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21 de enero de 2018

'Pequeñas alegrías', el sustrato de una vida



Unos años atrás la suerte me sonrió. Se ve que el negocio no funcionaba según lo esperado y una casa de compra-venta de artilugios de segunda mano estaba a punto de cerrar. Ya habían desmantelado media tienda pero me apresuré a echar un último vistazo a la sección de libros (de dónde ya había retirado unos cuantos... bueno, más de trescientos, en los últimos tiempos).

Había cuatro o cinco que me llamaron la atención, y estaban casi pegados los unos a los otros. En tapas duras, editados hace mucho (años setenta del siglo pasado) y algunos con la sobrecubierta rasgada, eran obritas peculiares. Tomé un par de Simone de Beauvoir, otra de Thomas Mann y con una "pequeña alegría", me topé con el nombre de un escritor que siempre me evoca profundidad, elegancia, una prosa que es puro gozo y que trasmite un amor y esmero por su oficio incomparables.

'Conocí' a Hermann Hesse hacia los 20 años. Leí primero "El lobo estepario", como es casi habitual, que me impactó y cautivó. Luego han seguido otros muchos, como también es menester, pero hoy quisiera hablar de ese singular volumen que hallé casi sin querer en la tienda de compra-venta. Un libro que no recoge novelas, ni relatos ni ensayos extensos, sino un compendio de pequeños textos escritos por Hesse desde 1899 a 1960, poco antes de fallecer.

Son "pequeños" en extensión, mas no en lirismo ni capacidad de deleitar a través de las palabras. Son breves reflexiones, apuntes de viajes, momentáneos escritos que expresan las percepciones, sensaciones y sentimientos de un Hesse que va evolucionando, cuyas ideas y posturas se ven cambiantes y en constante crecimiento. Hay instantes de placer estético, de amargura, de dicha por vivir. Se transcriben también hechos curiosos, estampas de naturaleza, relatos de libros leídos, apuntes de otros continentes, obituarios de personas cercanas al escritor, incluso textos sobre máquinas de escribir, acerca del ocio, de mariposas, etc. No faltan, tampoco, las reseñas médicas o los recuerdos de la infancia de Hesse, entre muchas otras cosas.

El primer fragmento, escrito cuando Hermann tenía sólo 22 años y que da título al volumen, ya revela su gusto por observar la situación social de cada momento, percibiendo las carencias y virtudes (emocionales, artísticas, espirituales) de su tiempo y tratando de ofrecer, desde el respeto y la tolerancia, siempre una "alternativa" para crecer y mejorar (aunque él mismo, en su humildad, afirma: "sé tan poco como cualquier de una receta universal para paliar estos inconvenientes"). A veces acertada, otras no tanto, pero brindada con el ánimo de hacer más noble a la sociedad, ímpetu loable en todo caso.

Las "pequeñas alegrías" de que habla Hesse en ese primer fragmento tienen que ver con la prisa, el correr de la vida, el incesante trotar de los tiempos que nos arrastra con ellos y nos impide detenernos, mirar, escuchar y contemplar(nos), y apreciar "la jovialidad, el amor, la poesía" que nos rodea. Hesse escribía en 1899, pero casi 120 años después estamos en el mismo punto (en realidad, mucho peor), por lo que es fácil comprenderle y trasladar sus ejemplos a la actualidad de este recién abierto 2018.

Hesse incluye también, en ese cajón de los que no hemos aprendido aún a discernir las "pequeñas alegrías", a todos aquellos cultos, cultivados e intelectuales que pueden llegar a sentir cierta angustia si no están "a la última", si no acuden a ver el postrer estreno teatral, si no han adquirido la última novedad editorial o aún no han pisado esa exposición recién inaugurada o, incluso, si prescinden por un día de la lectura del periódico. Todo ello es conveniente en cierta medida, pero en otra pasa a ser muy perjudicial, porque impide apreciar un cuadro (hay muchos que ver...), una novela (está saliendo ya otra en el mercado, hay tantas en la biblioteca...), etc.

Las "pequeñas alegrías son tan insignificantes y han sido sembradas con tal profusión en la vida diaria que el sentido embotado de incontables hombres de trabajo no ha sido tocado por ellas. ¡No llaman la atención, no son alabadas, no cuestan dinero!", afirma el escritor.

Entre ellas descuellan las alegrías producto del contacto con la naturaleza. En las calles, en el incesante ir y venir, echemos un vistazo al cielo, podemos ver un árbol, un gorrión, o un pedazo de firmamento azul: "acostumbraos a mirar el cielo durante un rato todas las mañanas y de pronto percibiréis el aire a vuestro alrededor, el hálito de la frescura matutina". Y prosigue: "Un pedazo de cielo, una tapia tapìzada de verdes enredaderas, un buen caballo, un lindo perro, un grupo de niños, una bella cabeza de mujer... no nos dejemos robar todo esto".

Paisajes, instantes, rostros, voces, sonidos, vahos, olores, músicas, caminatas... Hay mil y una "pequeñas alegrías" a la vuelta de la esquina, frente a nosotros y que nos llaman, a poco que podamos y sepamos atenderlas. Experimentar cada día tantas como sea posible "es lo que quisiera aconsejar a todos quienes padecen de falta de tiempo y desgana", concluye Hesse.

El libro me costó apenas un euro, una miserable moneda, el precio de un café. A cambio, no sólo obtuve muchas "pequeñas alegrías" sino un montón de delicados, sutiles y hermosos tesoros hechos con palabras.

En 2017 se cumplieron 130 años del nacimiento de Hermann Hesse. Inmejorable excusa para volver a adentrarnos en el universo insuperable de un genio que, más allá de sus "grandes textos", es en sus más escuetos escritos donde se nos revela su proximidad, su íntima presencia, su visión humana y el modo como percibió y entendió qué es vivir, y cómo quizá deberíamos hacerlo, para beneficio de todos.

(Imagen: El Hermitaño)

13 de septiembre de 2014

Ristra bibliográfica


Hace unos días la bibliotecaria de Beniopa (Gandía) me reprendió por devolver los libros tarde. Era justa, sin duda, la sanción, pues los tuve en mi poder casi una semana más de lo establecido. Así que me quedo sin poder pillar nuevas obras hasta el equinoccio, por lo menos...

Eso me hizo pensar, sin conexión aparente, en los libros que había ido leyendo en estos últimos años, tanto los propios como de propiedad pública. Recordé que, hace ya un lustro, le pedí a esa misma bibliotecaria que estaría bien tener un registro de los libros que habíamos tomado prestados, para así, en el futuro (es decir, ahora) poder echar la vista atrás y comprobar cuáles fueron nuestros autores, nuestros temas, nuestros géneros... Si en parte somos lo que comemos o lo que escuchamos (música, me refiero), no menos somos lo que leemos, le dije.

