31 de marzo de 2009

Vocación



Aquellos que, partiendo de una dirección cualquiera, hemos llegado a confluir en la pasión por las letras llevamos detrás nuestro una historia, la narración personal de un particular cómo, el de las circunstancias que causaron o motivaron aquella tendencia amorosa hacia las palabras. En mi caso, si no me fallan los recuerdos, todo empezó hacia el año 1989 o 1990, cuando servidor no era más que un mocoso larguirucho de tercero o cuarto de EGB; y el catalizador, el fermento que me aupó al gusto del habla escrita no fue otro, por extraño que parezca, que la serie "Se ha escrito un crimen".

Creo que la emitían los domingos (puede que fuera los sábados) por la tarde. A mis padres les gustaba, aunque solían mofarse un poco de la señora Jessica Fletcher (Angela Lansbury); tal vez por sus formas o modales ingleses (aunque se suponía que era estadounidense), o por su infalible eficiencia y talento en la resolución de los casos, demasiado inverosímil (si bien, en este caso, la mofa deberia más bien haberse orientado hacia los guionistas...). El caso es que, en tardes desapacibles de otoño o invierno era habitual sentarnos los cuatro (mis dos progenitores y mi hermana mayor y yo) frente al televisor hacia el fin de la jornada dominical y observar las correrías de la perfumada, maquillada y siempre impecable investigadora criminológica.

No he olvidado que, si había algo que me atraía especialmente de la serie, era la intro. Por razones que ignoré entonces (y ahora más aún, si cabe), me encantaba ese aroma de misterio que envolvía la presentación, con la máquina de escribir arrojando palabras donde antes no había más que papiro blanco, creando una historia, reflejando la vida. El clímax, cuando las manos de Lansbury (o quien fuera) arrancaba la última página del carro y la encerraba dentro de esa carpeta de cuero marrón con el título de la serie sobreimpreso ("Murder, she wrote", en inglés), me producía una extraña, e intensísima, sensación de querer componer algo parecido. Necesitaba producir algo, una historia, fuera real o inventada, tratara de lo que tratase, pero escribir, escribir, escribir... sentir lo que sentía Lansbury cuando ponía "FIN" a su caso diario.

Pese a que en mi casa no faltaban las novelas hasta entonces nunca les había prestado demasiada atención; de hecho, mis libros eran los de texto, agrios, asépticos, fríos. Hasta que justo entonces, en virtud de mi interés por el cielo, mi abuelo materno me regaló una obra maravillosa, "Los amantes de la Astronomía", que le habían ofrecido en un banco. Poco después llegarían otras similares, de carácter divulgativo y, más adelante, el plena pubertad, me alié con las novelitas y volumen de relatos de Stephen King, y las aventuras de ciencia ficción cortesía del maestro Isaac Asimov, entre muchos otros.

Fue así que, un día, mientras Se ha escrito un crimen abría la tarde oscura con sus historias de asesinatos y homicidas, se me ocurrió abrir a mi vez la vieja cubierta que recubría la Olivetti Lexicon 80 (que perteneció a mi citado y ya desaparecido abuelo), máquina de escribir empleada antaño en filas de anónimas oficinas, y cuyas teclas fueron pulsadas mil y una veces por mil y una manos, y que desde hacía algunos años sólo volvía a la vida al necesitar mi padre pasar a limpio alguna factura, o tarea burocrática similar.

Yo le di otro uso. A mis nueve o diez años, y sin vislumbrar motivo alguno (ni maldita falta que me hacía), puse un folio en el carro, cogí uno de mis queridos libros de Astronomía, lo abrí por una página cualquiera, y me puse a copiar lo que allí se decía. Creo que, en una ocasión, trataba sobre Saturno y sus anillos, y otra acerca de la Luna, aunque solía confundirme y no entendía demasiado lo que escribía cuando calcaba los temas referidos a agujeros negros y quásares. Iba a paso muy lento (mi tecleado no me permitía más que avanzar unas líneas en media hora), pero cada domingo volvía a poner la Olivetti sobre la mesa y aporreaba su estructura metálica con el ánimo renovado.

