23 de diciembre de 2008

Ritual de solsticio



"En el solsticio de diciembre (invierno en el hemisferio norte), se celebraba el regreso del Sol, en especial en las culturas romana y celta: a partir de esta fecha, los días empezaban a alargarse, y esto se asociaba a un triunfo del Sol sobre las tinieblas, que se celebraba encendiendo fuegos. Posteriormente, la Iglesia Católica decidió situar en una fecha cercana, el 25 de diciembre, la Natividad de Jesucristo, dándole el mismo carácter simbólico de renacer de la esperanza y la luz en el mundo y tratando así de solapar al mismo tiempo la festividad pagana previa".

En todos nosotros anida la Navidad, ya sea secular o sagradamente, ya esperemos con ansias las reuniones familiares y las Misa del Gallo o detestemos ambas, ya nos maravillen sus luces, colores y olores o las odiemos a muerte, viéndolas como grotescos despedicios. En todo caso, siempre persiste algo del carácter navideño en nuestro interior, lo queramos o no.

Personalmente, dado que no comulgo con los excesos usuales de las compras, las loterías, las cenas de empresa y los conciertos religiosos (aunque suelen enternecerme los pesebres, los villancicos, los momentos en que mis sobrinos abren sus regalos, el adornado árbol y la ceremonia recogida), una buena forma de intimar con las connotaciones propias de la época puede ser rememorar las celebraciones añejas de culturas hoy extintas, aquellos cultos que nuestros antepasados ideaban para contentar a las deidades, realizando ofrendas al dios de los dioses. Unos le llamaban Ra, otros Huitzilopochtli o Aditya, Helios o Inti algunos más, y nosotros Sol.

Pero sería un anacronismo, y una locura, volver a edades de piedra, cuando se sacrificaban cabras o, peor, se le brindaba a la estrella la sangre de los enemigos humanos capturados. Lo que cuenta hoy, naturalmente, es el espíritu del ritual, el simbolismo, el acto mismo de hacerlo, no tanto cómo. Por ello mismo las palabras solemnes, los discursos y las expresiones que encierran deseos materiales, anhelos de objetos que queremos poseer, cantidades que esperamos recoger o corazones a conquistar son, todas ellas, aspiraciones superfluas e inadecuadas. Hay que celebrar, creo que más atinadamente, la vida misma, estar vivos y saber que lo estamos, ser conscientes de lo que hemos hecho y poner toda la carne en el asador para disfrutar de un futuro libre, abierto y cercano, pero nunca igual, al elegido.

Por ello, el lugar adecuado para mí, como solían hacer los compatriotas de eras pasadas, quizá aquellos que moraban en la cueva del Parpalló o la de las Malladetas, es el Montdúver. Me acompañaba el camarada, como siempre, bandadas de urracas (¿o eran cuervos?) que apenas batían sus alas en las espirales ascendentes de aire, y supongo que también algún espíritu de los de antaño. Buscamos el sitio, corrimos cremalleras de abrigos, nos enfundamos guantes de lana, y aguardamos. El Sol bajaba con lentitud, fluyeron las palabras y rememoramos otras ascensiones similares, cuando pasábamos la noche allí, sacos en ristre y rostros hacia las estrellas, siempre solos, siempre dos, para bien o para mal. Imaginamos una tercera presencia, ignota, que cerrara el círculo, que compartiera y nos hiciera partícipes de su mundo. Quizá venga algún día, le dije. Quizá.

Y, entonces, el Sol se dispuso a dormir. Un cirro con aspecto dragonítico le secundaba en las alturas, y pasó del blanco al amarillo y al rojo sin solución de continuidad. El astro inundó el cielo de tonos ocres, verdes, y anaranjados, y cuando besó el horizonte pudimos mirarle directamente. Oíamos algunas voces cercanas, que descendían ya, perdiéndose el clímax, el apogeo, el orgasmo. Era como retirarse justo antes del final de la película, abandonar la función cuando llega el desenlace. Incomprensible.

A continuación aparecieron las tinieblas. Nieblas y vahos serpenteaban en los valles, mares de nubes bajas blancas y deshilachadas. Arriba, la Diosa refulgía, como diamante, en el oeste, y un poco más allá, Zeus. Miré por si vislumbraba a Hermes, pero debió escabullirse bajo el horizonte; siempre fue demasiado tímido... Sobre nuestras testas, la Vía Láctea, lechosa como nunca. Las siete hijas de Atlas, muy jóvenes pero escasamente impúberes, también nos saludaron desde el cenit; siempre me gustó Mérope, quizá por su celibato ante los dioses, quizá por estar aún envuelta en jirones de gas, misteriosa y deseante.

Había otros hermanos y hermanas gaseosos, la familia etérea de la que todos procedemos, familia de cuya sangre hemos bebido siempre. Mi deseo, mi único deseo, es poder estar allí arriba, de nuevo, cuando el mundo se abra y la vida rebrote. Y poder abrazarme con ellos, esos hermanos de allá, o de acá.

Asi acabó el 22 de Diciembre, día en que muchos fueron ricos. Por supuesto, yo también.

(Fotografía de Josep Lluis; texto de la Wikipedia)

17 de diciembre de 2008

Sagradas palabras



"Produce una inmensa tristeza pensar que la naturaleza habla mientras el género humano no escucha".

Víctor Hugo.

(Fotografía: Terry Holdsclaw)

12 de diciembre de 2008

Resonancias



Desde que me sugirieron hace dos semanas una resonancia magnética para descartar una hipotética presencia tumoral imbuida en mis intersticios cerebrales, como una criatura fatal agazapada por los surcos del lóbulo parietal, me encadené a una percepción del yo y el mundo aciaga e infausta. Las tiniebas se cernieron, invencibles, sobre mí, y tuve la seguridad de que existía efectivamente tal ente, que había medrado en los fluidos de la testa desde hacía muchos meses y que ahora, harto de su silencio y anonimato, hacía su alevosa aparición pública, para desgracia del que esto suscribe.

Imaginando el más negro de los abismos por llegar, un funesto devenir plagado de visitas a hospitales, sesiones de quimio y radioterapia, anclado al brazo de mi madre, débil, achacoso y sin cabello, suponía que mi hora estaba al llegar. Extrañas dos semanas, sin poder echar ojo a los libros de texto (¿para qué estudiar, quién desea hacerlo cuando su vida ulterior pende de la interpretación de una resonancia magnética?), vagando en desdichadas brumas mentales, previendo lo peor y desamparado ante la firmeza de la rueda del karma; quizá era el momento de pagar, en efecto, por cuentas pendientes de otras existencias pasadas. Tal vez mis errores cuando lobo, mis excesos cuando secretario real, mis malas artes comerciales durante el Siglo de las Luces...

Pero no, no hay nada malo aquí dentro (y toco, a Dios gracias, mi sana sesera, para regocijarme del éxito). Sólo materia gris convencional -eso sí, algo lenta y torpe en sus disquisiciones, decisiones e ideas-, sin inquilinos inoportunos. Sólo espacio para ser llenado (o vaciado), sólo aquello que hace humanos a los humanos, que nos permite ser y continuar siendo, sin los impedimentos de malignas y pérfidas alimañas corroyendo nuestras entrañas.

La sola posibilidad de ese tumor, su eventual traza en la resonancia, fue suficiente para desbaratar una vida, tranformándola en vacía y estéril. Si la posibilidad se hubiese tornado en certeza, no sé qué hubiese pasado. Por eso aplaudo a quienes han sabido sobrellevarse a tal fatalidad, a quienes no han tenido tanta suerte como yo y se han visto golpeados por ella, a veces hasta el límite de sus fuerzas, hasta desfallecer de dolor, impotencia y amargura (tengo casos muy cercanos...) Requiere un valor que quizá yo no tendría, unas agallas que impiden nuestro desplome anta tanta adversidad. Muchos belomes, un coraje que, quizá, también nos muestra quiénes somos y dónde estamos dispuestos a llegar por seguir aquí, al pie del cañón.

Hay mucho aún por hacer. Si la Providencia no se entromete y deja correr el tiempo, habrá oportunidad de nuevos libros que escribir, de nuevas cumbres que escalar y de todo un mundo que compartir. Esto, amigos, apenas ha empezado aún.

28 de noviembre de 2008

Tierra, mar y aire



Mi abuelo siempre ha sido hombre activo. Le molesta arrellanarse en el sofá demasiado tiempo, dormir más de la cuenta o perder tiempo viendo la televisión o jugando a las cartas. El día que mi padre, sin apenas un duro en la cartera, pudo agenciarse una pequeña parcela de tierra bajo la sombra del Castell de Bairén, en una zona húmeda cerca de la playa, el abuelo Jesús fue uno de los hombres más felices del mundo. Así podía levantarse temprano por las mañanas y cargar las herramientas, que facilitan el trabajo manual, en su bicicleta oxidada y dirigirse hacia ese terreno, por entonces aún vacío.

Me viene a a la memoria que, cuando tuve cinco años, cambió la bicicleta por una furgoneta Renault 4 (fui con él a recogerla al concesionario, estoy viendo, como si fuese ahora, su sonrisa y su puro en la boca), blanca y con un gran maletero, en el que reposaron a partir de entonces los cachivaches, artilugios y demás utensilios para labrar la tierra. Más tarde, canjeó la Renault por un Seat Panda, color azul chillón, pero nunca me gustó; aquel furgón destartalado, en cuyo interior siempre olía a hierbas, rocío y al esparto de los capazos, nos llevó en más de una ocasión a pasar la Pascua por las montañas de Marxuquera, a la playa, a dar vueltas por las carreteras secundarias... parte de mí mismo nació y se hizo en su seno, entre sus duros asientos y la caja trasera, donde me solían acompañar cajones de naranjas, tomates y otras frutas y hortalizas.

En aquella finca, que contó al poco con una diminuta vivienda hecha con cañas y palmeras, pasé algunos de mis mejores años. En la parcela contigua había una pareja con dos niños, y más allá otras familas, todas sencillas, generosas y amistosas, que se sumaban a nosotros (abuelos, mis padres y hermana, tíos...), o a la inversa, y gozábamos de unas paellas como jamás se han vuelto a tastar en esos lares. Las tardes, que se estiraban mucho más que en la actualidad, casi hasta la eternidad, nos permitían a los peques jugar con los montones de tierra, con palos, perseguirnos o llenar nuestros camiones de plástico con las frutas maduras desechadas. En verano cogíamos cubos y, rebosantes del agua de un pozo propio, espolvoreábamos con ese fresco líquido nuestros chicos cuerpos, atemperando un calor pegajoso y atontante. Llegábamos a casa completamente cubiertos por una espesa capa de polvo; entonces la madre nos regañaba, claro, pero nunca lo hacía cuando estábamos allá, en la marjal. Sabía que untarnos con la materia, confundirnos con la tierra, era vivir. O si no lo sabía, lo intuía.