La bibliotecaria me miró, sonrió, y me dijo que aquello no era posible en el sistema electrónico de préstamos, y bla, bla, bla... O sea, que me quedé con las ganas de poder extraer un listado de los libros leídos (devorados y regurgitados...) que las arcas del ayuntamiento me cedieron tan amablemente. Pero la idea se me quedó en la mente, y decidí hacerme yo mi propia lista, algo tan sencillo y rápido que capto por qué diantres no la he confeccionado desde hace décadas. 

Sé que un listado así no importará un carajo a nadie... Y no se trata de un ejercicio de arrogancia lectora (un: "mira qué interesante soy, nena..."), pero sí, quizá, de un modo de no perder las anotaciones (suelen desaparecerme las cuartillas a diario...), cosa que lamentaría mucho... Además, puede que dentro de diez años eche un vistazo a esta lista y, con nostalgia, rememore lo que fui, y cómo me moldearon esos libros que leí, que hice míos, desde que abrí sus páginas y me introducí en sus entrañas.

Y ahí va, sin más, mi lista de libros leídos en los dos últimos años. Menciono el título, el autor y el género (N: novela; C: cuentos; DC: divulgación científica; E: ensayo; P: poesía; T: teatro; B: biografía; M: Miscelánea). Abarca desde septiembre de 2012 hasta agosto de 2014.

1- "3001", de A. C. Clarke (N)
2- "Un matemático lee el periódico", de J. A. Paulos (E)
3- "Meditaciones", de F. Kafka (M)
4- "Un ermitaño en París", de I. Calvino (B)
5- "La nube negra", de F. Hoyle (N)
6- "Poemas esenciales del simbolismo", selección de Pedro Plasencia (P)
7- "Antropología filosófica", de J. San Martín (E)
8- "Filosofía contemporánea", de M. Cruz (E)
9- "Pensamiento filosófico español", M. Maceiras (ed.) (E)
10- "Breve historia y antología de la estética", de J. M. Valverde (E)
11- "El lugar maldito", de D. Koontz (N)
12- "Historia Fontana de la Astronomía y la Cosmología", de J. North (DC)
13- "Crónicas del sistema solar", de F. Anguita y G. Castilla (DC)
14- "Factótum", de C. Bukowski (N)
15- "Fundamentos de Filosofía de la Ciencia", de J. A. Díez y C. U. Moulines (E)
16- "Corrientes actuales de filosofía", de Mª C. López Sáenz (E)
17- "El Horla y otros cuentos fantásticos", de G. de Maupassant (C)
18- "Problemas de la filosofía", de B. Russell (E)
19- "La República de los fines", de J. Claramonte (E)
20- "Darwin y el diseño inteligente", de F. Ayala (DC)
21- "España invertebrada", de J. Ortega y Gasset (E)
22- "La conjura de los necios", de J. K. Toole (N)
23- "Relatos" VV. AA. (C)
24- "Todo es eventual", de S. King (C)
25- "Nunca fue tan hermosa la basura", de J. L. Pardo (E)
26- "La vida en la Tierra", de J. Erickson (DC)
27- "Filosofía zombi", de J. Fernández (E)
28- "Ulyses II", de Ignasi Mora (N)
29- "Los invitados al jardín", de A. Gala (C)
30- "El viaje al poder de la mente", de E. Punset (DC)
31- "Ahora hablaré de mí", de A. Gala (B)
32- "Atando cabos", de E. A. Proulx (N)
33- "El sonido y la furia", de W. Faulkner (N)
34- "Galileo", de S. Drake (E)
35- "Historia de la Filosofía Española Contemporánea", de M. Suances (E)
36- "Un maestro de Alemania (Heidegger)", de R. Safranski (E)
37- "La escritura necesaria", de J. L. Sanpedro (B)
38- "La naturaleza humana", de J. Mosterín (DC-E)
39- "Heidegger y la crisis de la época moderna", de R. Rodríguez (E)
40- "Las preguntas de los grandes filósofos", de L. Kolakowski (E)
41- "Diez teorías sobre la naturaleza humana", de L. Stevenson y D. Habermann (E)
42- "Las aventuras de Tom Sawyer", de M. Twain (N)
43- "Aspectos inusuales de lo sagrado", de F. García (E)
44- "El universo ambidiestro", de M. Gardner (DC)
45- "El silencio de las sirenas", de A. García (N)
46- "Jim Botón y Lucas el Maquinista", de M. Ende (N)
47- "Antropología y Fenomenología", de J. San Martín (E)
48- "La realidad oculta", de B. Greene (DC)
49- "Para una superación del relativismo cultural", de J. San Martín (E)
50- "Maleficio", de S. King (N)
51- "Contra las patrias", de F. Savater (E)
52- "Viaje a Oriente", de H. Hesse (N)
53- "Últimas tendencias del arte", de Y. Aznar y J. Martínez (E)
54- "Cuentos", de A. Chéjov (C)
55- "Platero y yo", de J. R. Jiménez (P)
56- "Capitanes intrépidos", de R. Kipling (N)
57- "10 biografíes, d´astrònom a astrònom", VV. AA. (DC)
58- "Las palabras perdidas", de J. Díaz (N)
59- "El principito", de A. de Saint Exupéry (N)
60- "El príncipe destronado", de M. Delibes (N)
61- "Diez negritos", de A. Christie (N)
62- "Veinte poemas de amor y una canción desesperada", de P. Neruda (P)
63- "Los desposeídos", de U. K. Le Guin (N)
64- "La carnaza", de E. Zola (N)
65- "Guillermo Tell", de F. Schiller (T)
66- "Cándido", de Voltaire (N)
67- "Introducción a la teoría literaria", de J. Domínguez (E)
68- "¿Qué diría Sócrates hoy?", de A. George (E)
69- "El cor del minotaure", de C. Enguix (P)
70- "Réquiem por un campesino español", de R. J. Sender (N)
71- "El mal", de R. Safranski (E)
72- "Hamlet", de W. Shekaspeare (T)
73- "El universo para curiosos", de N. Hathaway (DC)
74- "León Bocanegra", de A. Vázquez-Figueroa (N)
75- "Eufemia", de Lope de Rueda (T)
76- "Cuentos escogidos", de M. Gorki (C)
77- "Lolita", de V. Nabokov (N)
78- "Religión y Ciencia", de B. Russell (E)
79- "El libro de los hechos insólitos", de G. Doval (M)
80- "La busca", de Pío Baroja (N)
81- "Filosofía de la Naturaleza", de G. San Miguel (E)
82- "La niebla", de S. King (C)
83- "Las bicicletas son para el verano", de F. Fernán-Gómez (T)
84- "Cumbres borrascosas", de E. Bronté (N)
85- "La solitud poblada", de R. Casanova (P)
86- "Los 100 mejores cuentos del Mulá Nasruddín", de B. Ruiz (compilador) (C)
87- "Viaje a los centros de la Tierra", de V. Horia (E)
88- "La flecha negra", de R. L. Stevenson (N)
89- "Los santos inocentes", de M. Delibes (N)
90- "Las fronteras de la persona", de A. Cortina (E)
91- "La vida de los planetas", de R. Corfield (DC)
92- "Romeo y Julieta", de W. Shekaspeare (T)
93- "La filosofía como forma de vida", de I. Izuzquiza (E) 
94- "El origen del diálogo y la ética", de E. Lledó (E)
95- "Tao te ching", de Lao-Tsé
96- "De la Tierra a la Luna", de J. Verne (N)
97- "La revolución cultural", de L. A. de Villena (E)
98- "En las orillas del Sar", de R. de Castro (P)
99- "Tres sombreros de copa", de M. Mihura (T)

