23 de diciembre de 2008

Ritual de solsticio



"En el solsticio de diciembre (invierno en el hemisferio norte), se celebraba el regreso del Sol, en especial en las culturas romana y celta: a partir de esta fecha, los días empezaban a alargarse, y esto se asociaba a un triunfo del Sol sobre las tinieblas, que se celebraba encendiendo fuegos. Posteriormente, la Iglesia Católica decidió situar en una fecha cercana, el 25 de diciembre, la Natividad de Jesucristo, dándole el mismo carácter simbólico de renacer de la esperanza y la luz en el mundo y tratando así de solapar al mismo tiempo la festividad pagana previa".

En todos nosotros anida la Navidad, ya sea secular o sagradamente, ya esperemos con ansias las reuniones familiares y las Misa del Gallo o detestemos ambas, ya nos maravillen sus luces, colores y olores o las odiemos a muerte, viéndolas como grotescos despedicios. En todo caso, siempre persiste algo del carácter navideño en nuestro interior, lo queramos o no.

Personalmente, dado que no comulgo con los excesos usuales de las compras, las loterías, las cenas de empresa y los conciertos religiosos (aunque suelen enternecerme los pesebres, los villancicos, los momentos en que mis sobrinos abren sus regalos, el adornado árbol y la ceremonia recogida), una buena forma de intimar con las connotaciones propias de la época puede ser rememorar las celebraciones añejas de culturas hoy extintas, aquellos cultos que nuestros antepasados ideaban para contentar a las deidades, realizando ofrendas al dios de los dioses. Unos le llamaban Ra, otros Huitzilopochtli o Aditya, Helios o Inti algunos más, y nosotros Sol.

Pero sería un anacronismo, y una locura, volver a edades de piedra, cuando se sacrificaban cabras o, peor, se le brindaba a la estrella la sangre de los enemigos humanos capturados. Lo que cuenta hoy, naturalmente, es el espíritu del ritual, el simbolismo, el acto mismo de hacerlo, no tanto cómo. Por ello mismo las palabras solemnes, los discursos y las expresiones que encierran deseos materiales, anhelos de objetos que queremos poseer, cantidades que esperamos recoger o corazones a conquistar son, todas ellas, aspiraciones superfluas e inadecuadas. Hay que celebrar, creo que más atinadamente, la vida misma, estar vivos y saber que lo estamos, ser conscientes de lo que hemos hecho y poner toda la carne en el asador para disfrutar de un futuro libre, abierto y cercano, pero nunca igual, al elegido.

Por ello, el lugar adecuado para mí, como solían hacer los compatriotas de eras pasadas, quizá aquellos que moraban en la cueva del Parpalló o la de las Malladetas, es el Montdúver. Me acompañaba el camarada, como siempre, bandadas de urracas (¿o eran cuervos?) que apenas batían sus alas en las espirales ascendentes de aire, y supongo que también algún espíritu de los de antaño. Buscamos el sitio, corrimos cremalleras de abrigos, nos enfundamos guantes de lana, y aguardamos. El Sol bajaba con lentitud, fluyeron las palabras y rememoramos otras ascensiones similares, cuando pasábamos la noche allí, sacos en ristre y rostros hacia las estrellas, siempre solos, siempre dos, para bien o para mal. Imaginamos una tercera presencia, ignota, que cerrara el círculo, que compartiera y nos hiciera partícipes de su mundo. Quizá venga algún día, le dije. Quizá.

Y, entonces, el Sol se dispuso a dormir. Un cirro con aspecto dragonítico le secundaba en las alturas, y pasó del blanco al amarillo y al rojo sin solución de continuidad. El astro inundó el cielo de tonos ocres, verdes, y anaranjados, y cuando besó el horizonte pudimos mirarle directamente. Oíamos algunas voces cercanas, que descendían ya, perdiéndose el clímax, el apogeo, el orgasmo. Era como retirarse justo antes del final de la película, abandonar la función cuando llega el desenlace. Incomprensible.