Con los años adquirí cierta soltura digital, sustituí la máquina por el ordenador (sigo echándola mucho de menos...), y el fajo de páginas copiadas fueron poco a poco dejando paso a otras propias, en las que las frases ya no eran de los demás, ni sus palabras las mías. Entonces empecé a sentir algo parecido a lo que, de muy niño, suponía yo que aquella madura mujer de pelo horrible y ancho rostro debía experimentar al cerrar aquella carpeta marrón.

La vocación es la llamada del destino, y aparece con anterioridad a tener la seguridad de que uno vale para ello. Podemos hacerlo mejor o peor, podremos expresar sutil y elegantemente nuestras ideas, pensamientos y sentimientos, podremos alcanzar la cima de la redacción literaria o no sobrepasar la dimensión elemental, pero la vocación nos impulsará a seguir en la brecha, componiendo estrofas y versos, párrafos que quizá se conviertan en clásicos o que, por el contrario, nadie lea nunca jamás; ya posean la fuerza y la convicción de la oración, ya sean sólo textos para instruir, para instruirnos a nosotros mismos, para conmover o galvanizar, no podemos huir de ellos. Se crían en nuestro interior, gritan por salir y si no lo permitimos, si no nos sentamos frente a la página y les damos realidad, pueden llegar a asfixiarnos.

Y esa furia de las palabras por hacerse oír, por nacer y llegar a los demás, puede tener su germen, por ejemplo, en la inocente e ingenua mirada de un chico hacia la televisión de un hogar cualquiera, en una tarde de domingo cualquiera, cuando fuera arrecia la lluvia, los amigos no se reunen y tu futuro, aunque sea sólo un sueño, toma forma gracias a esa vieja máquina de escribir, en la pantalla y en la vida real. Yo no sé qué será (que sére, si es que podemos etiquetarnos así), pero no me cabe duda alguna de que si abandono la vocación, no sólo sacrificaré las palabras, no sólo dejaré la escritura, sino que también dejaré, por el camino, parte de eso que suele llamarse nuestra alma. Supongo que muchos de vosotros también sentís algo similar, ¿verdad?

26 de marzo de 2009

"Plantà i Cremà"



Con una demora de siete días respecto a la fecha consabida, y a plena luz diurna, hoy ha tomado forma -y perecido, ahogado por las llamas- mi personal y vegetal edificio fallero.

Su materia prima no era el cartón, o la madera prefabricada; consistía en troncos viejos, ramas, pedazos de palmera y hojarasca de diversa procedencia. El lugar del acto estaba lejos, desde luego, de calles céntricas o avenidas concurridas; se ceñía al modesto patio trasero del hogar entre naranjos donde suelo vivir mucho últimamente. Su coste es incalculable, naturalmente, pero es de suponer que su cremación bordea el millón de gramos de dióxido de carbono emitido a la atmósfera (no se asusten, este gas es llamado "el de la vida", pese a quien pese...). He necesitado, por lo demás, dos mistos para la correcta ignición, y unos secos y amarillentos periódicos, que han facilitado el prendido. La pintura que engalana la obra la ha ofrecido un artista anónimo y desconocido para todos: no tiene nombre (o mejor, los tiene todos), no suele vérsele y trabaja sin hacer ruido ni decir ni mu; no expone en ninguna galería, ni nadie jamás le ha dado un duro por su arte, pero con los ocres del agret, el verde de esas malas hierbas, el marrón de cáscaras de cacahuetes que iba yo lanzando a la pira, y los rojos de ciertas flores que ardían bien, el monumento ha adquirido un cromatismo y una variedad tonal que, quizá, ni hoy ni nunca ha sido o podrá ser igualada, por mucho que se esfuerzos los, así llamados (que lo son) artistes fallers.

Esa estructura piramidal, enriquecida con lo que brota a nuestros pies, no ha precisado de más manos, para su creación y su posterior destrucción, que las mías. Tampoco son indispensables otras, dada su sencillez y su pronta edificación. Todos, de hecho, podemos (y, acaso, debemos) hacer alguna de ellas de tanto en tanto. No es tarea compleja, y avivar el fuego, sentirlo existente a tu alrededor, fuerte y ligero al mismo tiempo, mientras quema y despedaza lo que tanto tiempo costó imaginar y engendrar (por quién, yo ya no lo sé), es un verdadero placer.