7 de agosto de 2014

Pasión-Amor-Amistad

"El dominio mutuo, la conquista definitiva sucede al proceso del cortejo. Es la decisión de aceptar al objeto o persona amados. Esta decisión se encuentra teñida de sombras y nunca comporta seguridades y certezas absolutas. Pero lleva a instaurar una particular situación de diálogo y de transposición de valores. Se trata de la instauración de un sujeto compartido: de un yo que es tú y viceversa. Es el dominio absoluto de uno por el otro. La más absoluta enajenación. Por eso se vive como una especie de locura. Y, por eso, quien ha llegado a este momento parece, a ojos de los demás, alguien enloquecido. Alguien poseído por la sagrada manía del amor [...].

Sin embargo, el culmen del proceso del amor se encuentra en la vida diaria, en el diario compartir común de tareas, sentimientos y dudas. Es el amor vivido en la normalidad, sin estridencias. El amor duradero. El amor que crea sentimientos de ternura infinita. En este estadio, el amor debe resolver pruebas contundentes y muchas veces se verá amenazado de muerte.

Pero el amor desemboca en una verdadera paradoja: en la amistad más sincera, que lleva a compartir de un modo natural lo que se ha debido conquistar o lo que ha estado matizado por la fuerza de la pasión. La amistad es el triunfo del amor más profundo. Ya no necesita manifestación estridente alguna. El amor como amistad ha superado toda violencia y se establece sobre la igualdad, sin necesidad alguna de estar dominado por el poder. Es el destino para el que prepara los sinsabores de un verdadero proceso amoroso."

Ignacio Izuzquiza, en 'La filosofía como forma de vida', Síntesis, Madrid, 2005.

20 de diciembre de 2012

Orígenes




















Remontémonos a diciembre de 1987, si queréis. Ya no hay colegio; la Navidad toma forma en nuestro interior, y a nuestro alrededor: luces, sorpresas, la espera de regalos ansiados y la magia, la magia navideña que inunda el mundo.

Penetramos en un piso cualquiera, en Gandía. Un niño de siete años entra en la habitación de su hermana, mientras ésta no está. Escudriña un poco el cuarto, ve algún póster de New Kids on the Block pegado a la pared (“qué pavos”, piensa, pues a él le molan Osibisa, Dire Straits y Roxette), un mar de peluches sobre la cama y un escritorio lleno de lápices y rotuladores. Todo parece normal, pero hay algo que llama la atención del chico.

Se trata de un libro, que descansa en la mesita de noche, junto al flexo y al despertador de la hermana. El mocoso mira la cubierta, coloreada de rojo y azul, y algo en su interior se agita, y siente una llamada que no puede explicarse. Coge el tomo, contempla el dibujo de la locomotora negra, el robusto maquinista y el pequeño negrito y, entonces, el mayor universo concebible (el de la imaginación) se abre ante él. Sabe, siente, descubre que “debe” leer ese libro. Nadie se lo ha recomendado, nadie le obliga a hacerlo; pero esa locomotora suscita en él un mundo insospechado de aventuras. Y no puede resistir la tentación. Secuestra el libro, se lo lleva a su cuarto, y empieza a leer. Cuando su hermana regresa, el chico le pide que se lo deje; ella, dos años mayor, accede al fin. Quizá porque ella misma también sintió esa misma llamada tiempo atrás...

Desde entonces, y como una promesa hecha a sí mismo, el niño leerá “Jim Botón y Lucas el maquinista”, de Michael Ende, todos las Navidades siguientes hasta los doce años; para entonces dejará atrás esa primeriza, encantadora y entrañable literatura y se adentrará, no ya en un mar de aventuras, sino en un auténtico océano, un océano sin fin, del que a día de hoy apenas conoce unas pocas yardas. Leerá tanto ese libro (como sólo los niños pueden hacerlo: con pasión desmedida, con ahínco por entender hasta la última palabra y toda frase), que aprenderá fragmentos de memoria y recordará para siempre las ilustraciones, sobretodo aquella última, que recoge a los dos protagonistas de espaldas, fumando (Jim ya es mayor) mientras contemplan una puesta de sol...

Por supuesto, el niño leerá muchos otros libros tras el que narra las aventuras de Lucas, Jim y la buena de Emma, pero ninguno será jamás para él tan especial como ése. Especial por su carácter primerizo, porque fue leído siguiendo una voluntad propia, lejos de cualquier influencia ajena, especial también porque su lectura le ligaba (me ligaba...) a la época navideña, a su vez igualmente incomparable, y especial también porque, sin él, quién sabe cuándo hubiese descubierto el gusto, el inimitable sabor de la lectura; quizá al cabo de un año, o quizá nunca; tal vez el colegio hubiese ahogado ese deleite con textos obligatorios que cabía, sí o sí, leer, aprender y comentar. Ese ejercicio de libertad, de libertad lectora total, me permitió gozar de mi propia elección, mi gusto personal por la literatura. Yo decidía cuando, y cuánto, leer. A veces bastaron un par de páginas; otras me leía capítulos enteros de un tirón. Era mi mundo escogido, mi acto de afirmación. Parece una chorrada, pero está (muy, muy) lejos de serlo...

Hace un par de semanas sufrí una conmoción. Fisgoneando en antiguas cajas de cartón ocultas en húmedos armarios encontré, por pura causalidad, el ejemplar de “Jim Botón y Lucas el maquinista”. Volví a contemplar los rombos rojos y azules de la cubierta, el pequeño arlequín lector en la parte inferior, a la vieja Emma repleta de carbón y lista para recorrer lo desconocido. Fueron tantos los recuerdos que afloraron, como le sucedió a Proust con su famosa magdalena, que las lágrimas pugnaron por abrirse paso... Esta vez no las dejé salir; tal vez hice mal.