Posteriormente, ya crecidito y algo errabundo en mis intereses personales (dudaba entre estudiar una carrera, volcarme en alguna profesión como panadero [mi padre y abuelo lo habían sido] o sacarme un título profesional y largarme al pico de una montaña como vigilante... ), pasé unos meses con mi yayo aprendiendo algo sobre cómo manejar la tierra; plantar, regar, adobar, restaurar desperfectos, esperar el momento para la recolección... pero en realidad fue poco lo que supe hacer por mí mismo; es, mi abuelo, un ser tan nervioso y enérgico que, dada mi natural torpeza manual, se impacientaba ante mis yerros y acababa siempre por rematarlo todo él. Me irritaba su destreza, la habilidad de sus manos callosas y endurecidas, oscuras y manchadas por el sol. Las mías, lozanas pero aún por desgastar, llenas de energía pero ineptas, no casaban bien con el terreno. Aún no he vuelto a manchármelas de polvo y barro tan a fondo como entonces; pero ellas ya lo necesitan, y yo también. Tras una jornada trabajando lo que está a nuestros pies uno siente una cierta comunión con lo que pisa, y aquello que permanece sobre nuestras cabezas.

Cada día, en verano, cuando paso en dirección al (odioso, suerte que sólo es temporal) trabajo con el coche por la entrada que aboca a esa minúscula propiedad, ya cercada y abarrotada de árboles frutales (limoneras, naranjos, higueras...), verduras y hortalizas (no las cito, es una lista demasiado larga... mi anciano predecesor suele aprovechar cada cachito disponible de espacio), cuando paso por allí, decía, mi mirada se tuerce hacia ella, esperando ver allí el "azulete" de Jesús, como solemos llamar a su nuevo y austero vehículo. Espero ver a un hombre mayor, sin cabello, y ahora con un marcapasos junto a su corazón, cavando la tierra, secándose el sudor, impasible ante el calor y los mosquitos.

Y, en muchas ocasiones, la idea de girar e ir hasta allí, olvidándome de la playa, abarrotada y llena de mediocridad, del trabajo que molesta e impide llegar a ser humano, de la obligación que de forma u otra me autoimpongo, me seduce. Olvidándome de todo ello, me desvió y penetro en ese templo del disfrute, del recuerdo y de la emoción. A los pies del Bairén noto brotar de nuevo la vida, como antaño, cuando sólo valían algo las risas, el juego y la aventura, cuando saltar una verja era todo un universo por descubrir y un camino polvoriento la ruta a la felicidad.

24 de noviembre de 2008

Lo que debería ser el amor

Mi amor debe ser tan libre
Como lo es el ala del águila,
sobrevolando la tierra, el mar
Y cualquier cosa.

No debo oscurecer mi ojo
En tu salón,
No debo abandonar mi cielo
Ni mi luna nocturna.

No seas la red del cazador
Que impide mi vuelo,
Y es dispuesta hábilmente
Para permitir la vista.

Sino el viento favorable
Que me transporta,
Y todavía empuja mi vela
Cuando te has ido.

No puedo abandonar mi cielo
Por tu capricho,
El amor verdadero debe elevarse tan alto
Como el cielo.

El águila no disputará
Con su compañero así conquistado,
porque adiestró a su ojo a mirar
por encima del sol.

Henry David Thoreau

(Traducción [libre e inédita] de Guillermo Ruiz)

21 de noviembre de 2008

Pacha, Pechos... y algún que otro tarugo



Resulta muy gracioso el episodio de "histeria" montado en los últimos días en torno a esta famosa discoteca y su obsequio de una operación de pecho, o similar, entre los participantes. De las discotecas, en general, execraré en otro momento; hoy merece atención la delicia frutosa que ilustra este escrito y el antro jugoso por excelencia. Tampoco me meteré, por lo menos no directamente, en asuntos éticos, morales o del orden de lo correcto: abogo, desde siempre, por la libertad de uno mismo con su cuerpo, lo que no impide, desde luego, que hagamos los juicios que creamos convenientes.

Los responsables de esa catedral del ruido, la masa y la histeria tienen una visión del mundo. Quieren, ciertamente una iniciativa loable donde las haya, necesaria, edificante y estimulante, eliminar la "planidez" que invade los torsos femeninos españoles, esos montes rasos apenas puntiagudos. Porque hay que ver qué feos son las protuberancias mamarias cuando la naturaleza no los llena de divina materia, el escaso atractivo que poseen y su amargo sabor. Una ubre de grandes dimensiones ha sido, desde que la esculpieran los habitantes de Willendorf hace 25.000 años, un regalo divino. Aunque, bien miradas, esas mamas paleolíticas, que vivieron al alimón con los mamuts lanudos, también traían consigo masa y grasa en sabrosas cantidades; algo que parece olvidarse hoy, cuando cuerpos escuálidos sustentan, a duras penas, la carnosidad plástica de las nuevas divas.

Digo que es gracioso porque no puedo imaginar mayor necedad, una torpeza de tan alta clase. La estulticia corre el riesgo de adquirir dimensiones de pandemia nacional entre nuestras fronteras (aunque no es un fenómeno recluido a ellas, para desgracia humana), idiotez quizá propiciada porque hablan ciertos personajes que deberían cerrar la bocaza, o quizá abandonar el mundo, o deshacerse en aire, lo que sea. Uno de ellos es el del responsable de ese antro en cuya entrada figuran la pareja de ciruelas, rojas y calientes. Llegó a decir, este sujeto de lamentable palabrería, que quienes se quejaban del sorteo eran las individuas "que ya no tenían arreglo", que "Valencia es la ciudad con mayor cantidad de silicona" (no sé si es verdad, pero de serlo seguro que está a la cabeza de la majadería comunitaria), y que la iniciativa era el colofón a un "homenaje" a la mujer. Semejante cúmulo de despropósitos no puede, ni debe, pasar desapercibido.

Este cerril y frívolo personaje, que me da pena y lástima, conoce, sin embargo, los valores de nuestra sociedad. Los conoce muy bien, y los retroalimenta para su propio beneficio. Su ambición no es condenable, pues muchos le superan en empeño (políticos, empresarios, etc.); lo triste, patético y deleznable es que las mujeres estén dispuestas a dejarse llevar hasta él, como benefactor de la humanidad, dando pávulo a su propia cosificación, a la perpetuación del objeto sexual que es, ha sido y será, ella misma. Los marbetes que califican al género femenino no han cambiado nada en cuarenta años; sólo que ahora las mujeres fuman, pronuncian tacos y están más cerca de los hombres en responsabilidades, poder y toma de decisiones. No parece un rédito demasiado dichoso para tamaña campaña pro-feminista y demás.

Ya hablé hace unos meses de un programa televisivo que trivializaba las operaciones de estética. Sigue siendo un problema grave, gravísimo, mucho más que la crisis, la escalada de precios, el paro... no las operaciones en sí, sino el ansia que anida tras ellas. Cambiamos un cuerpo con el fin de aumentar autoestima, felicidad, voluntad de vivir y salir. Pero las apariencias siempre engañan, la patología no desaparece. Nuestros atributos siguen siendo el protagonismo físico, la preponderancia de lo material para sentirnos a gusto con nosotros mismos, y el olvido o desprecio de lo que nos hace humanos, aquello que no puede cortarse con un bisturí ni añadirse con parches de silicona.

Pienso ahora en las adolescentes (dos de las cuales son primas mías, por cierto, a las que aprecio mucho aunque deteste sus formas de vida de sábado noche y extra de maquillaje oscuro); pienso en ese modelo de mujer que tienen ante sí, esa caricatura estereotipada que sueña con unos pechos rompedores de botones. Sufro al pensar cómo será la próxima generación, me la imagino, y temo lo peor. A ello está contribuyendo, seguramente sin ser consciente de ello, el sujeto responsable de aquella discoteca, al promover una imagen superficial de la mujer de hoy y mañana, exaltando como premio una operación fútil y baladí, porque sólo rasguea la orilla del problema, sin llegar nunca a las profundidades oceánicas.

Es incoherente, y quizás peligroso, tratar de alcanzar un estado tan radicalmente inmaterial como es la felicidad (sea esto lo que cada uno quiera), el gozo del vivir, en función de si nuestros cuerpos, materia bruta absoluta, cumplen los preceptos de belleza establecidos; estaremos abocados al fracaso espiritual si seguimos ese camino. Un camino que estamos empeñados en recorrer, porque aún idolatramos al cuerpo sobre el intelecto, y mucho más aún que sobre el espíritu. Y este, el espíritu, es aquello que estará ahí, que nos hará y determinará humanamente frente a los demás, hasta nuestra defunción. El cuerpo, para entonces, así como el cerebro, ya hará tiempo que no serán nada más que un lastre, un estorbo molesto.

Sufrimos de parálisis cerebral, en sentido no fisiológico. La cirugía está mal encaminada. Mientras, las cualidades, los valores, el emblema humano, se desvanecen. O se transforman, quizá a golpe de lanceta afilada, trotando hacia un mañana vacuo y estéril, o si acaso, lleno de un éter sin sustancia. Nos lo merecemos, muy probablemente.

17 de noviembre de 2008

De crisis y otras bendiciones



No me corresponde, precisamente a mí, analizar y/o criticar la crisis económica que estamos viviendo en estos últimos meses: primero porque mis saberes en este sentido no alcanzan para mucho, segundo porque no es un tema que de momento me afecte, a Dios gracias, demasiado (alarde de egoísmo monstruoso, lo reconozco), y tercero porque siempre me ha parecido que esta crisis, de hecho, se engarza con otra de mucho mayor calado, apenas aireada desde medios, una crisis social en toda regla, que padecemos no desde hace meses, sino ya demasiados años. Pero esto merecería otro comentario. Ya habrá ocasión.

Es sobradamente conocida toda la trama del declive financiero y bursátil que, partiendo de EE.UU., ha arrastrado a buena parte de los países desarrollados. Aunque sepamos la historia, ignoramos los nombres de los responsables (que los hay, naturalmente, y no son entidades bancarias, sino individuos particulares), a los que podríamos rendir cuentas por sus torpezas e infinitas avaricias. Pero nunca aparecen sus apellidos en la prensa ni se difunden sus fotografías; sí lo hacen, en cambio, en el caso de pederastas, terroristas, violadores y ladrones. Un buen apunte del poder de la banca y de la protección a la que somete a sus acólitos.

La crisis, qué duda cabe, es nociva. Pero, ¿hasta qué punto? Desde mi perspectiva, absolutamente subjetiva y personal, desde luego, una crisis que me pudiese afectar de lleno debería repercutir en lo más básico para mi subsistencia: es decir, en la alimentación, en los impuestos (que, de momento, no pago) por tener una vivienda -no por el pago de la vivienda en sí misma, a ello volveré enseguida-, en la carestía de los ropajes básicos y, tal vez, en unos servicios médicos si éstos no fueran gratuitos. Además, claro, de la cuestión laboral (Faus-Group, la fábrica en la que trabajé a los 18 años, está a punto de despedir a la mitad [unos 450 empleados] de toda su plantilla); la pérdida el empleo es una de las peores consecuencias de este caos previsible y lamentable.

Pero, me preguntarán, ¿y qué hay de las hipotecas, préstamos y créditos, del precio del petróleo, de las letras del coche, de las vacaciones de agosto, de aquellos vestidos y zapatos tan bonitos, de las joyas y halajes, de las cenas y salidas nocturnas de fin de semana, de los libros, del mobiliario para el hogar, del colegio infantil, de las compras del viernes por la tarde, de maquillajes, perfumes y de ...? Naturalmente cada persona es un caso específico, y sus necesidades serán muy diferentes, afectándole la crisis, por tanto, de manera harto distinta a como sucede en el mío, pero voy a mojarme y a responderles con dureza, como quizá corresponde a la ocasión.