También, como cualquier falla que se precie, contenía, o eso creo, un mensaje. No era demasiado irónico o burlón, lo admito, pero tenía su pizca de mala baba, de punzante sentido del humor. No puedo revelar cuál era (estaba escrito en las llamas, y abandonó pronto este mundo), pero su sustancia, sea cual fuera, aún persiste en las chamuscadas y residuales virutas que son visibles todavía en el punto de combustión. Guardaba contacto con el mundo, con este mundo, con sus allegados, con los míos y los otros. Los de allá, y los de aquí. Con mi apego y mi fuga. No digo más.

Con el rastrillo terminé de reunir las cenizas, una vez la creación expiró entre mis manos. Percibía el calor latente, la sensación de que decía "aún-estoy-vivo", pero debía morir, y no quise marcharme sin cercionarme de su final, su consumación total. Rocié con agua bendita los bordes de las escorias (aún coleaban un par de pavesas, traviesas y duras de pelar), admiré la masa humeante, me aseguré de que no podía causar daño alguno a los árboles frutales próximos y orienté el caminar hacia la ciudad.

San José marca el tránsito entre dos vidas, una de rígidos fríos y desapacibles noches, y la otra de brillos, luces y vida respirando a nuestro alrededor. Hoy, san Braulio, puede, por qué no, serlo también: aunque este cambio, esta metamorfosis no posea un carácter estacional, sino intelectual (honrando, pues viene a cuento, al poeta y escritor aragonés). Quememos las viejas ideas, remocemos antiguas nociones, que no nos lastren ideologías, prejuicios, tendencias o modas.

El fallecimiento de la falla, de una, la nuestra, la de todos (la que llevamos dentro y que pide ser quemada, quizá día a día, quizá ahora mismo...), es nuestra salvación. Sus cenizas, nuestra vida, y su dispersión al viento, nuestra libertad.

(Composición fotográfica de Titan48)

18 de marzo de 2009

'El fantasma y la señora Muir": mar, soledad y amor más allá del tiempo



Entre las miles, tal vez millones, de películas que vemos a lo largo de nuestras vidas (algunas soberbias, otras aceptables y unas más, tal vez demasiadas hoy en día, completamente execrables) las que no superaron demasiado la barrera temporal de la década de los años cincuenta del siglo pasado poseen, en general, un encanto especial. Hablamos, sobretodo, de películas con origen estadounidense, pero podríamos extender el comentario y aplicarlo a casi todo ámbito geográfico de la época (me viene a la memoria títulos como "Ladrón de bicicletas" o "Rashomón", por ejemplo). Seguramente ello se deba a su cromatismo bipolar, enriquecido por una gama inacabable de grises, por la maestría de ciertos directores, por la atención a los 'pequeños' detalles (decorados, vestuarios, fotografía, etc.) y por una excelente adaptación de textos literarios clásicos o modernos sin menoscabar su calidad ni adulterarlos zafiamente.

Joseph L. Mankievich, director talentoso y capaz de otras joyas como Eva al desnudo o De repente, el último verano, tuvo a bien, para esta primeriza obra maestra, contar con la ayuda de Philip Dunne, quien elaboró el guión basándonse en una novela de R. A. Dick (seudónimo de la escritora Josephine Aimee Campbell Leslie), publicada en 1945. La película, estrenada en 1947, contó con la presencia de la bellísima Gene Tierney (señora Muir) y el gran Rex Harrison (capitán Gregg), amén de una música incidental inigualable a cargo de Bernard Herrmann y una inefable fotografía de Charles B. Lang.



