30 de septiembre de 2009

'Mientras agonizo', de William Faulkner



Si El oso, novela corta de Faulkner, me produjo –sólo en un primer momento– una sensación de confusión, como de obra carente de fin concreto y narrada por el mero arte del escribir (propósito loable, de todos modos), sin más pretensión que describir hechos mundanos y ordinarios (literariamente, eso sí, muy lejos de la ordinariez), Mientras agonizo es una obra maestra de factura impecable: dura, ruda (como la vida en la América sureña), jocosa, manifiestamente patética y de tintes sarcásticos, abre la descripción de un universo de vivencias también terrenales, aunque enriquecido con profundidades metafísicas y ontológicas de una calidad insuperable y otorgando al lector mil sentimientos y vibraciones distintas ante unos personajes cuyas particularidades nos dejan atónitos, irritados o, tan sólo, maravillados.

La obra narra la historia de la familia Bundren, que se desplazan en carreta llevando consigo el ataúd de su (¿amada?) madre desde su hogar montañoso hasta las llanuras, para que descanse junto a sus antepasados. Es una promesa que Anse, el padre, hizo a su esposa Addie, de modo que instala a sus cinco hijos (Cash, Darl, Jewel, Dewey Dell y Vardaman) en el frágil carruaje y deciden cruzar los dieciséis kilómetros que les separan de su destino. Durante el trayecto son los mismos protagonistas, tanto los citados como otros secundarios, quienes, a través de diálogos interiores (técnica llamada flujo de conciencia), van desarrollando sus impresiones y experiencias, y así es como llegamos a conocerlos; incluso la misma muerta nos ofrece sus sentimientos, como si pudiera hablarnos desde más allá de la tumba... La finalidad es, desde luego, no dejar cerrada la puerta que separa el mundo de los difuntos con el nuestro, porque tal puerta puede estar abierta más veces de las que suponemos...

El viaje es en cierta forma, para todos ellos, un medio de purgar demonios, solucionar entuertos, lavar conciencias, hacer realidad sueños, manifestar grandeza personal, evidenciar que los niños ya no lo son o, hasta para la misma muerta, una forma de fastidiar a su marido y a sus retoños: Vardaman persigue un tren de juguete; Dewey Dell trata de abortar sin que nadie se entere; Jewel quiere alcanzar la independencia y emancipación una vez inanimada su protectora; Cash quiere aportar un trabajo de carpintería bien hecho; Anse tratará de cumplir su promesa, y de paso conseguir una nueva dentadura (y otra nueva... ), mientras que Darl, quien me parece (por analogía personal) casi como el protagonista real de toda la historia, aprovecha el viaje para descubrir quien en verdad es (un excluido dentro de su familia, con sensibilidad extrema y lucidez ante la vacuidad de los actos de sus parientes, un paria destinado a la fatalidad y a la distancia).

Los Bundren muestran comportamientos que extrañan: siempre hablan de autonomía, de valerse por sí mismos, rehúsan la ayuda ajena y se enorgullecen de ello, pero a cada paso necesitan dicha ayuda, que en ocasiones les salva de su destrucción. Son humanos, ni más ni menos; aquí no hay descripción de héroes, sino de hechos, de deseos que entrañan igual hazañas, pero no por su excelencia, sino porque sus protagonistas son testarudos, cabezotas, y no ceden ante las dificultades que el mundo les presenta. Pero, por ser humanos, también les corroe la vena maligna, y están preparados para erradicar de raíz cualquier impedimento o atadura que les prive de su éxito, o de su unidad familiar. Darl, en un arranque final próximo a la locura, amenaza con evitar la conquista del propósito, y además, irrumpe como el imprevisible, como el raro, el que sabiendo, quiere hacer saber a los demás. Su personaje, de carácter místico y ontológicamente superior, se desprende de las ataduras familiares y asciende hacia el reino de la clarividencia; debe ser sacrificado, debe ser despojado de su libertad y su acción por el bien de la casta de los Bundren.

La rutina, la vacuidad, el paso del tiempo, el dolor, la infinitud de la muerte y la finitud de la vida, la soledad, el desengaño, la familia... Faulkner retrata a esas gentes del sur americano, agrestes, bastas y miserables, pero tan humanas como cualesquiera otras, y les dota de voz perenne. Al final, una última frase, que conmociona, que delata, quizá, lo que siempre ha vivido en el corazón de la familia Bundren, como diciendo; “una vez hecho el trabajo, consumado el compromiso, pasemos a otra cosa”.

Un sentimiento llano, genuino, un guiño a la vida, a vivirla y a hacerla presente. El pasado, la muerte, el olvido, ya no cuentan. El ser es presente. Lo que no viva ya, habrá que desecharlo, y silenciarlo. Esa última frase, cínica, sí, pero de una sinceridad total tras la hipocresía que el ayer había obligado a sufrir, extiende un universo de posibilidades; tal vez un cambio, una purga moral, un comienzo basado en otros principios. O, tal vez, una mera prolongación de lo vivido, con otros ropajes pero bajo ellos, la misma carne.

Faulkner escribió la última frase de esta novela unas siete semanas después de la primera. En apenas dos meses compuso el murmullo de la vida simple, preñada de ambivalencias y contradicciones, que describe todo el mundo que nos rodea. La reflexión sobre ella, sobre qué significa vivir y estar vivo, la filosofía que en verdad cuenta, engarzada y como oculta, destila en sus páginas a poco que sepamos desbrozarlas.

Cómo es posible tamaña profundidad en tan escueto discurso es, desde luego, el gran misterio de la escritura. Quién no aspire alguna vez a lograrlo, que no coja nunca una pluma; porque ahí radica la estrella de la genialidad artística, la culminación de su pasión y el fin que mueve a hilar palabras, encadenadas hábilmente, en busca de la perfección.

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