Ahí va. ¡Todo ello, todo, puede irse al carajo! No pretendo (mi arrogancia no alcanza tales límites) solucionar nada ni increpar a toro pasado, pero puedo preguntarles yo a ellos, a mi vez: ¿Por qué no optásteis por el alquiler de un piso de segunda mano, en lugar de uno nuevo y propio, ocupando algunos de los centenares de miles de pisos vacíos existentes en este país?, ¿porqué quisísteis poseer más de lo que vuestra liquidez y solidez económica podía permitirse?, ¿por qué adquirísteis un vehículo alemán nuevo y potente, de alta gama, cuando con uno pequeño y austero teníais más que suficiente?, ¿por qué lleváis a vuestros hijos a escuelas privadas, si no tenéis la capacidad monetaria necesaria?, ¿a santo de qué salís un sábado noche y otro también a perder unos cientos de euros en cenas de caro restaurante sin tener un céntimo en la cartera y siempre pagando todo con, y quedando pues a merced de, una tarjeta de crédito? Y podríamos, yo y vosotros, seguir y seguir...

Dispongo de un ordenador portátil y de Internet. Si pintan bastos, puedo desecharlos; mis libros decoran e iluminan mi habitación; puedo dejar de adquirirlos si la situación es precaria; puedo vender mi coche e ir a todas partes a pie, con transporte público o en bicicleta (sé que quienes conviven en grandes ciudades su vehículo les resulta imprescindible, no hablo ahora de ellos); puedo también abandonar mi casa e irme a cualquier choza con lo mínimo imprescindible para la vida. Comprendo que gentes con familia no poseen tanta libertad de movimientos, y que por motivos de trabajo u otros se ven constreñidos a perpetuar su estilo de vida. Pero, ¿y los demás? ¿Tenemos tantas necesidades en nuestra existencia como para esclavizarnos y matarnos en pos de una "calidad de vida" que de ordinario está más allá de nuestro alcance?

La crisis, por otra parte, está beneficiándonos, también: por ejemplo, muchos proyectos urbanísticos en esta región mediterránea donde moro están paralizados por falta de liquidez; quizá por ello las canteras ya no prosiguen sus labores de mordisqueo de las montañas los sábados; el petróleo empieza a bajar, exprimiendo algo menos nuestros maltrechos bolsillos; los bancos y entidades financieras, pese a la inyección de capital estatal, están ya proporcionando a sus clientes contratos más asequibles; los precios de viviendas se reducen considerablemente, y tras la escalada brutal de la carestía de alimentos básicos a principios de año, empiezan a verse algunos descensos en su coste de cara al público.

Ahora es el momento oportuno, para quienes hayan hecho bien las cosas, de invertir su dinero ahorrado en viviendas, vehículos, negocios, etc. Pero cabe hacerlo, desde luego, con inteligencia, no hipotecando tu futuro por un beneficio o un disfrute inmediato, pecado que muchos han cometido; algunos van a tener que prolongar el pago hasta su senectud por algo que hoy, aún en la juventud, creen indispensable y valioso. Y, mientras, el sistema financiero se hincha hasta extremos grotescos, repartiendo dividendos a unos sujetos que, sujetándose la barriga henchida de gozo monetario, se ríen de nosotros, de nuestra debilidad y avidez por un hedonismo cerril.

Más que los estados, más que la banca o los empresarios, la solución, la salida a esta "crisis", pasa inevitablemente por un cambio de paradigma, de estructura social y mental, incluso. Y esto es cosa nuestra, muchachos. Nos toca espabilar, modificar costumbres y tradiciones si queremos vivir, y no sólo sobrevivir. A estas alturas, cada uno ya sabrá hasta dónde debe meter su brazo en la inmundicia para extraer su futuro; un futuro que esperemos sea más digno, íntegro y limpio aquel que parece planear hoy sobre nuestras preocupadas y febriles testas.

(Un par de vídeos interesantes, y polémicos, sobre la cuestión, traídos a colación por un viejo camarada: aquí, y aquí)

(Fotografía: Charlie Wild)

12 de noviembre de 2008

Sígueme...



Oculto entre valles encajonados, que convergen hacia una estrecha línea azul líquida, se halla, recuérdalo, uno de esos parajes inconfundiblemente tuyo, y también mío. Hemos pisado esas rocas, husmeado el aroma a pino y abrazado troncos repletos de trabajadoras hormigas. El Sol nos ha alumbrado el camino de día, flanqueado por zarzas y matorrales, señalando siempre la dirección a seguir; por la noche la Luna y las constelaciones del orbe cósmico han bendecido la acampada y escoltado las provisiones, botas y ropajes que dormían a la par nuestra.

Éramos proclives a dejarnos llevar. Cogíamos un mapa en busca de ese territorio virgen e ignorado, sí, mas al poco lo olvidábamos, relegándolo a la parte trasera del vehículo en cuanto sentíamos que nos guiaba la brújula del corazón. Llegar allí, a aquellas moles pétreas y ya con eones a las espaldas, era una invitación a la aventura. Perseguir uno de esos claros surcos en su piel montañosa -uno cualquiera, porque todos eran igualmente prometedores- tenía la esencia, pensábamos con ingenuidad, de una gran empresa épica de antaño; qué habría más allá de aquella pelada colina, y qué veríamos y descubriríamos de camino, eran preguntas recurrentes en nuestra relación con la madre.

El pampsiquismo era irrefutable en aquellas tierras. Percibías algo más (mucho más) que la materia envolvente; allí había ánimas, incluso psiques, acechando juguetonas aunque amistosas; había daimon por doquiera, esencias que saludaban y emanaban complicidad. Sabían por qué estábamos en su dominio, y nos aceptaban. Era obvio que nos acompañaban; fuerzas que no sabríamos definir o explicar latían por el bosque, protegiendo. Nos sentimos más seguros, auxiliados por esas (¿emanaciones, entes, criaturas, sustancias?) comitivas invisibles, a las que no sabíamos cómo dirigirnos para agradecerles su amabilidad.

Vimos a algunas gentes, perdidas también, entre la maraña boscosa y arbórea; apenas puntos de color en la distancia, aguardaban un golpe de suerte para salir de aquella emboscada vegetal. Oíamos sus voces, sus risas, sus gritos. Lo estaban pasando bien, pese a todo, por supuesto. También divisamos un par de experimentados escaladores, que trepaban, asidos a la roca madre, hacia un punto más alto, indefinido, esquivando aristas apenas limadas por el paso del tiempo. No nos gustó aquello: convertir el sagrado monumento en una especie de carrera deportiva; pero hubimos de rendirnos a la emoción y al riesgo que corrían esos gateadores del aire. Tenían su mérito.

Aquel paraje guarda muchos de nuestros sueños; ha visto compartir y desear con tanto ahínco algunos de ellos que nos pareció que eran una realidad mientras pasábamos por allí; y que el sueño quedaba más abajo, en la ciudad, el territorio demacrado, ajeno por completo a nosotros. Siempre hemos vivido en la realidad, aunque esta fuera un sueño...

Ahora ya lo sabes. Enrolla tu cama, coge unas viandas ligeras, y sígueme. O te sigo yo a ti, allá donde me lleves. El tiempo arrolla a los pasivos, a los de sofá y urbe. El mundo está ahí, listo para ser gozado; aventúrate, hay mucho que ganar.

Venga, sígueme.

7 de noviembre de 2008

Producción



Según cuenta la leyenda el bueno de Euclides, aquel brillante sistematizador del desperdigado legajo que había sido en tiempos la geometría precedente, se encontró un día ante un pragmático y veleidoso estudioso de su escuela que no tuvo el menor inconveniente en increpar al maestro cuestionando que todo aquello que aprendía: tablas, números, reglas, y demás tontería matemática, en realidad no servía para nada útil y que suponía una pérdida de tiempo y esfuerzo.

No sabemos si Euclides azotó o no al frívolo alumno, castigando su simpleza de miras, pero sí conocemos el final de la historia; el maestro se dirigió a uno de sus esclavos y le pidió que le diera al jovenzuelo unas monedas para que este estuviese seguro de que lo enseñado era, tarde o temprano, provechoso. (Por cierto, fue este mismo Euclides el que contestó a Ptolomeo I de Alejandría que, por muy rey que fuera, si quería aprender matemáticas debía hincar los codos como cualquier otro...).

Es buena esta anécdota para ilustrar el utilitarismo radical que a veces nos carcome el cerebro, y que evita poder disfrutar de una lectura, una obra de arte, una pieza musical, o si se tercia, una expresión matemática, por sí mismas, sin aditivos prácticos o de funcionalidad asociados. Coño, digámoslo en una palabra: follárse a la cultura (o hacerle el amor, para los más correctos), por su belleza u originalidad, y disfrutar de lo que nos ofrece ella obviando lo que retendremos, lo que conservaremos y recordaremos, lo que podremos aplicar o emplear tras ese encuentro íntimo.

Unos mil novecientos y pico años después, otro de los buenos, un camarada ermitaño, Thoreau, también dijo algo parecido: no se puede vivir, o no puede concebirse un persona viva, a quien se le exija una producción, un producto neto o un fruto palpable y mesurable de su actividad, so pena de que esa persona deje de serlo. A todos nos gusta saber que nuestro trabajo, sea cual sea, es rentable, que genera algo antes inexistente, que no es tarea estéril o baldía, sí, pero no nos rindamos cuentas, no nos aboquemos hacia la desesperación si los días apenas traen más vida que el contemplar, el compartir y el disfrutar. No estamos obligados a crear más allá de la propia vida, nada (ni nadie) tiene el derecho a tratar de rentabilizar una existencia humana, persiguiendo el beneficio neto o la ganancia pura. O la vida, el ser vivo y humano, es el fin humano en sí mismo, o no lo es. La elección sigue en el aire, para algunos.

Lo cual, naturalmente, está lejos de la ociosidad, el aburrimiento y la dejadez insidiosa y fastidiada de la que suelen hacer gala muchos jóvenes, por ejemplo. No confundamos vida con comer, dormir, y mantener en el calor corporal; eso es simple conservación biológica, anidada en existencias cutres y destinadas al cementerio prematuro. Vivir, "vivir" es otra dimensión, otro nivel de existir. En esto sobran las palabras, ya lo sabéis.

En un estado de cosas como el actual, donde los individuos son vistos, según auguraban rezos marxistas algo trasnochados pero al tiempo vigentes, como "unidades de producción", cabe dar la espalda a esta hipóstasis rebajadora y denigrante. Somos torpes y no vemos, como no vio el alumno de Euclides, que todo acto humano (excepto, tal vez, los ético-morales), sea de aprendizaje, de trabajo, o cualesquiera otros, están incluso por encima, en relevancia y valor, que su producto, que el resultado de ellos mismos. Es el acto el momento definitorio. Y lo que viene tras el orgasmo, claro, aunque placentero, ya no posee el mismo sabor.

3 de noviembre de 2008

La ciudad oscura



Anoche la red eléctrica nos hizo un regalo inesperado; un cortocircuito privó a casi todo el pueblo de luz y energía, devolviéndonos a épocas de antaño cuyo protagonismo nocturno correspondía a velas y candelas y a la oscuridad que invadía calles y avenidas, dejando a las estrellas titilar en un cielo negro de verdad.