Mankievich logra apuntarse varios tantos de una sola tacada con "El fantasma y la señora Muir". Primero, enlaza y mezcla, con maestría y coherencia, varios géneros: algo de terror en sus inicios, comedia inteligente con un ácido sentido del humor (y algo misógino, en el caso del capitán) en su parte central, y un melodrama hacia la conclusión. Segundo, colma el film de menciones, críticas o reproches sociales, sin resultar nada cargante; por ejemplo, la protección excesiva y molesta, amén de represiva, de las "arpías" (la suegra y cuñada de la señora Muir), la vacuidad de algunas relaciones humanas, etc. Tercero, emplea apenas un par de decorados en todo el metraje (las estancias de la casa junto al mar que alquila la señora Muir, las dependencias de una editorial y apenas algún otro), dando más bien la impresión de contemplar una obra teatral que cinematográfica, con la cercanía y familiaridad que supone para el espectador. Y, cuarto, dota y arropa el film de brillantes, sucintos y elegantes diálogos con tintes poéticos, incluso filosóficos, acerca de nuestra condición y situación mundana, sin caer en absoluto en moralinas pobres o falsas o en intelectualismos de tres al cuarto.



Para no extender demasiado esta reseña me centraré en tres puntos que creo son relevantes. Por una parte hallamos la morada, la casa a orillas del mar que la protagonista alquila, pese a las reticencias del responsable de la inmobiliaria por la presencia de, según él, "fantasmas". La situación de la misma, la presencia de las aleteantes gaviotas, del horizonte acuático y el aire puro, aunque cargado de humedad, son los elementos que fraguan el entorno en el que transcurre la acción. La casa y su enclave son concomitantes con la existencia, algo solitaria, individual (pese a que la señora Muir trae consigo a su hija y su criada) y libre que busca, o que ya posee, el personaje de Tierney. El énfasis en este maridaje no es banal; si modificamos el terreno de la trama, si lo trasladamos a una ciudad, por ejemplo, cambiaría toda la búsqueda personal, toda la magia que anida en esa consigna que ella persigue. Por tanto, "La gaviota" abre, permite y expande lo que Muir pretende: verse, tenerse y sentirse a sí misma.

Por otra parte, desde luego, está la relación que se establece entre ella y el capitán Gregg. Pero, es claro, no se trata de una relación amorosa convencional. Gregg, como tal, no existe, o mejor, existe siempre, o sólo, cuando ella quiere que lo haga. Más que un amante (metafísico), un amor platónico o un ser por quien sentir afecto o pasión, la señora Muir percibe en él un capitán, un capitán que abandona las aguas y los mares para tratar de dirigir la nave ontológica que Tierney interpreta. Le cambia sus costumbres, su lenguaje, sus modales y hasta su nombre, y no lo hace por amor, sino porque con ello está endureciendo su espíritu, su personalidad, está mutando y transformándose en una mujer verdadera. Gregg (que es como decir, si se quiere, una fuerza propia del personaje femenino abstraída en la figura del capitán) reorienta a Muir de forma que ésta alcanza la madureza y la templanza necesaria. La vida real, es decir, la 'otra' vida real, acabará por reemplazar estas "enseñanzas", devolviendo a la señora Muir su debilidad, su endeblez psíquica, y no por abrirse a esa vida o ese mundo exterior, sino por hacerlo olvidando, postergando o abandonando lo que el capitán (ella misma, repetimos) había obrado en su fuero interno.



La relación amorosa entre ambos, que existe y es intensa aunque carente de contacto físico alguno (o quizá lo sea gracias a ello) es especial, naturalmente. Se trata de un amor más allá de todo tiempo y espacio, un cariño mutuo engendrado por un apego hacia el otro, situado en una dimensión siempre inalcanzable. Es, tal vez, el amor al que están destinadas, en vida, ciertas personas, un amor arquetípico, desgarrante por su imposible realización final en el mundo de los sentidos, aunque agudo y apasionado como sólo un amor imposible es capaz de serlo. La señora Muir es, justamente, una de esas personas. Ella trata de amar en el mundo de los vivos, pero medran a su alrededor seres que no desean más que su mismo provecho (por ejemplo las "arpías" y el desgraciado "Tío Nely", magistralmente interpretado por George Sanders...). Sólo cuando cede, ya al final de su vida, cuando sus fuerzas fallan y pierde una vida, entra en la otra, la que ella, y nosotros, esperábamos por fin. Esperamos y deseamos que Muir muera, para que viva, para que logre amar, por fin, en el plano y el contexto que le corresponde.

