25 de octubre de 2010

La (auténtica) modestia



"Los ríos más profundos son siempre los más silenciosos..."

Rufo Quinto Curcio, siglo I.

(Imagen: El Hermitaño)

16 de octubre de 2010

Confía sólo en ellos...



Sólo en quienes te miran a los ojos.

Sólo en quienes te escuchan sin pensar ellos mientras tú hablas (es fácil saberlo, sus ojos ausentes y apagados les delatan).

Sólo en quienes no tratan de conseguir algo para su propio beneficio (también es fácil saberlo, sus ojos brillantes y avariciosos les delatan).

Sólo en quienes te abrazan sin esperar nada a cambio.

Sólo en quienes brindan lo que necesitas y no quieren que les des nada.

Y, sobretodo, sólo en quienes están contigo sin necesidad de palabras, gestos, ni hechos: quienes no precisan llenar la ausencia de sonidos con las primeras, la ausencia de contacto con los segundos, y la ausencia de actividad con los últimos.

Aquellos quienes, sólo con tenerte a su lado, ya lo ofrecen todo, son en quienes merece la pena confiar.

Buscádlos; son el tesoro que sostiene la estructura del mundo, el sentido del universo, y el destino de la Humanidad.

Por ellos, sólo por ellos, ya merece la pena vivir.

(Fotografía: El Hermitaño)

7 de octubre de 2010

Cinco años (el sueño y la pesadilla)



Hoy, justamente hoy, se cumple un lustro desde aquel 7 de octubre de 2005, tan maravilloso como fatídico, que marcó -quizá para siempre- el camino a seguir de cierto ermitaño andarín y desgarbado, el mismo que tras cinco años esto escribe.

Fue, a partes iguales, un día de emociones fuertes. Yo montaba, por vez primera, a lomos de un caracol con ruedas, que me habían prestado unos tipos feos a cambio de una módica cantidad. Surcaba la carretera con prudencia, ya que el cacharro medía más de seis metros por casi tres de alto, y yo nunca había ido a los mandos de algo mayor que mi querida "caixeta". A mi lado, el amigo, el que siempre está y es, miraba el paisaje y pensaba en lo que nos podía esperar durante cuatro días de pérdida por las rutas de la España profunda. El caracol avanzaba, el miedo se perdía, y empezaban las emociones. Aquel monstruo iba solo, y nos llevaba quién sabía adónde.

Al mismo tiempo que dejábamos atrás tierras conocidas, mi madre, obsesa de la lejía y el estropajo, subía en casa a una de esas pequeñas escalerillas de tres peldaños para alcanzar el plafón de luz y arrebatarle el polvo acumulado en las últimas veinticuatro horas. Hizo un pequeño esfuerzo, estirando demasiado la pierna para limpiar también la cadena que enlazaba el trasto con el techo, y exactamente en ese momento (mientras yo conducía en busca de mí mismo a través de las estepas castellanas, contento e ingorante), su pie perdió apoyo y se fue al suelo, haciendo descansar todo el peso de su cuerpo sobre la tibia y el peroné, que se pulverizaron en mil pedacitos. Cuando justo iniciaba yo la aventura, mi madre iniciaba su drama. Pocas posibilidades había de que pudiera volver a caminar bien (los traumatólogos aseguraron que nunca habían visto huesos astillarse, hacerse añicos, de esa forma...); la cojera, dijeron, quedaría para siempre. Pero no; se equivocaron. Cuando mi madre sale hoy a la calle y calienta el "motoret", como le digo cañirosamente, incluso a mí mismo me cuesta seguirle el paso. Por suerte, cuántas veces se equivocan los médicos...

Tras atravesar los secos y amplios terrenos centrales, y después de la visita obligada a la ciudad del bohemio por excelencia, llegamos nosotros dos a O cebreiro y se nos vino la idea loca de "secuestrar" el caracol, decirle a los feos aquellos que nos lo habían robado, y emprender un viaje por toda Europa sin que lo supieran... Una tontería, claro; nos hubiesen pillado enseguida, si hubiésemos tenido huevos para hacerlo, algo que fue el caso, desde luego. Pero a esa idea loca le siguió otra que no lo era tanto (o no lo parecía, al menos). Allí, descansando en el lomo de una montaña baja tapizada de hierba, y mientras la lluvia arreciaba afuera y la niebla llenaba los valles, le hice una promesa al amigo: le dije que la próxima vez que me situara a los mandos de un caracol con ruedas ya no sería un arriendo temporal, sino una posesión para siempre. La próxima vez, aseguré, el caracol sería mío.

Hoy, siendo sincero, me arrepiento por emplear tales términos posesivos. Yo nunca poseeré nada, nunca tendré nada, nunca nada será mío. A todo caso, aquello que sea formará parte de mi vida -o yo de la suya, si la tiene-, y eso será todo (que, a fin de cuentas, es lo que importa).

La promesa se las traía, porque a mí trabajar (ese trabajo que nunca me hace sentir nada, que no hace que viva, sino que muera lentamente...) siempre me ha causado sarpullidos, accesos de fiebre y diarreas estratosféricas. Y porque, a la sazón, mi cuenta corriente no mostraba más que cifras de tres dígitos... Cómo iba a arreglármelas para sacar adelante el juramento era entonces algo aún nebuloso.

La promesa ha vivido, expectante y paciente, hasta el momento en que pudiese dejar de serlo y transformarse, cambiar de un "será" en un "es". Al mismo tiempo que celebramos (porque ella, mi madre, está viva, coleando y rebosante de salud) los cinco años de aquel trágico hecho, que por poco descuartiza mi vida en un agobio de tareas domésticas inacabables, la promesa ya no existe. Ya no habrá más "queda poco", "cuando venga quizá podríamos...", "¿adónde iremos cuando al fin llegue?", porque eso pertenece ya al pasado.

Sea buena o mala la elección, haya acertado o sea una ruina, el sueño se ha roto. No más esperas, no más tiempo de interludio. Fin del sueño; la (nueva) realidad manda. La pesadilla ya pasó; sólo queda el recuerdo.

Adelante: carretera y manta (y caracol), cielo abierto sobre nuestras cabezas y horizonte despejado ante nuestros pies.

Unos días y arrancamos. Unos pocos preparativos, mirar algunas cositas básicas, y a la calzada.

Ya huelo el aroma a asfalto...

(Imagen: El Hermitaño)