Excepto los pocos faroles solitarios que destilaban una llama apagada, en la contigua tierra de los adinerados, y los molestos faros de buceantes vehículos en un mar de negrura informe, poco más se vislumbraba desde los miradores exteriores de nuestras lóbregas viviendas. Corrí entonces al patio interior, que brinda una perspectiva en círculo de los bloques de hormigón adyacentes; apenas nada, también. Tan sólo, entre las ventanas, algunos reflejos de linternas alocadas y oscilantes destellos de viejos cirios de cuya existencia nos olvidamos hasta que los necesitamos. En la distancia se hicieron algunas tentativas de arreglo, seguramente esforzados técnicos que movían cables, conexiones y demás parafernalia, pero el silencio, la oscuridad y la inactividad seguían gobernando el mundo.

Internet había desaparecido; el teléfono, mudo e inerte, era un artefacto inútil y penoso; las televisiones, a su vez calladas y sin función alguna que ofrecer, quedaron ignoradas. Ni siquiera pudimos cocinar nada, y parecía que los refrigeradores empezaban a desprender hielo fundido. Nos miramos, entre divertidos y preocupados, como esperando el regreso de un ser querido, como si necesitáramos, en realidad, todo aquello que entonces moría.

Fue, naturalmente, una lección: por un parte, la de que sufrimos hoy una dependencia quizá excesiva hacia un modo de vida que, aunque ventajoso y conveniente en muchas circunstancias, no siempre concede aquello que anhelamos. Y, por otra parte, también nos recuerda que, en nuestro afán de una sociedad cómodamente aburguesada, que haga disfrutar a las gentes dándoles seguridad, confort, entretenimiento y adoctrinamiento, con el tiempo pueden perderse ciertos valores del pasado que cabría recuperar. Y éstos únicamente, o en buena parte, sólo pueden reemerger dando paso de nuevo a la oscuridad, y al momentáneo silencio de algunos electrodomésticos y aparatos (¿esencialmente inútiles?). Tal vez sea provechoso, en ocasiones, no esperar a eventuales defectos o fallos del sistema de distribución eléctrica: causemos nosotros mismos la sobrecarga, el cortocircuito, hagamos saltar por los aires la moderna estabilidad de nuestros hogares sobrecuidados y protegidos... No es tan sólo una forma de volver al pasado, sino posiblemente de mejorar el futuro que está llegando ya.

Desde luego, la magia terminó. Los 'manitas' acabaron con el "problema" (con la bendición, quise decir...). Mis padres, tras dos horas angustiados, lo celebraron. Yo, que había cenado unos minutos antes a la luz de una dorada vela antediluviana, me alegré muy a duras penas; ellos lo precisan, de acuerdo, mas no yo. Así que cogí esa vela que supuraba cera y la llevé a mi cuarto; abrí mis libros, escribí unas notas en el diario y comencé a leer, como si nada hubiese cambiado. En efecto, porque allí, recluido entre cuatro paredes estrechas y con la sola compañía de sombras danzantes, nada lo había hecho.

30 de octubre de 2008

'Northern Exposure' (Doctor en Alaska): episodio 1x08, "Aurora Borealis"



Prometí, hace unos meses, hacer algunos comentarios acerca de los episodios más relevantes de "Doctor en Alaska" (Northern Exposure, NX). Sé que estos textos, que espero no sean demasiado soporíferos, nacen de mi fanatismo, de un fervor casi religioso por esta producción televisiva, y que por tanto no tienen demasiado interés para quienes no sientan lo mismo por ella. El freakismo sólo se entiende, si acaso, entre iguales; no merece la pena explicarlo, justificarlo, o excusarlo. Uno lo experimenta, lo siente, y aunque abrigue deseos de que los demás lo compartan, en el fondo sabe que es algo personal y muy arraigado en la psique, algo enigmático y completamente indescriptible. Con todo, ahí va.

El capítulo al que hoy hacemos referencia es el octavo, y último, de la primera temporada, cuyo título es "Aurora Borealis", en original. Como siempre, comprende una historia principal a la que se le añaden otras dos o tres más que involucran, en este caso separadamente, a todos los personajes de la serie. Nosotros nos ceñiremos al relato de la obra artística de Chris, el locutor filósofo y con el encuentro con su hermano, hasta entonces desconocido, Bernard.

Desde hace unos días, Chris Stevens trabaja en una nueva obra de arte; como suele sucederle cada cierto tiempo, siente el anhelo de crear, de construir algo que antes no existía y que establece una relación entre la vida y el mismo acto de creación. O mejor, sabe que como la vida es en sí misma una creación constante, una obra de arte por definición, trata de recomponerla y recrearla, imitando a la, sin embargo, inimitable naturaleza. Siente esa llamada al mismo tiempo que un nuevo personaje, ataviado con ropas de cuero y montado sobre una enorme Harley, hace su aparición en Cicely.


Bernard llega a Cicely, centro de ninguna parte

El sujeto es Bernard, Bernard Stevens, como descubrirá Chris posteriormente. Su primer contacto acontece en el bar de Holling, el Brick, en donde Bernard apura unas cuantas raciones de comida grasienta. Chris comenta con Shelley el tema que ha estado radiando durante la mañana; Jung, los sueños y el inconsciente colectivo. Entonces Bernard explica los motivos de su llegada, a partir de unos sueños muy extraños. Éstas son sus palabras: "Es una locura. Una mañana estás viviendo en Portland, y trabajas para Hacienda, nada especial. Y luego tienes un sueño raro; crees que es un sueño, pero no estás seguro. Así que dejas tu empleo y te compras una Harley... aunque le tienes miedo a las motos. Y luego te diriges al norte sin destino fijo, pero sabes que tienes que seguir y seguir. Y justo cuando crees que has perdido contacto con la realidad llegas aquí, a Cicely, Alaska". Holling y Shelley parecen no entender una palabra, pero no así Chris, que posteriormente mostrará a Bernard su obra artística, titulada "Aurora Borealis". Bernard decide quedarse en el pueblo y ayudar a su nuevo amigo en su creación, que ya siente propia, de alguna manera inefable. Esta, de hecho, no es más que un conglomerado de tubos, llantas y esferas oxidadas, dispuestas en pertinente posición y que, vistas en conjunto, semejan algo, si bien no queda muy claro qué, sobretodo para Maurice, poco ducho en apreciaciones artísticas.


La Aurora Borealis

El trabajo conjunto permite a ambos conocerse mejor. Bernard menciona la sensación de irrealidad, de estar en un sueño, desde que salió de la ciudad; llegar a Cicely, hallar a Chris, el trabajo en la escultura, y la Luna, ese extraño satélite cuya luz, de tan brillante, impide dormir a la mayoría de habitantes del pueblo. Todo parece virtual, ficticio. Y por ello desea continuar su labor creadora, ya que su pesadilla es quedarse dormido y que, al despertar, todo se evapore. A lo que Chris responde, explayándose a gusto, que los sueños permiten revelar el inconsciente, como señalaba Jung, liberando nuestros deseos y deseos más íntimos que no pueden aparecer conscientemente. Bernard no está seguro de lo que implica todo ello, pero como Chris abandona el proyecto por ese día los dos se introducen en su caravana y se disponen a dormir.


Trabajo en equipo

Y, naturalmente, sueñan. Más aún, sus sueños se fusionan, participando cada uno en el sueño del otro. Lo cual, desde luego, sólo es posible en la ficción, es decir, en los sueños, es decir, en lo irreal de la realidad... o al revés.


Jung, al volante

Todo este enredo onírico está generado, suponen ambos personajes, por la acción de la aurora boreal, fenómeno que suele verse en latitudes altas cuando el Sol produce violentos chorros de materia formados por protones y neutrones, y que llegan a los polos gracias al desvío del campo magnético terrestre. En todo caso, lo que Chris y Bernard van a descubrir es que comparten algo más que los sueños; de hecho, nacieron el mismo día, y su padre (aunque no su madre, de ahí sus diferencias genotípicas) es, pásmaos, la misma persona. Lo que signfica, huelga decirlo, que son hermanos. Dos hermanos unidos por los sueños, por la aurora boreal, y por el destino, en combinación libre.


Hermanos, gracias a los sueños

Cumplido el cometido del sueño, y de la aurora, esto es, hallados y bienhallados ambos hermanos, una vez el encuentro ha pasado de lo visionario a lo carnal y palpable, entonces cada uno debe seguir su camino. Chris mantendrá su labor radiofónica, unida a la necesidad creadora y contemplativa, mientras que Bernard retornará a su polucionada urbe recuperando su empleo en el fisco, sabedor, ahora, de lo relevantes que a veces pueden ser esas imágenes que sólo viven cuando cerramos los ojos. Chris puso el arte; Benard el arrojo; el inconsciente, el resto.


Despedida

Y, mientras, ahí está el arte, el arrebato de quien no puede evitar hacer, como todo buen demiurgo, una copia de lo existente, recomponiendo y construyendo de nuevo la realidad sin beneficio ni productividad alguna, sólo por el mero acto de ingeniar algo que no está ahí fuera, ni aquí dentro. Esa aurora que bordea las montañas, a la que Chris quiso rendir homenaje, luz etérea y destinada a desaparecer tras unos minutos de ondulante serpenteo, sigue diciéndonos lo mismo a los seres humanos desde hace milenios: cualquier artista debe reformular todo lo dicho y hecho hasta entonces. Debe imaginar un nuevo universo de conexión entre personas, entre esferas de realidad, incluso. Debe destrozar lo establecido, los canales ordinarios de los que se sirven los demás para relacionarse y vivir.

Romper las suturas de la cicatriz, para permitir el paso de la sangre al exterior, alimentándonos. Quien no esté dispuesto a abrirse las venas, que no se dedique al arte.


Sólo hay una verdadera aurora, todos sabemos cuál es

20 de octubre de 2008

Catedrales de papiro y viejas glorias



Dispongo, a pocos metros de mi casa urbana, con una de esas maravillas ingeniosas y admirables que la Humanidad, cansada de guerrear y buscarse problemas, inventa cada mil años. Las bibliotecas, catedrales del papiro y viejas glorias enterradas y adormecidas en el tiempo, son el retiro ideal para almas que tratan de hallar sonidos (es decir, silencios), olores y ambientes a punto ya de desaparecer.

Porque, en efecto, el carácter sagrado e intelectualmente enriquecedor de tales guaridas, algunas de ellas verdaderas catacumbas del saber y de la historia, está perdiendo día a día su condición idiosicrásica, la de brindar en esa seductora atmósfera, desinteresadamente, el tesoro humano de milenios; y esto se debe a empresarios y especuladores que, no contentos con sus excesos y desquites en terrenos financieros y de negocios (evidenciados dramáticamente en las últimas semanas), pretenden ahora mercantilizar nuestro conocimiento, que tanto ha costado reunir y conservar, dosificándolo en función del previo pago de una ligera propina.

La idea parece tan estúpida, infame y despreciable, que quien la propuso merece dormir entre rejas, de por vida; no hay forma más miserable de comprender el espíritu de una biblioteca, ni procedimiento tan blasfemo y vil para encargarse de las preocupaciones o las dificultades que ésta genera. Me temo, sin embargo, que es una propuesta, la de comercializar nuestras bibliotecas, que ya está a punto en otros países de convertirse en práctica real. Si esto es así, por el abyecto efecto dominó que conlleva vivir en un mundo globalizado, no tardará en hacerlo en el nuestro. Sería el fin de algo precioso, único y tan estimable que aún hoy ni siquiera se ha
valorado en su justa medida.