Julián Marías lo ha expresado de esta forma:

"La película de Mankiewicz es, sin embargo, una película sobre las palabras, sobre su fuerza, su capacidad de encantamiento, de persuasión, también de instigación, de seducción y de enamoramiento. No sólo trata de eso, pero sin duda trata también de eso (...) El fantasma y la señora Muir no es un mero cuento de hadas ni un mero cuento de fantasmas; y aunque su director, Joseph Mankiewicz, la considerara una obra temprana y de aprendizaje, al hacerlo logró la película que en mi opinión ha llegado más lejos en algo a lo que ni el cine ni la literatura se han atrevido a menudo: la abolición del tiempo, la visión del futuro como pasado y del pasado como futuro, la reconciliación con los muertos y el deseo sereno e íntimo de ser por fin uno de ellos".



El último aspecto que quería destacar es la soledad. El primado de este sentimiento, de esta sensación y esta forma de ser, es lo que lleva a Muir a edificar el entramado imaginario/real del capitán Gregg. Ella conoce, disfuta y se mece al batir de la soledad en "La Gaviota", pero el régimen de una soledad extrema es insoportable. La solución puede ser recrear la existencia de una personalidad inexistente (los niños "inventan" entes similares para su propio crecimiento y bienestar enmedio de un entorno solitario, por eventual que sea) que cubra cierto vacío interior, o una necesidad no saciada (como es este caso). Pero la soledad no es la enemiga; nunca lo ha sido, en verdad. Pese al amor hacia los demás nuestra soledad, bien vivida, bien llevada y lejos de radicales extremos, cultiva aquello que somos para que crezca un fruto invencible e, incluso, inmortal. El personaje de Gene Tierney afirma admirablemente con las siguientes palabras lo que significa, en verdad, la soledad:

"A veces te sientes más sola con otras personas que cuando estás sola de verdad. Por mucho que las quieras".

No es éste un epitafio triste, pese a su apariencia. Tampoco lo es el de la película de Mankievich. La soledad y la compañía, la tierra y el mar, la noche y el día, y desde luego la vida y la muerte, no son más que realidades ambidextras y complementarias. No forman, unas, lo deseable, y otras, lo desdeñable. Antes bien, todas componen un corpus de realidad al que nos sujetamos antes, durante y después de existir. Es, de hecho, nuestra prerrogativa como seres humanos. Aprovechémosla, porque tan sólo tenemos, como el capitán Gregg aseguró, "toda la eternidad a nuestra disposición".

12 de marzo de 2009

Caminata nocturna



Deambular por la montaña, por los valles o estepas, praderas o páramos, campos y colinas, caminar, en fin, rodeado por todo aquello que un día fuimos (lo que una vez vimos como una amiga, una madre, una amante, y hoy sólo como una enemiga a batir, una empresa que es necesario rentabilizar, un entorno que es menester transformar...) proporciona, de ordinario, un estado de paz interior y congratulada satisfacción; tal vez por conectarnos, en efecto, a lo que fuimos antaño, a aquello que aún nos llama, y también aquello a lo que, por mucho que huyamos, estamos destinados a volver algún día.

Hallar de día esa conexión, fácilmente alcanzable a poco que trabajen nuestros sistemas perceptivos, es fascinante. Pero si uno tiene suerte y puede escapar hasta allí de noche, una vez callan los vehículos, las motosierras, inclusive los caninos guardianes de hogares opulentos, tal vez comprenda que penetra en un mundo nuevo; porque si bien nos puede ser un paraje conocido, la oscuridad preña y adorna el ambiente hasta volverlo irreconocible. Y si la Luna ilumina, con tez redonda y amarilla, el sendero, y unas nubes desagarradas amplifican dicha luz entonces puede que creas, que creamos, haber entrado en un universo distinto. La huida del Sol nos permite estos juegos; y, si uno quiere divertirse, hay que aprovecharlos.

