pinzas, y el auxilio de otro coche, la batería recuperó su energía y al fin pude poner en marcha la autocaravana. Y me marche, sí, de allí. Mas el suceso, a pesar a todo, me hechizaba. Así que, al día siguiente, volví y estuve un par de jornadas más, en el mismo sitio. A la espera. No sé muy bien de qué, pero aguardé a que sucediera “algo”. Naturalmente, nada pasó (ya había sucedido, y en bastante cantidad, el día previo...).

El fin de semana siguiente cogí de nuevo el caracol sobre ruedas, y puse rumbo a la playa de Piles. Tampoco sé en esta ocasión qué buscaba; en cualquier caso, llegué a mi plaza, en la avenida sin edificios, estacioné, y no vi ningún otro caracol. Me extrañó. Al cabo de un rato vino un coche de la policía local, invitándome a marcharme, porque las autocaravanas estaban prohibidas allí... Estupefacto, le pregunté desde cuándo, dado que yo era un habitual del lugar y jamás nos habían puesto ningún problema. El policía contestó que justo desde el mismo domingo anterior, es decir, el último día que yo pisé aquella playa. Por tanto, jamás podré volver allí a lomos del caracol. Jamás. ¿No quieren que vuelva (y no me refiero a las autoridades legales...), quizá?. Y, ¿por qué? Tampoco lo sé...

Ha pasado cerca de un mes desde aquel extrañísimo suceso, y cada vez entiendo menos qué me sucedió. Algo pasó, allá, en la playa de Piles, algo grande, algo trascendental (no en el sentido kantiano, desde luego...) ¿Azar, mera coincidencia de ideas y hechos, creación de nuestro propio acontecer, majadería new-age o unión inefable entre el yo, el inconsciente, el mundo, y el destino?

Por favor, las líneas están abiertas...

(Imagen: El Hermitaño)