Pero, a todo esto, yo me disponía a hablar de la biblioteca que besa mi calle gandiense. Y es que, allí, controla y dirige el hospicio para enfermos de papel y tinta impresa una menuda y muy generosa señora, graciosa y dedicada, pero de cuya lengua de fuego y ademanes en ocasiones furiosos mejor no diré nada. Hace unos días, cuando me disponía a abandonar el templo con dos pequeñas obras de grandes autores (Samuel Beckett y Max Aub, para los cotillas...), reclamó ella mi atención, preguntándome -con tono algo inquisitivo- qué era lo que estudiaba; iba a responderle, en un alarde de chulería, que no yo estudio nada, sino que trato de aprender, cosa muy distinta, lo cual hubiera derivado, naturalmente, en miradas de reproche y palabras agrias. Para evitarlo, contesté rápido y, entonces, se agachó y sacó de un cajón casi un millón de pequeños tomitos de filosofía: estaban por allí Platón, Nietzsche, Gadamer y Russell, acompañados de Aranguren, Hegel y Marcuse, entre otras prendas de siglos ya muy muertos. Le dí las gracias, varias veces, porque me venían bien, muy bien, de hecho, todas aquellas obritas. Me dijo entonces la bibliotecaria que era una donación de no sé qué catedrática de filología, y que llevándomelos hacía, como señaló socarronamente, un favor a la institución, puesto que aligeraba peso de las estanterías; los libros, cabe decirlo, llevaban marcas de posesión (firmas y fechas de comprado, dedicatorias y cosas así), y en algunos casos -como 'La República', por ejemplo- los rayajos a lápiz a veces tapiaban el mismo texto. No resulta extraño que quisieran deshacerse de ellos...

Como soy muy ignorante, y desconocía que uno podía brindar sus libros a las bibliotecas así como así, le prometí a la responsable (Roser, ése es su nombre) que, a cambio, le correspondería con algunas novelas de ciencia ficción que había adquirido no hacía mucho. Éstas, contrariamente a las obras recibidas, estaban inmaculadas, y cuando hoy por la mañana he pasado nuevamente por aquel antro espiritual para devolver los viejos préstamos, habiéndome nutrido ya de ellos, me he convertido 'oficialmente' (Dios, cómo odio esa expresión...) en benefactor de la biblioteca de Be... Quizá mis novelas -es decir, ahora ya las novelas de todo el mundo, para todo el mundo...- no descansen finalmente en las estanterías, sino que, como le ocurrió a los manoseados y amarillentos tomitos de filosofía que la catedrática anónima depositó en la mesa de la bibliotecaria, abandonen la catedral del papel y huyan a una casa cualquiera, donde sólo puede disfrutarlas un puñado de gentes.

Ya verá Roser qué hace con ellos, lo dejo todo en sus manos. Yo, por mi parte, hoy me he agenciado otro clásico, un volumen mastodóntico y de diminuta tipografía, "La montaña mágica", de Thomas Mann, claro. Es una edición casi prehistórica, con páginas ocres y lomo desgastado. Algunas hojas apenas se sostienen a los pliegos, por lo que habrá que mimarlo como si fuese un bebé.

Me pregunto cuántas emociones, cuántos sentimientos habrán producido esas mil páginas deterioradas y mústias, todo el universo de sensaciones que sólo una obra literaria puede ofrecernos: risas y alegrías, llantos y pavores, estremecimientos y dolores, a decenas, centenares o miles de personas. Y todo gracias a un impulso filántropo, a un uso inteligente de los recursos públicos, y a la tarea de gente como Roser que siente la biblioteca, no como su trabajo, sino como su casa. Y gracias a gentes como nosotros que las cuidamos y les extraemos el jugo con gusto y a diario: no vamos allí para tomar el café con los amiguetes estudiantes o para que vean lo cultos que somos, o con el fin de buscar información para el trabajo escolar o preparanos de cara al próximo exámen. Ésos son usos banales, intrascendentes y vulgares de la biblioteca, típicos en gente afín a ellos, y que estoy seguro rechazaría enfáticamente el mismo edificio, si dispusiera de voz propia.

Nosotros sabemos bien lo que nos brinda la biblioteca. Sabemos valorarlo y conocemos cómo hay que preservarlo. Luego que los capitalistas y mercantilistas, los hacedores y consumidores de dinero se mantengan alejados de ellas. No vaya a ser que la infecten, corroyéndola, con sus ansias de control, distribuyendo la sabiduría y el conocimiento en función de dividendos y pagos. Porque entonces la moneda permanecería por encima de nuestro santuario, pisoteándolo. Y esto es algo, amigos, que nadie en su sano juicio puede consentir.

(Foto de la Wikipedia)

16 de octubre de 2008

Cuenta atrás



Despertamos en medio de un páramo desolado. Ningún alma saludaba; no había ruidos cotidianos, ni sonidos típicos del paisaje rural. Abrimos los ojos, y confortablemente arropados por nuestros sacos, subimos el estor de la ventana plástica, que bloqueaba la tenue luz manada de la estrella aparecida. Las aves aún no corrían por el cielo neblinoso, y la misma Tierra parecía todavía desperezándose. Lo habíamos visto al anochecer, el páramo, cuando llegamos allí tras muchas horas al volante de aquella madre-vivienda-vehículo, compañera de correrías y viajes desde hacía tres escasos días, pero semejantes a tres eones de tiempo cósmico. No parecía la misma estepa. No parecía el mismo mundo, y, en efecto, no lo era.

El Sol pugnaba por salir entre nubes bajas. Nos vestimos, desayunamos y recogimos bártulos. Dejamos allí una señal, provechosa para el campo, como símbolo de nuestro paso. Algo escatológico, vaya. Y hay que ver lo bien que sienta... El caso es que, pese al fresco, salimos y observamos ese arranque de Ra rodeados por el silencio más absoluto que uno sea capaz de imaginar. Sólo podía escucharse el castañear de nuestros dientes, pero el instante marcó.

Allí decidí que quería morir. Es decir, vivir. Junto a encinas, algún alcornoque (creo), el erial profundo y un horizonte que se fundía con el cielo, cálido y cromático como nunca soñé. Ya sabía entonces que iba a volver, que algún día pondría mi petate a punto y diría, con una sonrisa en el rostro y un júbilo desbordante en el espíritu, "Hasta siempre". A padres, família, amigos, Marxuquera, sol mediterráneo y playas de amarillenta arena. Todo quedaría atrás, y todo delante, aún por descubrir.

Hoy se cumplen tres años desde aquel día. Habrá que volver, desde luego, y habrá que hacerlo pronto. El tiempo se escurre y en el andén de lo vivo el tren sólo suele parar una vez. Estoy harto de hacer promesas al viento, de imaginar cómo será y perderme en ensoñaciones, bonitas pero algo estériles. El tiempo de espera es un año, a lo sumo. Y ha empezado ya la cuenta atrás.

Iremos allí, sí, aunque no sepamos si volveremos aquí. Tal vez el páramo nos abra caminos insospechados; o puede que volvamos al nicho materno con el rabo entre las piernas, curados de humildad ante una forma de vida que está más allá de nuestras posibilidades. Quién sabe.

Naturalmente, hay sitio para alguien más. Pero tened en cuenta que no viviréis nunca anclados a la tierra; nos detendremos, hoy aquí, manaña allí. Para después continuar. A veces estaremos al lado de centenares de personas; en otras no habrá nadie en mil kilómetros a la redonda. Tendremos un paisaje nuevo cada día, viviremos como trotamundos, como nómadas, gitanos en busca de un lugar propio, si bien sabemos que todos ellos lo son. Habrá días que nos deslumbrará la luz; otros no existirá una oscuridad más profunda. No hay matices. O el yin o el yang. O todo o nada.

Mis valores ya se conocen: silencio, soledad, cultura y aventura. Algo de cachondeo, también; reírnos de nuestras egolatrías y chulerías, perder el miedo al ridículo y burlarnos de gentes y de nosotros mismos. No nos tomemos demasiado en serio, por favor, las trascendencias a veces agotan... Éso es lo que ofrezco; a cambio, sólo pongo dos condiciones: la primera es no consentir perderse nada de lo que el mundo ofrezca; nada de excusas, malas caras o aburrimiento. Hay que sentirlo todo. Punto.

¿La segunda? Ya, ésa me la reservo para quien esté dispuesto a venir...

11 de octubre de 2008

Marxuquera, en vías de desaparición



Desde hace algunos años, el Ayuntamiento de Gandía viene realizando una serie de obras, reformas y modificaciones en las viviendas que componen la comunidad de Marxuquera. Las iniciaron en la parte Alta y han ido descendiendo hasta llegar a las postrimerías del valle, casi en contacto ya con la ciudad. Su objeto es adecuar las características de tales viviendas a las habituales en el siglo XXI, dado que muchas de ellas carecen de luz eléctrica a 220V, agua corriente y desagües acondicionados, entre otras singularidades, propias más bien de principios de la centuria pasada. La mía es, precisamente, una de ellas.

Marxuquera es, como ya he dicho en muchas otras entradas, un peculiar paraíso. Y lo es por infinidad de razones. Es fascinante echar a andar partiendo de la urbe y en pocos metros pisar ya un terreno agreste y difícilmente domesticable. A tu derecha ves montes de casi mil metros de altura, a veces nevados, y a la izquierda adviertes el mar mediterráneo; desde Marxuquera ambos parecen fusionarse. Las casas más antiguas se edificaron hace casi cien años, y su estructura es tan sólida que crees que aunque pasen milenios seguirán en pie. Dentro de su cuerpo de cemento hay enormes bloques de roca, que impiden la intrusión del ruido de la sonora, y demasiado cercana, autopista, que rompe en dos el valle en su tramo inicial. En invierno, cuando el frío y la humedad inundan el ambiente, cierras puertas y ventanas y por mucho estrépito que generen los degenerados al mando de sus potentes vehículos no oyes más que un rumor débil e insignificante, que parece más el aliento de la propia casa al respirar. Aunque Gandía entorpece cada vez más su visión, es aún posible contemplar las estrellas bajo el Molló de la Creu o desde Santa Marta. Y, en noches veraniegas, puedes pasear a la luz de la Luna sin tropezar con asfalto fresco en bastantes kilómetros a la redonda, en casi total oscuridad. Éstos son, sólo, unos pocos de los atributos que posee Marxuquera, y quienes los amamos los consideramos como propios, identificativos de su carácter especial, y también del nuestro.

Suelen esgrimirse razones medioambientales para la urbanización de Marxuquera. Se aduce, por ejemplo, que es necesario construir un sistema de desagüe dado que muchas de las aguas negras van a parar a pozos, que pueden contaminar los depósitos subterráneos. De acuerdo, es justo. Se quiere transformar el tendido eléctrico para que soporte las tensiones "modernas", abandonando por tanto los clásicos 120V. Esto me parece más discutible, pero comprendo a las gentes que deseen instalar una estufa o un aparato de aire acondicionado y hasta hoy han necesitado de incómodos transformadores para hacerlo. No obstante, también cabe señalar que la tensión actual es extremadamente económica, mientras que la luz a 220V es, naturalmente, mucho más cara.

