30 de mayo de 2009

'Northern Exposure' (Doctor en Alaska): episodio 3x16, "Los tres amigos"



Escapada. Andanza. Correría. Salida. Despedida... Aventura.
Riesgo. Osadía. Imprudencia. Insensatez. Locura... Existencia.



El volante quema las manos. O, quizá, son éstas las quienes queman aquel. En todo caso, urge salir. Urge apretar el acelerador, inyectar gasolina en el carburador y arrancar. Moverse. Nacer. Ir allí.

El motivo nos es indiferente. Siempre (o nunca) lo hay. Está en potencia, como una posibilidad, mas no como certidumbre. Lo que cuenta es el deseo, la necesidad. La huida hacia allá. Eso siempre se respira, está en acto, como envolviéndonos, por tiempo infinito.



Durante el camino abundan los momentos de reflexión. Ante el fuego, sobre la nieve, mientras avanzas, cuando dispones la manta y la almohada... Suele asaltar entonces, sobretodo si son ya algunos los años que llevamos encima, la nostalgia, una melancolía (exenta de tristeza) por los tiempos previos vividos: de unión, amistad, separación, olvido, muerte y renacer. Preguntas acerca de por qué no se hizo tal, por qué hubo de suceder cual... por qué las cosas no se arreglaron a tiempo, cuando éste todavía existía. No hay reproches, sólo cuestiones que murieron sin poder resolverse. Y anhelas volver atrás, retrasar el devenir, para cambiar el curso de las cosas, para hacerlo bien, para evitar la derrota y el fracaso. Pero la rueda nunca para, desde luego, y no hay vuelta atrás.



"-Dormí como un bebé bajo un manto de estrellas...". "-Sí, nada como una noche al raso para sacudirte las pitañas de la civilización". Quien no ha probado a cerrar los ojos sin techo alguno por encima de su rostro desconoce su propia historia. Desconoce dónde partió. Y, en consecuencia, hacia dónde va. Cambiamos las copas de los árboles por toneladas de cemento; ramas que traslucían estrellas por ventanas que las oscurecen; vientos y ventiscas que hielan la sangre y endurecen rostros y espíritus por confortables sistemas de calefacción. Perdimos perspectiva; nos perdimos nosotros mismos. Sólo en el regreso al hogar nos reencontraremos con lo que somos.



La Aventura conlleva luces y sombras. Alegrías y desdichas. Sublimes momentos de locura, de enajenación mental radical, en donde conspira el Cosmos entero para mancillar tus ilusiones, y otros en donde la satisfacción y la dicha abruman por la perfecta ofrenda que se presenta ante ti. Sin solución de continuidad, el júbilo y la aflicción se dan la mano. Nos pueden apalizar, podemos perder el rastro del camino, llegar a un destino no previsto, abroncar sin descanso al compañero, incluso desear estar a miles de kilómetros de allí, perder de vista lo hecho y dicho. Y, sin embargo, son los instantes de tristeza, de amargura, de rabia e impotencia, los que dan valor al viaje. Conforman un universo de sensaciones y recuerdos inigualable. Mientras los ratos buenos se diluyen de la memoria como pintura en un estanque, los desagradables se convierten en la médula de la Aventura, la sustancia de la que aquella toma forma, y por la que será siempre recordada, y estimada.



Maurice y Holling sabían que debían hacerlo. La excusa fue la muerte de su amigo. Pero podría haber sido cualquier otra. Recordemos que el motivo no importa. Lo que cuenta es desear. El anhelo, un ansia que recorre el espinazo y nos lleva a recorrer kilómetros de "lodazales en pendiente, con riscos enormes, tajos y desmontes a uno y otro lado". Como animales, como salvajes domesticados por la urbe, la sociedad y la sociabilidad, los dos amigos emprenden la huida, para encontrarse cara a cara con sí mismos. El tercer amigo no descansa en una caja, porque el tercer amigo ya no es tal; perdió su condición al morir. "The three amigos" narra la aventura de Maurice y Holling, sí, pero no de Bill, que apenas importa ya (ni para su ex-esposa, ni para los que fueron sus amigos, ni para nadie, en realidad). La tercera figura, la que completa la tríada, no tiene más esencia o nombre que nuestra querida Madre. Ella es la amiga. No hay otra, ni jamás la hubo.