Lo extraño no fue (o no sólo) encontrar el libro de Michael Ende; lo verdaderamente incomprensible es que el libro ha vuelto a llamarme, como si el cuarto de siglo transcurrido desde que lo vi por vez primera, en la mesita de mi hermana, fuera un mero instante carente de entidad temporal.

Y (pásmense aún más...), por increíble que parezca, esa llamada ha sido atendida. Los rombos azules y rojos señalan que la obra es para niños hasta doce años, según reza en la cubierta trasera. Pero el libro, hoy, descansa en mi mesita, al lado de abrumadores tomazos de filosofía contemporánea y estética, un volumen de ensayos de José Luis Pardo y otro de relatos de Stephen King.

En efecto, percibo la chimenea de Emma sobresalir entre ese mar de páginas para adultos, a Lucas saludar a quienes se quedan en el andén y a Jim Botón agitar la gorra al aire, como señalando que estamos a punto de iniciar una de las mil aventuras que se reservan para nosotros.

Emma escupe humo, satisfecha, pues sabe lo que nos espera.

Yo voy a subir.

¿Y vosotros...?

30 de septiembre de 2009

'Mientras agonizo', de William Faulkner



Si El oso, novela corta de Faulkner, me produjo –sólo en un primer momento– una sensación de confusión, como de obra carente de fin concreto y narrada por el mero arte del escribir (propósito loable, de todos modos), sin más pretensión que describir hechos mundanos y ordinarios (literariamente, eso sí, muy lejos de la ordinariez), Mientras agonizo es una obra maestra de factura impecable: dura, ruda (como la vida en la América sureña), jocosa, manifiestamente patética y de tintes sarcásticos, abre la descripción de un universo de vivencias también terrenales, aunque enriquecido con profundidades metafísicas y ontológicas de una calidad insuperable y otorgando al lector mil sentimientos y vibraciones distintas ante unos personajes cuyas particularidades nos dejan atónitos, irritados o, tan sólo, maravillados.

La obra narra la historia de la familia Bundren, que se desplazan en carreta llevando consigo el ataúd de su (¿amada?) madre desde su hogar montañoso hasta las llanuras, para que descanse junto a sus antepasados. Es una promesa que Anse, el padre, hizo a su esposa Addie, de modo que instala a sus cinco hijos (Cash, Darl, Jewel, Dewey Dell y Vardaman) en el frágil carruaje y deciden cruzar los dieciséis kilómetros que les separan de su destino. Durante el trayecto son los mismos protagonistas, tanto los citados como otros secundarios, quienes, a través de diálogos interiores (técnica llamada flujo de conciencia), van desarrollando sus impresiones y experiencias, y así es como llegamos a conocerlos; incluso la misma muerta nos ofrece sus sentimientos, como si pudiera hablarnos desde más allá de la tumba... La finalidad es, desde luego, no dejar cerrada la puerta que separa el mundo de los difuntos con el nuestro, porque tal puerta puede estar abierta más veces de las que suponemos...

El viaje es en cierta forma, para todos ellos, un medio de purgar demonios, solucionar entuertos, lavar conciencias, hacer realidad sueños, manifestar grandeza personal, evidenciar que los niños ya no lo son o, hasta para la misma muerta, una forma de fastidiar a su marido y a sus retoños: Vardaman persigue un tren de juguete; Dewey Dell trata de abortar sin que nadie se entere; Jewel quiere alcanzar la independencia y emancipación una vez inanimada su protectora; Cash quiere aportar un trabajo de carpintería bien hecho; Anse tratará de cumplir su promesa, y de paso conseguir una nueva dentadura (y otra nueva... ), mientras que Darl, quien me parece (por analogía personal) casi como el protagonista real de toda la historia, aprovecha el viaje para descubrir quien en verdad es (un excluido dentro de su familia, con sensibilidad extrema y lucidez ante la vacuidad de los actos de sus parientes, un paria destinado a la fatalidad y a la distancia).

Los Bundren muestran comportamientos que extrañan: siempre hablan de autonomía, de valerse por sí mismos, rehúsan la ayuda ajena y se enorgullecen de ello, pero a cada paso necesitan dicha ayuda, que en ocasiones les salva de su destrucción. Son humanos, ni más ni menos; aquí no hay descripción de héroes, sino de hechos, de deseos que entrañan igual hazañas, pero no por su excelencia, sino porque sus protagonistas son testarudos, cabezotas, y no ceden ante las dificultades que el mundo les presenta. Pero, por ser humanos, también les corroe la vena maligna, y están preparados para erradicar de raíz cualquier impedimento o atadura que les prive de su éxito, o de su unidad familiar. Darl, en un arranque final próximo a la locura, amenaza con evitar la conquista del propósito, y además, irrumpe como el imprevisible, como el raro, el que sabiendo, quiere hacer saber a los demás. Su personaje, de carácter místico y ontológicamente superior, se desprende de las ataduras familiares y asciende hacia el reino de la clarividencia; debe ser sacrificado, debe ser despojado de su libertad y su acción por el bien de la casta de los Bundren.

La rutina, la vacuidad, el paso del tiempo, el dolor, la infinitud de la muerte y la finitud de la vida, la soledad, el desengaño, la familia... Faulkner retrata a esas gentes del sur americano, agrestes, bastas y miserables, pero tan humanas como cualesquiera otras, y les dota de voz perenne. Al final, una última frase, que conmociona, que delata, quizá, lo que siempre ha vivido en el corazón de la familia Bundren, como diciendo; “una vez hecho el trabajo, consumado el compromiso, pasemos a otra cosa”.

Un sentimiento llano, genuino, un guiño a la vida, a vivirla y a hacerla presente. El pasado, la muerte, el olvido, ya no cuentan. El ser es presente. Lo que no viva ya, habrá que desecharlo, y silenciarlo. Esa última frase, cínica, sí, pero de una sinceridad total tras la hipocresía que el ayer había obligado a sufrir, extiende un universo de posibilidades; tal vez un cambio, una purga moral, un comienzo basado en otros principios. O, tal vez, una mera prolongación de lo vivido, con otros ropajes pero bajo ellos, la misma carne.

Faulkner escribió la última frase de esta novela unas siete semanas después de la primera. En apenas dos meses compuso el murmullo de la vida simple, preñada de ambivalencias y contradicciones, que describe todo el mundo que nos rodea. La reflexión sobre ella, sobre qué significa vivir y estar vivo, la filosofía que en verdad cuenta, engarzada y como oculta, destila en sus páginas a poco que sepamos desbrozarlas.

Cómo es posible tamaña profundidad en tan escueto discurso es, desde luego, el gran misterio de la escritura. Quién no aspire alguna vez a lograrlo, que no coja nunca una pluma; porque ahí radica la estrella de la genialidad artística, la culminación de su pasión y el fin que mueve a hilar palabras, encadenadas hábilmente, en busca de la perfección.