Por otra parte, hay un par de remodelaciones que me parecen directamente excretables: se trata del acondicionamiento de caminos particulares y del alumbrado. Esto expele un tufo muy a "nuevos ricos" y que, en parte, puede dar al traste con la idiosincrasia de Marxuquera. Veamos: el camino principal de entrada a mi vivienda, el Camí Racó de la Creu, recorre casi todas las casitas y chalets de nuestra rama comunitaria. Una de las bendiciones de la mía es, precisamente, quedar al margen de ese sendero principal (por el que, naturalmente, circulan coches, motos, camiones, etc.), y comunicarse con él sólo con una estrecha vía de tierra, situada entre naranjos. Pues bien, la idea es ensanchar dicha vía con el fin de que por ella quepan los vehículos. Esto, para mí, no sólo no es necesario, sino totalmente carente de sentido: no quiero que los ruidosos coches o ciclomotores transiten justo al lado de mi casa; no hay ganancia alguna, no mejora mi calidad de vida, al contrario. Si no me beneficia, ¿tengo que consetirlo, teniendo en cuenta que, además, somos los propios ciudadanos los que corremos con los gastos de las obras? ¿No será, pregunto, esta decisión consecuencia de la insistencia de ciertos pudientes residentes que exigen tener sus lujosos vehículos cerca de su casa?

Otro punto es la iluminación. También da la impresión de que aquí influyen, por lo menos, aquellos que no comprenden, o no les importa, que Marxuquera siga siendo lo que es. El alumbrado que existe ya en la parte Alta y en zonas de la Baja, es exageradamente desproporcionado para la cantidad de habitantes y edificios presentes. No necesitamos mayor número de luminarias que las imprescindibles, a no ser, desde luego, que nuestras posesiones sean suficientemente valiosas y temamos la llegada de los ladrones. Sin embargo, siempre he creído que, del mismo modo que cuando aumenta la presencia policial aumentan los robos, si nos excedemos en la iluminación, bajaremos la guardia, no tomaremos las precauciones necesarias... y nos birlarán hasta las cortinas. La iluminación excesiva deslumbra y nos hace perder las estrellas, las únicas luces que de verdad es gozoso observar. Además, supone un gasto municipal importante, y las típicas farolas o "globos" ni siquiera brindan luz al suelo, sino que en su mayor parte se escapa al espacio en las alturas.

Hay una diferencia importante entre mejorar la calidad de vida de los ciudadanos, algo que todos queremos, imponer unas medidas innecesarias completamente, y exigir a dicha ciudadanía unas obras que, en el mejor de los casos, urbanizará una región rural y agrícola única, por sus especiales características y sus propios valores, y en el peor, vaciará los (ya bastante) maltrechos bolsillos de los habitantes de Marxuquera. El error está, precisamente, en tratar de trasladar esos valores urbanos, las ventajas y adelantos propios de una urbe, a la zona rural, con el fin de equiparar ambas, como si fuesen dos ámbitos geográficos cuyos residentes buscaran lo mismo. Y no es así. O no debería serlo; en Marxuquera debe primar el descanso, la vida reposada, el silencio, la oscuridad y la diversión respetuosa con los demás. Y no porque yo lo diga; son los atributos que definen a Marxuquera, como bien saben los gandienses.

Me pregunto hasta dónde llega el deseo municipal por solucionar problemas, dotar de mayores servicios y ofrecer facilidades a los ciudadanos, y dónde empieza ya la avaricia y usura, obsequiando a ciertas empresas con el monopolio de las obras. No sé en qué lugar está el límite entre lo uno y lo otro, si es que existe.

La dificultad, el obstáculo y el dilema para todos nosotros no lo constituyen las obras y reformas, su coste (poco asumible para quienes no disponemos de amplio capital), o el tiempo que durarán, sino el carácter obligatorio de las mismas, la imposición del Ayuntamiento y las amenazas, declaradas y explícitas, de que si no sigues el juego, quedas fuera de la partida. Esto es, si reniegas de las obras, si te opones a su realización, te expropian tu vivienda, y con ella, parte integral de tu vida. Así de fácil, así de simple.

"Marxuquera en peu de guerra" era uno de los numerosos carteles que colgaban de las vallas y alambradas de la zona. Es una incitación a rebelarse, a no dejarse vencer. ¿Habrá que colocar un cuchillo entre nuestros dientes y armarse hasta los codos para defender nuestro patrimonio? No dudo de que las obras ofrecerán beneficios que ahora no disponemos, de que mejorarán aspectos que hoy son deficientes y que dentro de diez años ya casi nadie recordará esta polémica. Y, sin embargo, creo que hay otra forma de hacer las cosas, un procedimiento más consensuado y libre, en función de la disposición económica, las necesidades reales y los requisitos medioambientales, adaptando cada obra específicamente a cada hogar.

Así lograremos que cada uno de nosotros acepte, incluso gustosamente, las remodelaciones pertinentes, que veamos dichas obras como un bien y un fin en sí mismas, no como símbolos de la codicia de un ayuntamiento adulterado por el beneficio y cegado por el poder de llevar a cabo lo que se le antoje, y sobretodo, conseguiremos disfrutar de Marxuquera durante muchos años más, degustando su carácter tal y como hemos hecho en las últimas décadas; sin artificios, sin remozos superfluos, con el sabor añejo y tradicional de una tierra mágica.

6 de octubre de 2008

El caserío abandonado



Aprovechando el mistral y la tarde fresca decidí, ayer, enfilar mi ruta preferida y penetrar en el bosque, salvaje y poco trillado, cercano a Marxuquera y que se encajona por un valle desde cuyas colinas se divisa todo el Plà de Lloret y el Padur.

No lejos del inicio del camino que lleva a la Font del Llorer uno se tropieza con un viejo caserío semiderruido y abandonado, similar al de la imagen. Es un lugar extraño; exhala un vaho de irrealidad pasear junto a sus paredes, anchísimas y rebosantes de rocas. Parece que te encuentras en otro tiempo, o incluso que el mismo tiempo ha dejado de existir. Y entonces uno se imagina cosas.

Piensas, por ejemplo, en qué fue lo que movió a aquel hombre (porque, 'razonas', es un hombre, y además solitario), hace aproximadamente sesenta años, a cargar con piedras, herramientas, palos y hormigón, amén de bidones de agua y maderas de los pinos cercanos. Naturalmente recibió el auxilio de un par de mulas, de cuya presencia pretérita aún quedan vestigios en el cobertizo anexo a la finca principal. Admiras su tenacidad, la paciencia y la diligencia que debió tener ese hombre al erigir aquel monumento, que la lluvia, las ventiscas y el abandono han marchitado, y el paso del tiempo derruido.

Imaginas las verduras que cultivó en el perímetro exterior, limitado por una valla metálica hoy aplastada y oxidada. Sabes que la tierra no es allí demasiado fértil, tal y como lo sabía un eón antes el hombre que holló aquellos parajes, pero reconoces que los tomates y las lechugas acabarían por echar raíces. Salpicaban el ambiente unos pocos árboles frutales, y las verjas se adornaban con espinosas zarzamoras. Te figuras los viajes que aquel ganadero, agricultor, apicultor o, simplemente, aquel ermitaño de tez morena y manos acallosadas realizó bajando hasta el pueblo, en busca de harinas, aceites y piensos.

El hogar carecía de luz eléctrica, y de agua corriente, por supuesto. Las luces las proporcionaban las estrellas, de día gracias a la fuerza helíaca, y por la noche el punteo luminoso de astros lejanos, o la visita ocasional de la creciente Luna; los resplandores de las velas, a su vez, irradiaban reflejos y sombras en el interior de la precaria morada. Las lluvias, benditamente abundantes en esos parajes, solían llenar cubos y albercas, siempre dispuestas para recoger el líquido fruto.

Y también imaginas los momentos de ociosidad de aquel individuo, pelando la corteza de los pinos para apuntalar el tejado vegetal, mirando en silencio (ese silencio arquetípico y platónico que inundaba el paisaje) el Sol crepuscular con la compañía de burros, gallinas y un perro algo escuálido, pero siempre fiel. Cómo paseaba por los riscos y pendientes, buscando caracoles y setas para los guisos y cocidos, cómo soñaba, al percibir las estrellas, en lo que pudo ser y nunca fue, y en cómo se retiraba a dormir, no sabes (ni él, tampoco) si feliz, abrumado o fastidiado, por la dura jornada de trabajo.

Y, luego, vuelves a ti mismo. Acabas de saborear las avellanas, dichosas compañeras, echas un último vistazo a aquella belleza, no virgen y, sin embargo, pura e inmaculada, admiras el cielo abierto y el camino zigzigueante hasta el piso del valle, en donde un raro vehículo escupe vapores a diestro y siniestro (pesticidas, lo más probable), y regresas a tu nido materno, que esperas abandonar pronto.

Tal vez para no construir nunca el tuyo propio, sino vivir cada día en un territorio nuevo, sin saber nunca cuál será el próximo. O, quizá, sí, para edificar un mausoleo similar al que alzó el camarada que pensó que allí, en la espesura de la nada que brinda todo, estaba su vida, su desgracia y su destino.

(Fotografía de ROMNI)

30 de septiembre de 2008

Encuentro



La esperaba mientras el cielo amenazaba lluvia. Pudimos quedarnos en la ciudad, refugiados en un café o dando un paseo fresco bajo la penumbra de las nubes húmedas. Pero la ocasión requería la vuelta a los orígenes, rememorar años infantiles de bicicleta y amistad. Salimos a campo abierto y el vehículo nos llevó a ese territorio húerfano de modernidad situado como más allá del tiempo, rincón que ambos, ella y yo, conocemos y apreciamos bien.

Hablamos, claro, de lo pasado, próximo y lejano. De momentos en los que sólo había risas y miradas puras, inocentes y vírgenes. De contactos y personas que fueron, o son, parte integral de una existencia que se hace mayor, o mejor, a cada instante. De desgracias sufridas por causa de un duende maligno que, sin saberlo él o nosotros, nos ayudó a volvernos más fuertes. De lugares y moradas, hogares que impregnaron nuestras vidas y que hoy sentimos como lejanos y brumosos. De cosas que aprendimos y ya olvidamos, y rostros cuya fisonomía se pierde por momentos.

También narramos los presentes: desdichas y penas por el padecimiento de gente a quien queremos, viajes recientemente realizados y otros que apuran los ultimos minutos previos a su celebracion. Huidas, evasiones, o escapes. Soledades como amigas, galerías de libertad y poemas de silencio. Convenimos hacer caso omiso de esos precios por una vida que nos hacen pagar, pero no disfrutar. Resolvimos, ya lo sabíamos, que una decisión propia y consciente vale más que cualquier regalo, que ser el rey de Persia. Y que con cuatro perras se puede experimentar toda una vida, gigantesca y rica, que nos espera a la vuelta de la esquina.

Con ello enlazamos al futuro, distante pero al acecho. Montados sobre una casa rodante a la búsqueda del páramo, o con el ánimo de ver populosas urbes o desconocidas tierras de Oriente en compañía de un puñado de gentes desinteresadas, cuya labor agradecerán pueblos y personas siempre ignotas, soñamos con el día de iniciar esos magníficos peregrinajes. Sabemos, ambos, que están muy próximos a ser realidad.

