28 de febrero de 2008

La aspiración del solitario

"La soledad no te enseña a estar solo, sino a ser único"

E.M. Cioran, "El ocaso del pensamiento".

10 de febrero de 2008

Historia del libro viajero



Hará cosa de unos siete años, cuando apenas estrenaba los veinte, me encontré un día con un objeto singular. Por aquel entonces yo y un buen amigo (o quizá debería decir 'El' amigo) solíamos ir a un parque anclado en las afueras de la ciudad, a compartir ideas, masturbaciones mentales y demás desatinos de la lozana juventud. Desde allí había, y sigue habiendo, una panorámica amplia de nuestra pequeña urbe, coronada en segundo plano por picos montañosos apenas destacados sobre los edificios más altos. Siempre nos gustó esa combinación de cemento y naturaleza, esa visión mixta entre la metrópoli de muchedumbre y las cumbres abiertas y mudas.

El caso es que nos sentamos en un banco nuevo, que si no recuerdo mal aún olía a barniz, y de repente reparé, junto a mi lado, en un pequeño objeto rojo, que al principio no reconocí. Pensé que era una cajita de cerillas, pero de inmediato comprendí que, en realidad, se trataba de un libro... aunque uno de tal tamaño que cabía en la palma de la mano de un infante. El librito, de tapas rojas, se titulaba "Ternura". Lo cogí con cierto temor reverencial, perplejo aún del hecho de hallarlo allí, en medio de un parque casi desolado en una fría tarde de febrero, y lo hojeé rápidamente, examinando su contenido.

'Ternura' es una palabra fea. Es demasiado blanda, demasiado sensible para los tiempos que corren. No solemos utilizarla; si acaso lo hacen las mujeres, porque los machos la consideran cursi y afeminada. Y, sin embargo, parece que eso es precisamente lo que más necesitamos. Nos corresponde dar, ofrecer nuestra ternura a los demás, y que ellos hagan lo propio con nosotros. La noche de aquel día, en mi diario, escribí lo siguiente al respecto de nuestro casual hallazgo: "¿Quién lo ha dejado allí? ¿Le habrá caído de su bolsillo mientras conversaba o lo habrá dejado voluntariamente? ¿Qué significa el hecho de que lo hayamos encontrado nosotros hoy y no cualquier otro mañana? Quizá deba ser más "tierno" con los demás, aprehender algo de lo incluido en sus minúsculas páginas. Y, a mi vez, tal vez deba instigar a los otros a hacer lo mismo. No creo que sea una simple coincidencia, haberlo encontrado; hay presentes demasiados factores extraordinarios."

Posteriormente, mientras lo leía, admiré su enorme profusión de citas, refranes, máximas y pensamientos de toda índole, aunque muy orientados hacia el amor, la fraternidad, la comprensión y, por supuesto, la ternura entre todo ser humano. Lo cierto es que se trata de una obra bella, colorida, apta para ser releída una y otra vez, en distintos estados emocionales y mentales. Como todo libro que recoge reflexiones de otros, hay un poco para cada uno de nosotros.

Pero, tras su lectura, cometí un error, gravísimo, error del que ahora ya sólo puedo disculparme inútilmente, porque es un error irreparable. Mi equivocación fue depositarlo en el cajón (me parecía que estaba fuera de lugar hacerlo en la estantería, donde sería un David rodeado de muchos Goliath, mas no por su contenido, naturalmente), cajón en el que ha dormido "Ternura" desde aquel día de febrero de 2001. Ahora que lo pienso me lo imagino, triste y húmedo, olvidado en un lugar donde no jugaba ningún papel, donde nadie lo aprovechaba, quieto y ansioso a la espera de ser devuelto a la vida.

Me apena, sinceramente, todo este tiempo en el que he sido tan torpe de no ver que, en realidad, ese librito está destinado a pasar por varias manos, viajando entre mentes anónimas, y quizá cambiando a las personas que lo lean y disfruten. Dejar un libro así, perdido en un cajón mohoso, es un sacrilegio. Porque se trata de un libro viajero y, como tal, merece ser puesto en libertad, para que prosiga su camino.