25 de abril de 2009

Papiros vitales



"Si el libro que leemos no nos despierta de un puñetazo en el cráneo, ¿para qué leerlo?... Un libro tiene que ser el hacha que rompa nuestro océano congelado"

Franz Kafka

20 de octubre de 2008

Catedrales de papiro y viejas glorias



Dispongo, a pocos metros de mi casa urbana, con una de esas maravillas ingeniosas y admirables que la Humanidad, cansada de guerrear y buscarse problemas, inventa cada mil años. Las bibliotecas, catedrales del papiro y viejas glorias enterradas y adormecidas en el tiempo, son el retiro ideal para almas que tratan de hallar sonidos (es decir, silencios), olores y ambientes a punto ya de desaparecer.

Porque, en efecto, el carácter sagrado e intelectualmente enriquecedor de tales guaridas, algunas de ellas verdaderas catacumbas del saber y de la historia, está perdiendo día a día su condición idiosicrásica, la de brindar en esa seductora atmósfera, desinteresadamente, el tesoro humano de milenios; y esto se debe a empresarios y especuladores que, no contentos con sus excesos y desquites en terrenos financieros y de negocios (evidenciados dramáticamente en las últimas semanas), pretenden ahora mercantilizar nuestro conocimiento, que tanto ha costado reunir y conservar, dosificándolo en función del previo pago de una ligera propina.

La idea parece tan estúpida, infame y despreciable, que quien la propuso merece dormir entre rejas, de por vida; no hay forma más miserable de comprender el espíritu de una biblioteca, ni procedimiento tan blasfemo y vil para encargarse de las preocupaciones o las dificultades que ésta genera. Me temo, sin embargo, que es una propuesta, la de comercializar nuestras bibliotecas, que ya está a punto en otros países de convertirse en práctica real. Si esto es así, por el abyecto efecto dominó que conlleva vivir en un mundo globalizado, no tardará en hacerlo en el nuestro. Sería el fin de algo precioso, único y tan estimable que aún hoy ni siquiera se ha
valorado en su justa medida.

Pero, a todo esto, yo me disponía a hablar de la biblioteca que besa mi calle gandiense. Y es que, allí, controla y dirige el hospicio para enfermos de papel y tinta impresa una menuda y muy generosa señora, graciosa y dedicada, pero de cuya lengua de fuego y ademanes en ocasiones furiosos mejor no diré nada. Hace unos días, cuando me disponía a abandonar el templo con dos pequeñas obras de grandes autores (Samuel Beckett y Max Aub, para los cotillas...), reclamó ella mi atención, preguntándome -con tono algo inquisitivo- qué era lo que estudiaba; iba a responderle, en un alarde de chulería, que no yo estudio nada, sino que trato de aprender, cosa muy distinta, lo cual hubiera derivado, naturalmente, en miradas de reproche y palabras agrias. Para evitarlo, contesté rápido y, entonces, se agachó y sacó de un cajón casi un millón de pequeños tomitos de filosofía: estaban por allí Platón, Nietzsche, Gadamer y Russell, acompañados de Aranguren, Hegel y Marcuse, entre otras prendas de siglos ya muy muertos. Le dí las gracias, varias veces, porque me venían bien, muy bien, de hecho, todas aquellas obritas. Me dijo entonces la bibliotecaria que era una donación de no sé qué catedrática de filología, y que llevándomelos hacía, como señaló socarronamente, un favor a la institución, puesto que aligeraba peso de las estanterías; los libros, cabe decirlo, llevaban marcas de posesión (firmas y fechas de comprado, dedicatorias y cosas así), y en algunos casos -como 'La República', por ejemplo- los rayajos a lápiz a veces tapiaban el mismo texto. No resulta extraño que quisieran deshacerse de ellos...

Como soy muy ignorante, y desconocía que uno podía brindar sus libros a las bibliotecas así como así, le prometí a la responsable (Roser, ése es su nombre) que, a cambio, le correspondería con algunas novelas de ciencia ficción que había adquirido no hacía mucho. Éstas, contrariamente a las obras recibidas, estaban inmaculadas, y cuando hoy por la mañana he pasado nuevamente por aquel antro espiritual para devolver los viejos préstamos, habiéndome nutrido ya de ellos, me he convertido 'oficialmente' (Dios, cómo odio esa expresión...) en benefactor de la biblioteca de Be... Quizá mis novelas -es decir, ahora ya las novelas de todo el mundo, para todo el mundo...- no descansen finalmente en las estanterías, sino que, como le ocurrió a los manoseados y amarillentos tomitos de filosofía que la catedrática anónima depositó en la mesa de la bibliotecaria, abandonen la catedral del papel y huyan a una casa cualquiera, donde sólo puede disfrutarlas un puñado de gentes.

Ya verá Roser qué hace con ellos, lo dejo todo en sus manos. Yo, por mi parte, hoy me he agenciado otro clásico, un volumen mastodóntico y de diminuta tipografía, "La montaña mágica", de Thomas Mann, claro. Es una edición casi prehistórica, con páginas ocres y lomo desgastado. Algunas hojas apenas se sostienen a los pliegos, por lo que habrá que mimarlo como si fuese un bebé.

Me pregunto cuántas emociones, cuántos sentimientos habrán producido esas mil páginas deterioradas y mústias, todo el universo de sensaciones que sólo una obra literaria puede ofrecernos: risas y alegrías, llantos y pavores, estremecimientos y dolores, a decenas, centenares o miles de personas. Y todo gracias a un impulso filántropo, a un uso inteligente de los recursos públicos, y a la tarea de gente como Roser que siente la biblioteca, no como su trabajo, sino como su casa. Y gracias a gentes como nosotros que las cuidamos y les extraemos el jugo con gusto y a diario: no vamos allí para tomar el café con los amiguetes estudiantes o para que vean lo cultos que somos, o con el fin de buscar información para el trabajo escolar o preparanos de cara al próximo exámen. Ésos son usos banales, intrascendentes y vulgares de la biblioteca, típicos en gente afín a ellos, y que estoy seguro rechazaría enfáticamente el mismo edificio, si dispusiera de voz propia.

Nosotros sabemos bien lo que nos brinda la biblioteca. Sabemos valorarlo y conocemos cómo hay que preservarlo. Luego que los capitalistas y mercantilistas, los hacedores y consumidores de dinero se mantengan alejados de ellas. No vaya a ser que la infecten, corroyéndola, con sus ansias de control, distribuyendo la sabiduría y el conocimiento en función de dividendos y pagos. Porque entonces la moneda permanecería por encima de nuestro santuario, pisoteándolo. Y esto es algo, amigos, que nadie en su sano juicio puede consentir.