La gata, es decir mi gata, nos hacía ocasionales visitas, pero no quiso molestar; quiza olfateó en el ambiente que se mascaban confidencias en las que no cabía inmiscuirse; o quizá fue porque sabía que dos felinas, aún contando con el parentesco de la sangre espiritual, no suelen llevarse bien. Tal vez todo se debió a su (¿mi?) natural timidez, producto de años de soledad y recogimiento. Puede que un segundo encuentro alivie un poco su (¿mi?) excesiva discreción. Creo que, tanto ella como yo, ya lo ansiamos.

Había, o eso creí percibir, una sintonía de intereses, el atractivo de dos almas hermanas de armas. Notaba que había mucho más en común que lo que destilaban las palabras. Pero, aún así, no alcancé a expresar ni la mitad de lo que esperaba contar. Faltaban términos, y mi habla se congelaba a la par que bajaba un frío tiritante del Molló. Recogimos las hamacas, nos despedimos de la cabaña y al poco cada uno de nosotros proseguía su camino.

Sólo espero, amiga visitante, que me perdones si no te ofrecí lo que buscabas, si no satisfice el anhelo que precisaba ser saciado. Siempre entiendo mejor la situación, o eso creo, a toro pasado. Confío en que, gracias al favor de un hado bienhechor, esa persona tan querida pronto se reestrablezca. Pero si no es así, si el destino ya no quiere solucionar nada y le deja hacer al tiempo, no te afligas. Estoy convencido, sin conocer a ese hombre más que por tu descripción, que parte de él vive ya en ti: en tu inteligencia, en tu firmeza, personalidad y belleza.

Gracias por venir. Y regresa a esta, tu casa, siempre que así lo desees.

Un abrazo, y hasta siempre.

24 de septiembre de 2008

Biofilia



Edward O. Wilson, un afamado biólogo especialista en hormigas, afirmó en una ocasión que los seres humanos, como miembros de un hábitat específico, tendemos a poseer un "instinto de gusto hacia ese entorno", algo así como la satisfacción de vivir en un lugar que nos ha proporcionado todo, viéndonos nacer y crecer, y al que terminamos por cogerle afecto. Ese impulso se ha denominado 'biofilia'. También define la pasión por todo lo que vive, por cualquier ser vivo a nuestro alrededor y su existencia, entendida como parte de la nuestra.

Es la biofilia la reponsable de hacernos querer regresar a la naturaleza, al punto en el que vivimos antaño (no me refiero necesariamente a un pueblo o una urbe, sino al espacio natural en el que están integradas), o a ese paraje en el que nos sentimos especialmente felices y dichosos, extasiados sólo por el hecho de ser partícipes y estar en contacto con él.

Se trata, en suma, de un sentimiento, el de agradecimiento, que experimentamos los que sabemos que la naturaleza está ahí, no para satisfacernos, sino para existir, por ella y para sí misma. Un momentáneo e intenso lapso de emoción, de ligación, con ella y hacia ella, por el mero hecho de que sea así. Los detalles de este sentimiento es cuestión muy personal; cada cual la siente a su manera, y a veces las palabras fallan en su descripción.

Pero sospecho que, en algunos casos, hay algo más que una simple filia; en efecto, se trata de amor, enorme y magnífico, hacia aquello que proporciona todo a cambio de nada. Como la madre que sacrifica su propio beneficio en favor de su prole, palpamos en nuestro interior el amor sereno e indestructible que, sin las ataduras del espacio y el tiempo, expele el mundo hacia el fruto de su propia evolución, la vida. La Tierra ama la vida, nos ama a todos, en suma, porque somos su mayor realización posible.

Se trata de ese amor que surge de Ella y rebosa en nosotros, y que emitimos de nuevo, por aquello que abarca todo lo inimaginable y que seguirá aquí mucho después de que nos convirtamos en polvo; ese amor que también está dentro de nosotros, y que nos pide regresar al lugar del que partió.

16 de septiembre de 2008

'La tijera', de Ernst Jünger



Meses atrás un lector y comentarista de este blog nos hizo una recomendación: 'La tijera?, de Ernst Jünger. Carecía yo de referencias acerca de este autor alemán, uno de los más importantes del siglo pasado en ese país, así que me embargaba cierta incertidumbre. Siempre me atrae la lectura de un escritor del que desconozco su obra, pero igualmente sientes la inquietud que produce esa inseguridad: ¿valdrá la pena, merecerá mis horas, o no será más que una pérdida de tiempo? En el caso de Jünger, y tras la lectura de 'La tijera', no puedo menos que recriminarme cómo no he disfrutado antes de su ágil, amplia y penetrante prosa. Y quedo a la espera de que el destino me obsequie con otros de sus tesoros literarios.

Escrito cuando Jünger contaba con sus lúcidos 95 años, consta de varios centenares de pequeños aforismos, notas o fragmentos de textos íntimamente relacionados. La temática es completamente miscelánea, aunque prosigue un orden intelectual bien definido: abre Jünger su obra con reflexiones acerca del poder y relevancia del mito, la necesidad y función del arte y de los creadores, el éxtasis y los sueños; la continúa mediante destellos de ingenio referidos a la ciencia, la naturaleza y la técnica, y la dualidad fuerza/debilidad humana, los dioses y los titanes; y, por último, la concluye con unas líneas maestras acerca de la muerte, del tránsito de los siglos, el tiempo y su carácter evanescente o eterno.

Si bien su lectura es ágil, no es un libro fácil de comprender. Y no me contradigo; lo expuesto en sus líneas es algo oscuro, casi arcano, se necesita a veces del apoyo de las relecturas para llegar a la inteligibilidad de sus ideas, para dotarlas de coherencia y sentido. Y, sin embargo, al leer las páginas de 'La tijera' uno siente un fluir extraño en las palabras, un discurrir elegante que catapulta a la belleza literaria, y que te permite gozar de la lectura más por su maravilloso discurrir sereno que por el significado de lo propiamente leído. Es como si las palabras, ungidas por el encanto de su perfecta concatenación, se elevaran por encima del papel y nos hablasen directamente, sin intermediarios lingüísticos.

Hallo, en dicho fluir rítmico y armónico, más allá de lo manifestado por las mismas palabras, el hechizo que teje 'La tijera', el embrujo de una obra única cuya mixtura de contenido deberá ser valorada, si acaso, con el paso del tiempo y de nuevas vueltas a sus páginas.

Más ya no alcanzo a decir.

8 de septiembre de 2008

El fin del letargo (abandono la cárcel)



Hoy he vuelto a nacer.

Porque, sin saberlo, había muerto a finales de junio. Atrapado entre las ruinas de mi anterior vida, aquella que ofrecía todo el alimento que necesitaban cuerpo y alma, fui perdiendo la existencia y languideciendo al ritmo de una rutina idiotizante. Me vi a mí mismo corrompido, falso, abandonado y ausente del mundo. ¿Dónde estaba? ¿Quién era, yo? ¿Qué había sido de mí?

De esto que hago ahora, esta redacción a pelo, he sido privado en los dos meses y medio que duró el cautiverio. Si me hubieran arrancado el corazón, entregándolo después a los perros, no hubiese sentido tanta infelicidad y desdicha. Miserable, alienante, entontecedora, calcada día tras día, vacía en esencia y perversa, mi última vida semeja una estancia en el calabozo de la mente, donde denegan el pan (la escritura), el agua (las lecturas), el aire libre (las montañas) y el contacto con tus semejantes.

Trabajo y enseñanza estructurada; ésos han sido mis demonios. Por separado puedo con ellos, es fácil tumbarlos porque no exprimen, secándola, la vida interior. Aprietan, sí, pero no les dejo ahogar. Mas, fusionados, estos diablos duplican su poder. Mis fuerzas desfallecen, abdico y me arrastran a los desmayos de una existencia plana y vulgar, dominada y patética, como gusta a quienes sueñan con un mañana de autómatas y obedientes sujetos, inmersos en la aceptación y el destino impuesto por los otros.

Por suerte, cuando parecía que iba a unirme a ellos, cuando creían que la cárcel me había matado por dentro, vislumbré, por entre mi ventana, esa silueta mágica, enorme y sublime. La cima, bordeada de jirones de nubes, aullaba; su llamada, su invocación, el toque de diana. Y a renacer.

Ave fénix que resurge de unas cenizas aún llameantes, sol naciente que brota entre nieblas, criatura que rompe el cascarón para descubrir el mundo nuevo. Emerjo para ser otro, para mudar de piel como la serpiente. No es primavera, todavía, pero noto que todo florece de nuevo.

Y, a los que seguís por aquí pese a todo, abrazos infinitos.

(Fotografía de Xavier Catalá)

12 de julio de 2008

En la soledad

"No amé al mundo, ni el mundo me quiso a mí.
No adulé sus jerarquías, ni incliné
paciente la rodilla a sus idolatrías.
No he forzado sonrisas en mis mejillas, ni gritando
adorando un eco; entre la multitud
no me contaron como uno más.
Estaba con ellos, pero no era uno de ellos.
Estuve y estaré sólo, recordado u olvidado"

Lord Byron, Childe Harold, canto III, CXIII

6 de julio de 2008

Perderse y encontrarse



Jamás me cansaré de intentarlo. De recordarlo a quienes lo saben; de descubrírselo a quienes lo ignoran. Por favor, hacedlo alguna vez. Lo suplicaré, si es necesario, os daré lo poco que poseo fuera de mí y todo lo que, espero, aún puedo ofreceros de mi interior, pero hacedlo. Sé que no es fácil, que os imagináis peligros a cada paso, una recompensa escasa, si acaso existe, y vanos sufrimientos en pos de algo intangible. Y sí, tal vez es así.

No obstante, repito, concededme ese favor, y nunca volveré a importunaros. Venga, sí, armáos de valor, creedlo posible, pensad en las posibilidades. Sóis capaces de hacerlo. Lo sé.

Os diré, si bien lo sabéis muy bien, el equipaje: un petate, cantimplora, un saco para la noche, las amadas avellanas, y el sueño de vivir. Olvidáos de todo lo demás, que es mucho pero apenas nada, realmente. Seguid la senda, o abridla vosotros mismos. Amad lo que acontece a vuestro paso, lo que dejáis atrás y lo que anhelamos encontrar a continuación. Mirad hacia arriba, a los lados, abajo y en ese interior de cada uno de vosotros mientras avanzáis. Y luego, cuando caiga la noche, cerrad los ojos y abrid los sentidos y el alma a esa magia irrepetible llamado Cosmos.

Subiros la cremallera del saco, regocijáos del fresco nocturno y dejad de pensar. Sólo sed. Y entonces, como dijo Joseph Conrad, os daréis cuenta de algo de lo que muy pocos, creo, son conscientes: "Creí que era una aventura y, en realidad, era la vida".

Felices sueños.

26 de junio de 2008

El agua y la vida



Dejando ya atrás el limbo primaveral, ese instante donde lo marchito renace y el hombre se ve imbuido de nuevas fuerzas, el verano emerge de repente y llena el aire con humedad y sofocos. Son tiempos de sudor, de esforzados trabajos y de horas a la lumbre de ese dios, verdadero, llamado Sol. Vivo, desde hoy, retirado en una minúscula casita centenaria, casi una cabaña, que algún desconocido ermitaño legó, sin saberlo él, a otro vividor en soledad.