A continuación aparecieron las tinieblas. Nieblas y vahos serpenteaban en los valles, mares de nubes bajas blancas y deshilachadas. Arriba, la Diosa refulgía, como diamante, en el oeste, y un poco más allá, Zeus. Miré por si vislumbraba a Hermes, pero debió escabullirse bajo el horizonte; siempre fue demasiado tímido... Sobre nuestras testas, la Vía Láctea, lechosa como nunca. Las siete hijas de Atlas, muy jóvenes pero escasamente impúberes, también nos saludaron desde el cenit; siempre me gustó Mérope, quizá por su celibato ante los dioses, quizá por estar aún envuelta en jirones de gas, misteriosa y deseante.

Había otros hermanos y hermanas gaseosos, la familia etérea de la que todos procedemos, familia de cuya sangre hemos bebido siempre. Mi deseo, mi único deseo, es poder estar allí arriba, de nuevo, cuando el mundo se abra y la vida rebrote. Y poder abrazarme con ellos, esos hermanos de allá, o de acá.

Asi acabó el 22 de Diciembre, día en que muchos fueron ricos. Por supuesto, yo también.

(Fotografía de Josep Lluis; texto de la Wikipedia)

17 de diciembre de 2008

Sagradas palabras



"Produce una inmensa tristeza pensar que la naturaleza habla mientras el género humano no escucha".

Víctor Hugo.

(Fotografía: Terry Holdsclaw)

12 de diciembre de 2008

Resonancias



Desde que me sugirieron hace dos semanas una resonancia magnética para descartar una hipotética presencia tumoral imbuida en mis intersticios cerebrales, como una criatura fatal agazapada por los surcos del lóbulo parietal, me encadené a una percepción del yo y el mundo aciaga e infausta. Las tiniebas se cernieron, invencibles, sobre mí, y tuve la seguridad de que existía efectivamente tal ente, que había medrado en los fluidos de la testa desde hacía muchos meses y que ahora, harto de su silencio y anonimato, hacía su alevosa aparición pública, para desgracia del que esto suscribe.

Imaginando el más negro de los abismos por llegar, un funesto devenir plagado de visitas a hospitales, sesiones de quimio y radioterapia, anclado al brazo de mi madre, débil, achacoso y sin cabello, suponía que mi hora estaba al llegar. Extrañas dos semanas, sin poder echar ojo a los libros de texto (¿para qué estudiar, quién desea hacerlo cuando su vida ulterior pende de la interpretación de una resonancia magnética?), vagando en desdichadas brumas mentales, previendo lo peor y desamparado ante la firmeza de la rueda del karma; quizá era el momento de pagar, en efecto, por cuentas pendientes de otras existencias pasadas. Tal vez mis errores cuando lobo, mis excesos cuando secretario real, mis malas artes comerciales durante el Siglo de las Luces...

Pero no, no hay nada malo aquí dentro (y toco, a Dios gracias, mi sana sesera, para regocijarme del éxito). Sólo materia gris convencional -eso sí, algo lenta y torpe en sus disquisiciones, decisiones e ideas-, sin inquilinos inoportunos. Sólo espacio para ser llenado (o vaciado), sólo aquello que hace humanos a los humanos, que nos permite ser y continuar siendo, sin los impedimentos de malignas y pérfidas alimañas corroyendo nuestras entrañas.

La sola posibilidad de ese tumor, su eventual traza en la resonancia, fue suficiente para desbaratar una vida, tranformándola en vacía y estéril. Si la posibilidad se hubiese tornado en certeza, no sé qué hubiese pasado. Por eso aplaudo a quienes han sabido sobrellevarse a tal fatalidad, a quienes no han tenido tanta suerte como yo y se han visto golpeados por ella, a veces hasta el límite de sus fuerzas, hasta desfallecer de dolor, impotencia y amargura (tengo casos muy cercanos...) Requiere un valor que quizá yo no tendría, unas agallas que impiden nuestro desplome anta tanta adversidad. Muchos belomes, un coraje que, quizá, también nos muestra quiénes somos y dónde estamos dispuestos a llegar por seguir aquí, al pie del cañón.

Hay mucho aún por hacer. Si la Providencia no se entromete y deja correr el tiempo, habrá oportunidad de nuevos libros que escribir, de nuevas cumbres que escalar y de todo un mundo que compartir. Esto, amigos, apenas ha empezado aún.