(Foto de la Wikipedia)

16 de septiembre de 2008

'La tijera', de Ernst Jünger



Meses atrás un lector y comentarista de este blog nos hizo una recomendación: 'La tijera?, de Ernst Jünger. Carecía yo de referencias acerca de este autor alemán, uno de los más importantes del siglo pasado en ese país, así que me embargaba cierta incertidumbre. Siempre me atrae la lectura de un escritor del que desconozco su obra, pero igualmente sientes la inquietud que produce esa inseguridad: ¿valdrá la pena, merecerá mis horas, o no será más que una pérdida de tiempo? En el caso de Jünger, y tras la lectura de 'La tijera', no puedo menos que recriminarme cómo no he disfrutado antes de su ágil, amplia y penetrante prosa. Y quedo a la espera de que el destino me obsequie con otros de sus tesoros literarios.

Escrito cuando Jünger contaba con sus lúcidos 95 años, consta de varios centenares de pequeños aforismos, notas o fragmentos de textos íntimamente relacionados. La temática es completamente miscelánea, aunque prosigue un orden intelectual bien definido: abre Jünger su obra con reflexiones acerca del poder y relevancia del mito, la necesidad y función del arte y de los creadores, el éxtasis y los sueños; la continúa mediante destellos de ingenio referidos a la ciencia, la naturaleza y la técnica, y la dualidad fuerza/debilidad humana, los dioses y los titanes; y, por último, la concluye con unas líneas maestras acerca de la muerte, del tránsito de los siglos, el tiempo y su carácter evanescente o eterno.

Si bien su lectura es ágil, no es un libro fácil de comprender. Y no me contradigo; lo expuesto en sus líneas es algo oscuro, casi arcano, se necesita a veces del apoyo de las relecturas para llegar a la inteligibilidad de sus ideas, para dotarlas de coherencia y sentido. Y, sin embargo, al leer las páginas de 'La tijera' uno siente un fluir extraño en las palabras, un discurrir elegante que catapulta a la belleza literaria, y que te permite gozar de la lectura más por su maravilloso discurrir sereno que por el significado de lo propiamente leído. Es como si las palabras, ungidas por el encanto de su perfecta concatenación, se elevaran por encima del papel y nos hablasen directamente, sin intermediarios lingüísticos.

Hallo, en dicho fluir rítmico y armónico, más allá de lo manifestado por las mismas palabras, el hechizo que teje 'La tijera', el embrujo de una obra única cuya mixtura de contenido deberá ser valorada, si acaso, con el paso del tiempo y de nuevas vueltas a sus páginas.

Más ya no alcanzo a decir.

10 de febrero de 2008

Historia del libro viajero



Hará cosa de unos siete años, cuando apenas estrenaba los veinte, me encontré un día con un objeto singular. Por aquel entonces yo y un buen amigo (o quizá debería decir 'El' amigo) solíamos ir a un parque anclado en las afueras de la ciudad, a compartir ideas, masturbaciones mentales y demás desatinos de la lozana juventud. Desde allí había, y sigue habiendo, una panorámica amplia de nuestra pequeña urbe, coronada en segundo plano por picos montañosos apenas destacados sobre los edificios más altos. Siempre nos gustó esa combinación de cemento y naturaleza, esa visión mixta entre la metrópoli de muchedumbre y las cumbres abiertas y mudas.

El caso es que nos sentamos en un banco nuevo, que si no recuerdo mal aún olía a barniz, y de repente reparé, junto a mi lado, en un pequeño objeto rojo, que al principio no reconocí. Pensé que era una cajita de cerillas, pero de inmediato comprendí que, en realidad, se trataba de un libro... aunque uno de tal tamaño que cabía en la palma de la mano de un infante. El librito, de tapas rojas, se titulaba "Ternura". Lo cogí con cierto temor reverencial, perplejo aún del hecho de hallarlo allí, en medio de un parque casi desolado en una fría tarde de febrero, y lo hojeé rápidamente, examinando su contenido.

'Ternura' es una palabra fea. Es demasiado blanda, demasiado sensible para los tiempos que corren. No solemos utilizarla; si acaso lo hacen las mujeres, porque los machos la consideran cursi y afeminada. Y, sin embargo, parece que eso es precisamente lo que más necesitamos. Nos corresponde dar, ofrecer nuestra ternura a los demás, y que ellos hagan lo propio con nosotros. La noche de aquel día, en mi diario, escribí lo siguiente al respecto de nuestro casual hallazgo: "¿Quién lo ha dejado allí? ¿Le habrá caído de su bolsillo mientras conversaba o lo habrá dejado voluntariamente? ¿Qué significa el hecho de que lo hayamos encontrado nosotros hoy y no cualquier otro mañana? Quizá deba ser más "tierno" con los demás, aprehender algo de lo incluido en sus minúsculas páginas. Y, a mi vez, tal vez deba instigar a los otros a hacer lo mismo. No creo que sea una simple coincidencia, haberlo encontrado; hay presentes demasiados factores extraordinarios."

Posteriormente, mientras lo leía, admiré su enorme profusión de citas, refranes, máximas y pensamientos de toda índole, aunque muy orientados hacia el amor, la fraternidad, la comprensión y, por supuesto, la ternura entre todo ser humano. Lo cierto es que se trata de una obra bella, colorida, apta para ser releída una y otra vez, en distintos estados emocionales y mentales. Como todo libro que recoge reflexiones de otros, hay un poco para cada uno de nosotros.

Pero, tras su lectura, cometí un error, gravísimo, error del que ahora ya sólo puedo disculparme inútilmente, porque es un error irreparable. Mi equivocación fue depositarlo en el cajón (me parecía que estaba fuera de lugar hacerlo en la estantería, donde sería un David rodeado de muchos Goliath, mas no por su contenido, naturalmente), cajón en el que ha dormido "Ternura" desde aquel día de febrero de 2001. Ahora que lo pienso me lo imagino, triste y húmedo, olvidado en un lugar donde no jugaba ningún papel, donde nadie lo aprovechaba, quieto y ansioso a la espera de ser devuelto a la vida.

Me apena, sinceramente, todo este tiempo en el que he sido tan torpe de no ver que, en realidad, ese librito está destinado a pasar por varias manos, viajando entre mentes anónimas, y quizá cambiando a las personas que lo lean y disfruten. Dejar un libro así, perdido en un cajón mohoso, es un sacrilegio. Porque se trata de un libro viajero y, como tal, merece ser puesto en libertad, para que prosiga su camino.

Ayer fuimos al banco donde lo hallamos, tanto tiempo atrás. Pude elegir otro lugar, otro parque o ciudad, pero creo que es mejor que retome el viaje donde lo encontré.

Amigo viajero, ya eres libre otra vez.