Tengo la suerte, además, de contar con una diminuta piscina, que más bien debió ser en sus tiempos una balsa para el riego de los naranjales que rodean la vivienda. Son tantos, estos, y están tan cerca de sus límites que yo diría que incluso amenazan con hacerla desaparecer... y a mí con ella. A veces, unas pocas sólo, lo deseo.

La casita es, no puedo dudarlo, un edén, y el trago de agua que la acompaña, un regalo divino. Su pequeñez, tal que uno poco más puede hacer que meterse en ella, sin abrigar apenas deseos de moverse, es, irónicamente, su mayor beneficio. Pues refresca y descansa el cuerpo y la mente sin necesidad de cuidados especiales, ruidosos o caros. Conserva maravillosamente bien su contenido, recibiendo únicamente unas pizcas de cloro en casi todo el mes que permanece disfrutable. Y llenarla cuando llegamos allí, a finales de junio, previa limpieza de la ciénaga que se acumula en su lecho en el corto invierno, es todo un acontecimiento.

Recuerdo cuando, de pequeño, ayudaba a mis padres con la tarea, cargando cubos que vaciaba sobre las flores y los árboles (nísperos, higueras, guayacanos, etc), los cuales hacían, y siguen haciendo, de mi retiro un hogar verde, frondoso y algo indómito (pues no suelo eliminar las llamadas "malas hierbas"; son vida, embellecen y refrescan el ambiente... ¿cómo se puede denominarlas así?). Recuerdo el rumor de la corriente que fluía, salvaje, por el canal, y cómo me excitaba, como sólo puede hacerlo un niño de ocho años, cuando llegaba hasta mí ese flujo poderoso y caía en cascada hasta el fondo de la balsa. No olvido tampoco mi constante hábito de colocar mi cabeza justo debajo de aquel surtidor, como para bendecirme con el agua bendita, auténticamente bendita, fruto del corazón de la tierra.

Y también me acuerdo del momento en el que la alberca se colmaba y el fluido manaba por sus bordes, inundando el suelo de hormigón. Entonces, si mis amigos del lugar estaban por allí, nos montábamos en las bicicletas y chapoteábamos con las ruedas de nuestras inseparables compañeras, alzando un reguero de agua que nos empababa y hacía reír. O bien, en otras ocasiones, tomábamos los cubos y nos lanzábamos el agua sobrante unos a otros, en el clímax de una jornada acuosa a cuyo fin sentías a tu alrededor el fresco y cómo la vida agradecía esa inyección de energía y vigor, una bendición en aquellos días de calor poniente.

De nada sirve vivir en el pasado, lo sé, pero a veces los recuerdos son tan intensos, nos traen tantas sensaciones y nos hacen tan felices, que por momentos, una buena evocación puede llegar a ser mejor que un frío e indiferente presente.

19 de junio de 2008

"Northern Exposure" ('Doctor en Alaska'): o cuando la televisión brinda algo extraordinario e irrepetible



Mi aparato de televisión suele sentirse huérfano. Abandonado. Está a mi lado durante casi todo el día pero permanece mudo, ansioso por hablarme; mas no le hago caso porque no le necesito, tengo mil cosas y actividades a realizar antes que dedicarle mi tiempo. Si acaso, me informan los noticiarios, desperdicio alguna hora en un partido intrascedente y si se me fatiga la razón me ofrezco a una película, cercenada sin parar por los espacios publicitarios. Pero nada más. Bueno, nada más hasta que, hará ya casi una década, descubrí algo que cambió para siempre mi afecto por la televisión. Algo que constituye un tesoro, un regalo y una invitación a la vida. "Doctor en Alaska" ("Northern Exposure, NX a partir de ahora).

Una breve sinopsis, para el despistado: Joel Fleishman es un recién graduado médico de Nueva York. Un urbanita, burgués y acomodado, que aspira a trabajar en una clínica de alto nivel tratando a los famosos y ganando mucho dinero. Sin embargo, como el estado de Alaska financió sus estudios se ve obligado a prestar allí sus servicios durante cuatro años, pero por un error en los cálculos de presupuestos no le destinan al hospital de una metrópoli, como Fleishman esperaba, sino a un remoto y excéntrico pueblo, Cicely, de apenas 800 habitantes, a cada cual más extravagante. NX describirá, pues, las peripecias del doctor en relación a la gente a la que trata, a la naturaleza en la cual vive y a su propia evolución dentro de esa singular comunidad.

Un vistazo a los protagonistas ya nos da una idea somera de a lo que tendrá que enfrentarse el bueno de Fleischman: primero, y como plato fuerte, una interminable relación de tensión y pasión con Maggie O'Conell, su casera y piloto de avión, con quien ya empieza a tener problemas desde el primer momento al confundirla con una buscona; también con Maurice Minnifield, cacique y dueño de las emisoras de radio y prensa del pueblo, antiguo astronauta y hombre rico. Racista, egoísta, empresario sin escrúpulos y homófobo (si bien descubrirá lo mucho que tiene en común con los gays...), Maurice representa el lado oscuro de América, todo lo malo que el capitalismo y la educación estreñida puede suponer. En completo antagonismo hallamos a Chris Stevens, el gran acierto de la serie al simbolizar la mente abierta, el autodidactismo, la magia y el gusto por ayudar y escuchar a quienes lo necesiten. Es Stevens el semental, el artista, el locutor filósofo de cuya boca se expresan los mejores y mayores pensamientos y sentimientos del pueblo. A su lado encontramos a Ed Chigliak, indio aprendiz de chamán y cineasta apasionado, vive y ve la vida como una analogía con el séptimo arte, siendo un alma sensible, sencilla y siempre imbuido en sus cavilaciones, es un joven generoso y amable. Ayudará (e irritará, por sus costumbres) en más de una ocasión a Fleischman. El personaje de Ruth Anne Miller es, pese a su carácter secundario, muy relevante, pues es franca y habla sin tapujos, haciendo comprender a sus vecinos la realidad que a veces éstos no desean ver. La pareja formada por Holling Vincoeur y Shelly Tambo, separados por cuarenta años, se presenta como una unión imperecedera de espíritus contrarios; Holling es aventurero, arriesgado, amante de la naturaleza, que posee pocos pero verdaderos amigos (Maurice, entre ellos), sincero y curtido en muchas circunstancias de la vida; Shelly, por su parte, es apenas una veinteañera muy atractiva, simple e inexperta, extremadamente social y superficial, aunque afectuosa y natural. Su falta de luces es una de los recursos habituales en NX. Dejamos en último lugar a Marilyn Whirlwind, una nativa silenciosa hasta límites insostenibles, con cuyos monosílabos y actitudes desquiciantes Fleischman se las verá de continuo. Marilyn es, tal vez, el personaje total de la serie, el que se identifica con la sabiduría y la prudencia, la corrección de los valores ancestrales y la indiferencia ante los actuales. De ella aprenderá el buen médico dónde reside lo valioso y relevante de la vida, y dónde no. Gracias a Marilyn, de hecho, Fleischman irá progresivamente penetrando en la comunidad de Cicely, sintiéndose parte de ella, aunque finalmente...



Esta producción contó con seis temporadas, las dos primeras casi anecdóticas por su escasa longitud, pues sólo contenían ocho y siete episodios, respectivamente. Después de poder disfutar de todas ellas, (si bien hasta ahora únicamente se han comercializado hasta la segunda, para el resto debemos acudir a la mula), sigo pensando que la mejor es, sin dudarlo, la tercera. En la cuarta hay algunos personajes, a mi juicio, algo intrascendentes (por ejemplo el del Mike Monroe), y en la quinta, pese a sus momentos brillantes, se nota ya cierta falta de origininalidad, carencia más notable si cabe en la sexta y última temporada, que no recibió buena acogida del público por la desaparición de Fleischman y su sustitución por una pareja algo sosa... Pero la tercera de las temporadas, y en parte también sus dos predecesoras, contiene todo el arsenal que caracteriza, y hace única, a NX: innovación, historias paralelas literatura-realidad, relaciones hombre-naturaleza, choque entre lo civilizado y lo salvaje, la relevancia de los sueños, la muerte, la confrontación entre culturas, la historia y la ciencia como disciplinas falibles y no absolutas... y un sinfín de otros temas y tramas, tratados con un ingenio y originalidad jamás vistos en una producción televisiva.

Sus creadores, Joshua Brand y John Falsey, dos licenciados en literatura inglesa (de ahí la notable presencia de libros, filosofía y pensamiento en la serie), dieron con una combinación única de humor (inteligente, ácido y satírico), humanidad (sus cimas y miserias, lo peor y lo mejor de nuestra naturaleza) y "espiritualidad cotidiana". Supieron no lastrar, sino adobar con mimo cada uno de los capítulos con la ración intelectual justa, sin resultar pesados, sin sermonear, abriendo perspectivas y siempre dando a entender que hay más de un camino ante cualquier situación.

Lo maravilloso en NX no son sus personajes, sus paisajes o ni tan siquiera las propias historias narradas, que sin duda lo son, sino un aspecto habitualmente no reseñado y al que pocos hacen mención: NX no es una serie para ser vista y olvidada, como cualquier otra producción destinada a la risa fácil y al consumo de sillón (me viene a la memoria Friends, pero será seguramente un prejuicio y no seré justo porque no he llegado a ver nunca un episodio completo...mi frikismo por NX es exagerado...). NX no se ve, se piensa. No sólo nos reímos o pasamos bien al verla, sino que es justo cuando apagamos el televisor o el DVD el momento en que la serie empieza a ser ella. Otras creaciones televisivas mueren cuando termina su episodio, y el hombre o mujer que lo ha visionado puede volver a sus cosas, tras un rato de diversión. Si reponen el capítulo, nos cansa; quizá lo veamos, pero no hallaremos nada nuevo, nada que no sepamos ya. En NX, por el contrario, un revisionado nos descubre detalles (a veces curiosos, otros sorprendentes, en ocasiones vitales para entender el contexto, los conceptos o la trama) que habían pasado desapercibidos en un primer momento (yo mismo he percibido cosas relevantes... tras ver un mismo epiodio un par de docenas de veces...). NX no sería NX, moriría, perdería todo su sentido y su fin, si no le prestásemos más que 44 minutos de atención. Quien sólo ve NX está cometiendo un perjurio, repudiando la verdadera esencia de la serie. Si nos limitamos a verla estamos traicionando todo el tinglado, el intríngulis por el que NX existe... Pero esto debe experimentarlo cada cual, a su modo.

Repito: no hay que ver NX, hay que sentirla. Alaska (o más bien Cicely, esa comunidad de chiflados, rudos y genuinos habitantes) es, como se comenta en la misma serie, "un estado mental". Un estado mental en el que más importa el corazón y el espíritu que los ojos o nuestros oídos. Hagamos de NX una parte de nosotros, hagamos de esta pequeña isla de gentes peculiares un refugio donde abandonarnos en momentos en que nos rodee la estulticia. No para huir del mundo, sino para entrar de verdad en él.

Bienvenido a Cicely, bienvenido a la Vida.



(Espero, en un futuro, hacer algunos comentarios personales de episodios que considero especiales, para así tratar de demostrar que lo digo no es sólo producto de una mente fanática y devota de NX...:)