Si el territorio está aislado cabe equiparse con un buen báculo de ermitaño (o de peregrino), protección útil contra visitantes inesperados (o indeseables) en casos extremos; nos ayudará, también, en nuestro brincar por riscos y tajos entre barrancos, y con él podemos apoyarnos en circunstancias adversas. Pero desechad, se os ruega, las linternas, focos y demás aparatejos eléctricos productores de haces de luz; la luz sólo debe proceder de astros y estrellas, so pena de romper, para siempre, el hechizo que la madre teje cada noche.

Imaginemos que llegamos allí (allí, dondequiera que sea, dondequiera que queráis). Apagamos los faros y el motor de ese coche nuestro, querido, vejete, pero cuya presencia allá arriba, allá abajo, parece inadecuada. Así que, ya, nos adentramos por el camino (si lo hay; los más osados, o temerarios, crearán el suyo propio). Poco a poco nos percatamos, primero, del mutismo. En condiciones diurnas se aprecia, se anhela, se busca y se absorbe. En las nocturnas penetra como un cuchillo en carne fresca, hasta tu mismo fondo. Te sacude, te impacta, y después te aterra. Oyes como vive a tu alrededor, como alcanza una existencia cercenada en la ciudad. Lo disfrutas, sí, pero enseguida te pones en marcha, sigues avanzando para que no sea tan profundo, para que su paradigmática afonía no te envuelva hasta enloquecer.

El reposo del ruido agrava todo sonido ajeno a tus propias pasos. Si el viento está en calma, cualquier leve rumor de ramas, cualquier crujido detrás de ti, toda la sinfonía callada interpretada allende tus límites se convierte en una amenazadora, y maligna, presencia, orgánica, animal o humana. Recuerdas viejos relatos de persecuciones en bosques, de muertes y horribles crímenes perpetrados por extrañas y espeluznantes criaturas de la noche, y te estremeces, temiendo que algo así pueda sucederte. Todo nace, y muere, en la imaginación, desde luego, pero su ontología parece más que real. Es la noche, la oscuridad, el aislamiento y la sensación de vulnerabilidad. Espanta, por supuesto, pero es tan estimulante y excitante como el mismo frío nocturno.

Dejas atrás el miedo y, entonces, surge la magia, aunque ha estado todo el tiempo a tu lado. Reposas en el tocón rocoso, echas un vistazo al cielo, un viejo amigo con historias siempre novedosas, y admiras la brumosa luz lunar, que pugna por inundarlo todo sumergida aún en las cortinas nubosas. No demasiado, pero lamentas no tener a nadie al lado para que vea, sienta y perciba todo aquello. Nutrirse en soledad suele ser beneficioso, pero hay platos que precisan ser compartidos, bocado a bocado.

Pero, piensas, ¿alguien querrá hacerlo, alguien querrá adentrarse en sitios oscuros, remotos y mudos sin nada ni nadie a quien encontrar, nada más que lo de arriba, que titila y brilla, lo de abajo, aquello que supura vida, y, poco o mucho, todo lo que halles en ti mismo?

Crees que no. O quizá sí. Quizá estén ahí, allí, aquí, esperando el momento, el toque de diana. Puede que un día vengan, o vayas. Tal vez la llamada, y la reunión, no tarde en ser una realidad .

(Fotografía de Laurent Laveder)

6 de marzo de 2009

El árbol



Nuestros antepasados más primitivos (hace algunos millones de años) solían balancearse y columpiarse de rama en rama, persiguiéndose, jugando, en ocasiones por diversión, otras por necesidad. A veces tales volteretas concluían dramáticamente, con un accidente, un miembro roto, o incluso con la misma muerte, si la suerte no era propicia. Pese a estos peligros, algunos aseguran que esta actividad arborícola de los primitivos humanos fue clave para desarrollarnos como tales. Según Carl Sagan, "el intelecto humano lo debe esencialmente todo a los millones de años que nuestros antecesores pasaron colgados en solitario de los árboles".