(Foto de Emilia V. Talens)

23 de marzo de 2007

'Calor glaciar'



En Ciencia, toda discusión es necesaria. Al igual que en la vida diaria, debatir puntos de vista, refutar a tu interlocutor o mantener una sana y pacífica 'disputa' verbal casi siempre tiene consecuencias positivas: aprendemos, intercambiamos impresiones y, quizá, se llega a alguna conclusión, aunque no sea definitiva.

Parte de la buena salud en toda ciencia está representada por los acalorados debates, las enérgicas oposiciones entre colegas y los, a veces duros, rifirrafes que mantienen bandos opuestos. Una ciencia sin debate está muerta, porque su avance se limita a una aceptación general.

Es necesario y deseable, por tanto, que en Ciencia las discusiones, las confrontaciones de pareceres, estén a la hora del día. Habrá, en consecuencia, dos 'bandos' o grupos científicos en toda discusión: los que respaldan una idea, hipótesis o teoría, y aquellos que no la apoyan. La Ciencia no trata certezas, no se interesa por lo que ya está demostrado. Una vez que un conocimiento es aceptado por todos, pasa al cajón de verdades y, como quien dice, se olvida. En los debates científicos los científicos "disidentes" o "heterodoxos" son casi siempre los protagonistas, porque ofrecen un punto de vista distinto y a menudo polémico, que dota de salud y energía a la discusión. Su protagonismo está más que justificado: constituyen uno de los medios por los que la Ciencia evoluciona.

Bueno, el caso es que hoy quería hablar de un libro y estoy divagando horriblemente... . Luis Carlos Campos es un filólogo cántabro interesado por el tema del cambio climático. Como muchos otros, Campos no es especialista en la cuestión, y escribir un libro acerca de la misma sin tener todos los datos sobre la mesa y sin estar familiarizado con el proceder científico es bastante arriesgado. No voy ahora a a analizar el libro de Campos, dado que no tengo la formación necesaria para hacerlo (aunque ya he dado mi opinión sobre el cambio climático en un par de posts anteriores, por ejemplo aquí aquí o aquí; por cierto, mis opiniones sobre el tema han variado desde entonces, aunque esto es algo que trataré más adelante), pero sí que me atreveré a criticar un poco su planteamiento.

Se supone que su libro, "Calor glaciar", es una obra de divulgación científica, y al mismo tiempo un ensayo, en el que su autor nos expone su tesis (la de que el cambio climático existe, pero no en la dirección de un calentamiento, sino hacia una glaciación). A lo largo de sus páginas, Campos se dedica a desmontar, según su opinión, la postura oficial acerca del cambio climático, y ofrece una serie de apoyos bibliográficos que suscriben la suya. Sólo aquellos que dispongan o tengan acceso a esas referencias podrán juzgar si lo que propone Campos es viable o simplemente una hipótesis descabellada, o cuando menos, improbable.

Lo cierto es que un libro no es, precisamente, el mejor lugar para exponer una tesis como la de Campos. Y no lo es porque no hay posibilidad de discusión, que hemos visto constituye un rasgo básico de la Ciencia. Si Campos quería dar a conocer una postura científica, que a su vez critica otras, el mejor lugar para hacerlo es sin duda una revista especializada: uno recoge información, da forma a su hipótesis, la sustenta con evidencias de otros colegas, y la expone ante quienes pueden rebatirla: una publicación científica.

Sin embargo, hay algo que me parece lamentable y no se trata de dónde haya publicado Campos su hipótesis (por cierto, su editorial, ArcoPress, merece un cero en la edición: fotografías oscuras apenas distinguibles, tipografía desigual, revisión léxica y ortográfica deficiente... etc.), sino del escaso acierto que supone que ciertos personajes alejados por completo de la Ciencia estén equiparados en prestigio y rigor a los propios científicos. Me explico: para corroborar su tesis, Campos nos da una serie de referencias científicas muy pertinentes (si son suficientes, adecuadas o falsas, es otra cuestión), referencias que por sí mismas deberían ser suficiente respaldo argumentativo, pero Campos no abandona ahí su lista de "fuentes afines": evidencia gran torpeza intelectual, a mi entender, el hecho de dar una muestra variada y completa de videntes, médiums y sensitivos (entre los que se halla Uri Geller...) que, gracias a sus dotes psíquicas especiales nos revelan la inminencia de una glaciación de funestas consecuencias para la especie humana.

Obviamente, esto resta una enorme credibilidad al libro de Campos y, de paso, hace un flaco favor a los científicos e investigadores que permanecen, contra viento y marea, dentro del grupo de "escépticos" climáticos. Si estamos hablando del clima, de un fenómeno físico y natural, regido por mecanismos físicos, no hay ningún lugar para Geller y compañía, puesto que son de las personas más ineptas e incompetentes que uno pueda hallar si desea obtener información fidedigna del clima. No son expertos, no tienen formación científica, carecen, por lo tanto, de la necesaria preparación sobre el tema, pero lo grave es que un periodista, supuestamente científico, dé validez y relevancia a las conclusiones a las que dichos sujetos llegan, no por investigación, qué va, sino por medio de sus capacidades psíquicas.

Al mismo tiempo, uno puede criticar esa sospechosa aureola 'New-age' que recorre el libro de Campos y aparece en ciertas partes del mismo. No es que esta aureola sea mala en sí misma, es respetable si se da en obras de una cierta clase (en las que abunda el lirismo y escasean las argumentaciones), pero hallarla en un libro de marcado carácter científico da mala espina, porque alguien que desea aportar una opinión razonada y argumentada de un tema científico intenta evitar las divagaciones, digamos, esotéricas. Es como quienes creen que es posible fundamentar científicamente la astrología; se equivocan de parte a parte, dado que es imposible fundamentar científicamente algo que no es científico. No digo que sea falso, irracional o absurdo (que puede serlo, y ello merecería un análisis aparte...), sino que no podemos dotar de ropajes científicos lo que no es posible analizar por medios científicos.

El último párrafo del libro de Campos resume bastante bien ese 'deje' de nueva era de que hablo: "Hay serios motivos y una copiosa base científica para afirmar que nos encontramos en el umbral de una Nueva Era y que va a ser precisamente el cambio climático quien ya no está adentrando en UNA MUTACIÓN GLOBAL Y PLANETARIA (mayúsculas suyas). Entropía y Sintropía, caos y evolución, se servirán de nuevo del Frío Hielo -en forma de polvo cósmico, cometas, Nubes y nieve- para cumplir el Misterioso Plan por el que la Naturaleza asciende en Cósmica Espiral hacia la máxima expansión de la Conciencia".

Uno llega al final del libro sin saber muy bien si lo que se debatía eran el cambio climático y las glaciaciones o cómo el hielo afecta a la conciencia y permite su desarrollo hacia formas espirituales más sofistiadas... (sic)

17 de mayo de 2006

Entre Borges, Aleixandre y los agujeros de gusano

Para evitar que en estos días, de estudio ininterrumpido e intensivo, la locura total y absoluta haga más mella en mí de lo habitual, no hay nada mejor que la lectura; quizá sea lo único que te permite, de verdad, olvidarte de todo, al menos durante unos minutos, y dejar que el intelecto y el alma ondeen todo lo alto que se merecen, liberadas de las ataduras de la obligación.