Ayer fuimos al banco donde lo hallamos, tanto tiempo atrás. Pude elegir otro lugar, otro parque o ciudad, pero creo que es mejor que retome el viaje donde lo encontré.

Amigo viajero, ya eres libre otra vez.

(Foto de Emilia V. Talens)

4 de febrero de 2008

El examen

"Tratando de resolver un examen. Eso es lo que, en este momento, debería hacer. En efecto, se supone que debería enfrentarme, con alforjas llenas de sapiencia, a la metafísica aristotélica entendida como filosofía primera, o al fenomenismo y escepticismo de Hume, según rezan las cuestiones del enunciado.

Pero no, no puedo. Mientras un mar de testas se devana los sesos a mi alrededor, suspirando por una nota que colme sus aspiraciones, o en su defecto un "superado", me dedico a escupir estas palabras inconexas. El principal motivo de ello es, por supuesto, una extraña (por inhabitual, aunque esperada) carencia del conocimiento que, en teoría, debía poseer; pese a dedicar algunos días -no muchos, ciertamente- a la materia, no he logrado aprender nada, no he experimentado ningún estímulo o sensación especial. Es como si el tiempo transcurrido detrás de los libros jamás hubiese existido, o fuera un tiempo estéril, sin fruto y recordado hoy amargamente con el agravio de su pérdida.

La razón es bien sencilla. Soy incapaz de estudiar. Siempre he sido un fracaso escolar, y siempre lo seré. Lo primordial, en todo tiempo y lugar, es para mí aprender, arrancar a pedazos el saber, paso a paso, y abrirlo en todas direcciones. Un estudio que no sea provechoso en este sentido es completamente inútil; hasta ahora, sin embargo, unos resultados aceptables habían solapado esta carencia, y la poca voluntad por ese discurrir programado de contenidos a memorizar quedaba compensado por el éxito del cómputo global. Pero esto se debió a la novedad, al hecho de empezar ciclo; una vez se instala la rutina, las ganas menguan, el tiempo vuela, y mis recursos académicos se desvanecen. Sí, no tengo recursos para aprobar. Sólo, y a mi manera, para aprender.

En este tiempo vertido para la comprensión epistemológica debería haber alcanzado, se le suponía, una cierta cota de sapiencia, el grado suficiente de conocimiento para defenderme de los ataques de los amargados profesores y sus obtusas preguntas. Y, sin embargo, repito, nada, un cero a la izquierda, el vacío mental más absoluto. Y todo porque mi seso vagaba mientras estudiaba la aplicación cosmológica de la teoría platónica de las ideas, porque buceaba en pajas mentales sin prestar atención a las antinomias de Kant. Y ahora, pasmaos, si esta noche cojo el mismo libro y lo abro por las mismas páginas, sin imposición, sin obligación alguna, todo fluye desde el papel hasta mi cerebro como las aguas de un rápido. Lo absorbo, lo disfruto, y queda para siempre en el desván del saber.

'Menudo gilipollas', dirá alguien, porque esta actitud quizá sea vista por algunos como irresponsabilidad, cobardía, o una muestra de lo tarugo que uno puede llegar a ser, si se lo propone. Me importa una mierda, sólo sé lo que experimento, lo que siento, y así son las cosas. Admiro, por lo menos algo, a aquellos que siguen diligentemente un estudio marcado por otros, y encima, lo hacen con gusto. Por otra parte, tal vez haya quien si no es así, obligándole, no cogería un libro en su vida, de ahí el sistema, impuesto para evitar la proliferación -inevitable, en cualquier caso- de asnos estúpidos.

Parece que termina el tiempo para este 'exámen', momento por lo tanto de concluir este deslavazado exabrupto. Veo gentes cabizbajas que abandonan la sala con rostros de preocupación; otros lucen sonrisas arrogantes, satisfechos, oh sí, en sus ridículas aportaciones... .

Creo que es mi turno, también. Me levantaré, entregaré la hoja en blanco y volveré en tren hasta mi posada temporal. Veo el cielo a través de las ventanas del claustro; es bello, sereno y silencioso. Habrá un crepúsculo digno de contemplación, estoy seguro".