Tal vez por ello, por la ayuda desinteresada que los árboles nos brindaron en tiempos remotísimos, con sus troncos, copas, ramas y tallos, les tenemos tanto aprecio. Sentimos algo especial cuando nos hallamos cerca de ellos, un sentimiento de gratitud, de bienestar; tal vez esos espontáneos y amorosos abrazos que algunos de nosotros prodigamos a los árboles tengan una explicación más prosaica, aunque no por ello menos impresionante, de lo que imaginamos: quizá no sea sólo porque nos parecen bonitos o elegantes, sino porque esos apretones afectuosos son, además, rememoraciones de antiguas siestas que realizamos abrazados al tronco de nuestros hermanos vegetales, mucho antes de Cristo, de Buda, de la ciencia y del lenguaje.

¿Quién no ha experimentado un gozo inenarrable cuando, recostado sobre el vertical cuerpo de un árbol, ha leído un libro, reído junto a una buena compañía, o contemplado, tan sólo, el paisaje que nos rodeaba? ¿Quién no ha percibido algo mágico en ese momento, casi un instante de comunión mística con esa floresta embriagante? ¿Quién ha podido evitar, entonces, el pensamiento de que había tomado contacto con 'Dios'?

Algunas de mis mejores vivencias las pasé bajo (o encima de) un árbol. Había, en el pedazo de tierra que mi abuelo trabajaba junto a la playa, una higuera baja a la que, de pequeño, me subía para sentirme mayor a los demás, mayor a los propios mayores. Me acuerdo de las paellas a la luz de un sol poderoso, del olor a madera quemada y de aquellas vistas desde mi atalaya vegetal, a modo de rey diminuto sentado en un trono de madera. También bajo la sombra de un árbol decidí, hace más de una década, abandonar el instituto tras (otro) fracaso académico y entrar a faenar en una fábrica. Aquel día persiste en mi memoria como si fuese hoy, y marcó a fuego todo lo que vendría después. De no haber existido, si no hubiese invocado al árbol, a un amigo espiritual y a mí mismo bajo la copa del primero, lo más probable es que estas palabras jamás hubieran tenido lugar. A los pies de los pinos he dormido al raso miles de veces, desde luego. Un cielo despejado, visto a través de sus ramas raquíticas movidas por el viento, es uno de los regalos más valioso que cabe hacerse. En más de una ocasión me he refugiado de un repentino chaparrón bajo la frondosa copa de los pinos, y también más de dos veces los árboles han actuado como auxiliares para otear algún horizonte a una altura desde la que poder orientar nuestros próximos pasos.

Claro que los árboles también ofrecen algún peligro; ciertas ramas y brazos no son tan resistentes como crees, y puedes acabar por los suelos tras trepar a sus frágiles extremidades. En un día de mucho calor recosté mi espalda sobre un tronco de pino antiguo, abierto y lleno de agujeros. Me adormecí un instante, cerré los ojos y enseguida noté un cosquilleo que me recorría los brazos y las piernas. Miré y eran hormigas, rojas y pequeñas, y con mandíbulas intimidantes... Me picaron varias veces, desde luego (dí saltos como un loco manoteando sin parar, tratando de quitarme de encimas aquellas 'bestias'; la escena tuvo que ser graciosa, vista desde lejos...), y acabé dolorido y con algo de fiebre. Pero esos contratiempos son minucias sin importancia.

Parece ser que los sueños en los que creemos caer desde una cierta distancia, y en los que nos despertamos tras un repentino y brusco movimiento de miembros, son reliquias de mecanismos de atención que poseía nuestro cerebro cuando solíamos dormir acurrucados en los árboles, y cuya función era evitar precisamente dichas caídas. Estamos, por tanto, aún unidos a los árboles, de manera muy profunda. Los recordamos como un hábitat, un marco físico en el que nos hicimos (o dimos los primeros pasos para llegar a ser) humanos. Además, hay estrechas alianzas entre ellos y nosotros: nosotros exalamos dióxido de carbono, que ellos recogen y que, junto a la luz solar, emplean para su crecimiento; y ellos exhalan oxígeno, que nosotros empleamos para respirar y sobrevivir. Utilizamos, pues, lo que ellos desechan, y viceversa.

Le damos vida al árbol, y él nos la brinda a nosotros. Quien quema, tala, desprecia o elimina un árbol, sin saberlo está, en realidad, matándose a sí mismo.