Por lo tanto, entre los ratos de estudio, el hermitaño lee. ¿Qué?, ¿a quién?. Bien, primero un poco de Borges; alguno de sus relatos, como "La biblioteca de Babel" o bien "El hacedor", o el archiconocido "El Aleph". Da igual que lo lea una o mil veces; sea como sea, Borges siempre acaba sorprendiendo. De sus Narraciones hice un brevísimo comentario en mi diario, ayer: "el volumen de relatos de Borges ha sido, para mí, un descubrimiento maravilloso, una obra maestra literaria, por la originalidad, su enorme inteligencia y el anonadante contenido. Esto es literatura a un nivel superior, no apto para quienes buscan historias convencionales o un estilo sencillo y sin connotaciones". Me reafirmo en ello. Borges se inventa su propio Universo, de una pasmosa imaginación, en el que deja caer, como si no lo quisiera, un mar de preguntas, de dudas y de temas filosóficos, intelectuales. Literatura superlativa, en suma.

Luego, cuando me 'aburren' los análisis sintácticos o los la población humana histórica, entro en la poesía, en este caso de Vicente Aleixandre (Poemas paradisíacos). Aunque no suelo devorar poemas con tanta gracia como novelas, ensayos o textos divulgativos, siempre me produce un placer enorme entrar en ese nuevo Cosmos que supone el mundo visto a través del sentimiento poético. Son poemas breves, los de Aleixandre, y esos son precisamente los que más aprecio; en pocas palabras, todo una nueva forma de captar la realidad (o la irrealidad, o la fusión entre ambas...), el ser humano y sus encuentros con la vida.

Por último, antes de mecerme al ritmo de las estrellas, digiero un poco de divulgación; abro "Agujeros de gusano cósmicos", obra de Paul Halpern sensacionalmente escrita, fácil de entender y muy estimulante. En ella se hace referencia a los viajes en el tiempo, a su posibilidad física y teconológica. Menciona la hipotética viabilidad de viajar a través de distancias enormes (prácticamente de lado a lado del Universo, si es necesario), empleando para ello agujeros de gusano, una especie de túneles cósmicos que facilitarían el tránsito interestelar, en tiempo y en espacio. Con ello, en un futuro remoto (o quizá no tanto...), es factible la idea de ir hasta otros sistemas planetarios, con vida inteligente, tomar un té con nuestros vecinos de Aldebarán, y estar de vuelta en casa antes de la cena.

Ante estos universos literarios, es dificil resistirse, por muy importantes que sean ciertos estudios. La lectura, la verdadera, aquella que enciende el intelecto y el corazón, es el alimento del alma. Y el alimento del alma no conoce de obligaciones, sólo de disfrutes, de placeres y de sensaciones únicas, que producen las lecturas impuestas tan sólo por uno mismo.

30 de julio de 2005

En pos de la Torre Oscura

Stephen King llena una parte importante de mi pequeña biblioteca. Unas 30 novelas, en total. He ido adquiriendo sus libros desde 1994, algunos muy buenos, otros bastante interesantes, otros realmente lamentables.

En cualquier caso, si tengo que destacar algo de King que me ha fascinado es su serie de relatos de la 'Torre Oscura', desde que en 1995 comprara el tercer volumen. Los dos primeros llegarían un poco después, y el cuarto en 2002. Para estos días me gustaría conseguir el quinto, en la biblioteca, pero cierran en agosto (por cierto, esto es indignante... una biblioteca cerrada en agosto, ¡justo cuando más tiempo hay para leer!) y me parece a mí que mañana domingo no estarán esperándome allí.

Esta serie de relatos es, en mi opinión, algo de lo que puede enorgullecerse el señor King (quien por otra parte, y haciendo gala de pocas luces, dijo que no le gustaba la versión fílmica de su novela 'El resplandor' que hizo Stanley Kubrick en 1980. A cualquiera que preguntes te dirá que el film es millones de veces mejor que la novela, pero en fin...). Porque se trata de un cosmos imaginado y nuevo, en el que convergen western y fantasía, amores y guerras y aventuras y ilusiones, todo ello estimulado por unos marcados personajes y una historia extensa y muy bien trenzada. Después del accidente que tuvo King hará un par de años, pensé que tal vez no podría concluir la serie, pero ahora lo ha hecho y ya respiro un poco más tranquilo.



Supongo que mi adicción a la 'Torre Oscura' es similar a la que sienten los seguidores de 'Star Wars' o de Tolkien. Y, en este caso, está enfervorizada aún más por el hecho de que ellos ya han visto cumplido el ciclo de relatos... y en cambio yo no. A mí todavía me restan tres extensos volúmenes por disfrutar. El pistolero Rolando de Gilead, como se llama el protagonista de la historia, se ve envuelto en un periodo de cambios profundos en su mundo, paralelo al nuestro, y acompañado por otros tres viajeros (todos ellos arrancados de su mundo original [el nuestro] y lanzados al de Rolando por él mismo mediante una invocación), y con el deseo de no ver destruido lo que era su hogar y su vida decide ir hasta la Torre Oscura, una construcción (tal vez puramente mental, aunque real según algunos...) en la que subyace la posibilidad de un cambio de destino del mundo de Rolando. Rolando intentará llegar hasta ella, aunque durante el camino encontrará todo un universo de dificultades y malignos poderes.



Por mi parte voy a esperar con ansia el momento de adentrarme de nuevo en el mágico, espectacular, inexplorado y sugerente universo de Rolando y, para hacer boca, quizá relea las cuatro partes anteriores (unas 2.200 páginas, aproximadamente). Os recomiendo esta magnífica obra en siete partes sin ninguna reserva. La primera es una mera introducción, la segunda ofrece claves imprescindibles sobre el devenir de los diferentes personajes, la tercera es una intrincada senda hacia el camino que lleva a la Torre Oscura, y la cuarta representa una mirada atrás de Rolando hacia sus orígenes, a su primer (y único) amor, y acerca de por qué su mundo se desmoronaba. La quinta parte, para mí, aún sigue en el más absoluto misterio.

Rolando y sus amigos forman un ka-tet, una especie de alianza conjunta infranqueable e indestructible. Son uno de muchos, la esencia de una alma hecha grupo para toda la eternidad. Si queréis entender esto, lo mejor que podéis hacer es empezar con 'La hierba del Diablo', el primer volumen de la serie, la cual empieza así:

"El hombre de negro huía a través del desierto, y el pistolero iba en pos de él".

Buen viaje.