27 de agosto de 2012

'Das Lied von der Erde' (La Canción de la Tierra)



Primeros de agosto en un lugar cualquiera, cerca de la costa levantina, hacia las diez de la mañana de un viernes. Treinta y tres grados a la sombra y ochenta por ciento de humedad ambiental. Nubes bajas se internan desde el mar Mediterráneo. Una asfixia insoportable. El más mínimo movimiento provoca ríos de sudor en la frente y los brazos. No parece haber nadie alrededor, no se escuchan voces ni ruidos de ninguna clase. Sólo se percibe, a lo lejos, la caravana de vehículos que transitan por la carretera en dirección a la playa.

Frente a nosotros, el pequeño vergel se alza alegre y frondoso. Espera, impaciente, unas manos que recojan su fruto y dispongan el terruño para un nuevo brote alimentario, o para el merecido descanso, según se requiera. El terruño no desea más que servir, ser útil, merecer la compañía humana. Es dócil, y se presta a lo que deseemos sin exigir nada a cambio. Es como el amigo perfecto. Pero, por eso mismo, hay que tratarlo bien. No debemos hacerle sufrir, ni pedirle más de lo razonable. O, de lo contrario, nos abandonará. La amistad es como una ecuación: hay que ofrecer al menos lo mismo que lo recibido para que el vínculo perdure. La relación es meramente algebraica: dos más dos, cuatro. Si uno falla, el resultado es erróneo, y no hay futuro. Con la tierra ocurre lo mismo.



Si queremos que la tierra patria cante su canción, ese Das Lied von der Erde mahleriano, se requiere dedicación, mucha dedicación. No vale mirar libros, acumular saber teórico, refugiado al abrigo de la estufa o del ventilador: hay que ensuciarse las manos de fango, notar los callos en los dedos, manchar de sudor la camiseta, llenarte las sandalias de polvo y percibir el ligero dolor de espalda al final de la mañana… Hay que ser constante, odiar (y también amar, allá en lo profundo) las malas hierbas y su infinito reverdecer (fastidio eterno, pero, ¡qué maravilloso fastidio!), apreciar el lento crecimiento de esas pequeñas flores en los cultivos, que después son frutos, que después se convierten en manjares suculentos…; hay que soportar, también, las inclemencias, lamentar las pérdidas, maldecir las plagas, aguardar el momento mágico de la cosecha y, finalmente, asentir satisfecho cuando en el plato descansa el resultado de tu esfuerzo (brillante, sano, sabroso…), eso que antaño era sólo una plántula insignificante o unas pequeñas semillas sin valor aparente.

Habas, alcachofas, lechugas, judías, tomates, berenjenas, pimientos, calabazas, pepinos, sandías, zanahorias, cebollas, patatas, coles, higueras, nísperos, naranjos, limoneros… todo un mundo de color, sabor y olor, que ves nacer, crecer y morir, muerte de la que emanará un nuevo tapiz verde en el ciclo siguiente.



Observamos el milagroso brotar de tomatitos cherry's y zarzamoras silvestres, que surgen de forma espontánea para brindar simpatía, gracia y belleza a tu alrededor, y notamos las lágrimas en las mejillas. Es increíble: no requieren agua, ni abono, ni tratamiento ninguno. Es, en efecto, un puro milagro. La generosidad de la madre hecha fruto, palpable, tangible. Nos lo preguntamos de continuo, sin nunca recibir respuesta: "¿Por qué aparecéis, qué os hace romper la barrera de la tierra y emanar sin que nadie os lo pida?". Cuánto podríamos aprender de vosotros, que os ofrecéis tan sólo por amor a existir...

Relacionarte con la tierra no es ligarte a una obligación, a una imposición, venga del exterior o del fuero interno. Si vemos el trabajo en el campo como una exigencia, el disfrute puede convertirse pronto en molestia, y el gusto por arar o cavar traducirse en un cargo, un peso, quizá insoportable. Entonces, harto, vendes la tierra o dejas que se convierta en un erial. Abandonas porque te ahoga la atadura, la cadena aprieta demasiado. Como en la cuádriga platónica, hay que dominar a los caballos negros y blancos por igual, pero lograr el equilibrio entre la dedicación libre y el cuidado responsable no es fácil; si manda el primero te arriesgas a la anarquía o a la indolencia, pero si lo hace el segundo puedes terminar odiando el terruño y malogrando tu libertad.



Hay quienes ven en la tierra, no un modo de cubrir sus necesidades alimentarias ni de ingresar unas pocas monedas por lo que se forja bajo tierra, sino un negocio, un modo de lucrarse con ella. Personalmente opino que esa intención violenta la propia naturaleza de la tierra. La fuerza a servir para un fin que no es el suyo. La amplia extensión de campos, las bellas laderas de las montañas, los recovecos boscosos, las inmensas praderas y la infinita variedad de parajes y ambientes, remodelados o no por el hombre, no están destinados a enriquecer nuestros bolsillos, sino a nutrir cuerpos, corazones y espíritus. Un primo mío me aconsejó una vez que hiciera un par de viajes al año a Soria a recoger bolets y empleara mi caracol rodante como almacén. Me aseguró que ganaba unos 4.000 euros cada otoño. Aunque me angustia cada vez más mi maltrecha economía, jamás se me ocurriría hacer algo semejante. ¿Cómo voy a buscar yo un botín bajo las faldas de mi madre? ¿Cómo podría pensar en beneficios, ganancias, cómo permitir la usura en mi relación con ella? ¿Cómo afrentar su ofrenda de bienestar reduciéndola, achicando su presencia y significado al simple acopio billetero?

Si ése, el de mi primo, es el lazo que buscas con la tierra, entonces quizá ella nunca podrá entonar su canción. Podrá silbar, susurrar por lo bajín, pero siempre en tono lastimero. Puede que produzca, que sea fértil, que te llene el plato (el de la cuenta corriente, el que reluce en la carrocería de tu coche o despide reflejos en las joyas de tu mujer...), pero tú no estarás colmando el suyo. No habrá reciprocidad. Ella no estará ganando nada contigo. Y, entonces, a la larga, enmudecerá.

La tierra se marchita y se pierde sólo por dos causas: indolencia o avaricia. La primera puede comprenderse, hasta respetarse, puede tener detrás motivos legítimos. La segunda, jamás.

La canción sigue entonándose. Ella la tararea para nosotros.

¿Quién no querría escucharla?