La Aventura llega, ya, a su fin con una lírica y armónica pieza del gran Willie Nelson, "Hands on the wheel", que invita a un "regreso al hogar", pero no tanto el que esperamos a nuestra vuelta a la "civilización", sino como el que, como siempre decimos, sigue aguardando allá, en la espesura, presto para el próximo encuentro. Porque nosotros, como Maurice y Holling, no dejamos atrás el mundo para penetrar en la naturaleza, sino que abandonamos la ciudad para entrar en el mundo, el único que existe, el único que cuenta.

Como lobos esteparios que surcan tierras yermas o heladas, tundras o bosques, buscando su sitio en el mundo, buscando el mismo mundo, y aullando mientras corren, como ellos, nosotros lanzamos el anzuelo al río del tiempo. Somos como Buck, perro domesticado que se vuelve salvaje, o Colmillo Blanco, lobo salvaje que acabó siendo domesticado. Caminamos, descubrimos y nos aventuramos hacia lo que desconocemos, para tomar parte de la vida, para estar vivos, y en el transcurrir de la misma nos transformamos, nos convertimos en lo que no éramos, y somos lo que nunca soñamos que seríamos. Pero, cuidado, porque la vida puede perecer, puede morir cuando dejamos de interesarnos por lo que (y por los que) nos rodean, cuando la indiferencia y la apatía se instalan en nuestro hogar, cuando miramos al mundo como si ya no nos pudiese brindar nada más, como si ya todo estuviese visto y revisto, vivido y disfrutado. Buck y Colmillo Blanco saturan su vida de sensaciones, mutan, y se elevan sobre sí mismos. No limitan su existencia a lo que son, sino que abarcan lo que a priori no les es dado. Lo buscan, lo persiguen. Y, finalmente, lo logran. El "qué", cómo llenamos la vida, y con quiénes, ya es decisión nuestra.



Maurice, Holling... y Ella. Un trío perfecto, compenetrado, complejo y vital. Los dos primeros ya desean verla otra vez, sentir que entran de nuevo en sus dominios. Ella, también, ya les aguarda, ansiosa, abierta... Se acerca, pues, la reunión entre los tres Amigos. Por cierto, nosotros, todos nosotros, también estamos invitados. Quién no acuda a la cita ya sabe lo que es...

20 de mayo de 2009

La ermita



Tras las brumas matinales el sol, al poco de nacer, empieza a desgastar las nubes bajas gracias al efecto de sus brillantes fotones. Comienza, también, el canturreo de aves invisibles y, abajo, mezclado con el rumor de motores, se oyen voces y risas de seres extraños. La ermita despierta, somnolienta aún, agradeciendo el frescor nocturno. Sus blancas paredes, reformadas varias veces aunque con roca madre alzada allá por 1460, no traslucen su historia; no hablan de la infinidad de individuos que han orado dentro o en sus alrededores, la caterva de curiosos que se le han acercado, los brutos y desagradecidos que han ensuciado, pintarrajeado u orinado en sus tabiques, o la turba de adolescentes que han hollado sus muros externos mientras caía la noche, a la búsqueda del primer beso o, quizá, de la consumación del acto lúbrico.

El calvario del camino principal, que da acceso a la ermita, parece marcar un valle de lágrimas, el martirio en vida que todos debemos padecer. Sin embargo, allá arriba no se aprecia malestar alguno, mortificación divina o tristeza terranal. Más bien al contrario; emerge, y embarga, el sentimiento de plenitud, de gozo, de éxtasis, si bien no religioso, ni piadoso, sino secular y mundano.

La mesa es un bloque rectangular de hormigón armado; en su superficie conviven agujas de pino, hojas, algún insecto despistado y boñigas de pájaros indiscretos. Una sinfonía de sonidos, agudos todos ellos, distintos pero continuadores de un patrón desconocido, son audibles justo por encima nuestro. En ocasiones cesan de improviso, todos a una, como si coincidieran en dedicar unos instantes a la reflexión antes de continuar la conversación. Entonces sólo se percibe el tintineo del campanario, que anuncia el paso de un tiempo inaprensible. A lo lejos, como fuera del mundo, ves cierto ajetreo: camiones pesados que arrastran tonelajes de rocas y residuos; palas gigantescas que excavan la tierra, y pequeños individuos que corretean de un lugar a otro, señalando, dirigiendo, destruyendo...

Un algarrobo brinda algo de sombra cuando la luz del mediodía castiga la piel. La ermita empieza a sudar. Justo detrás mío hay un tapiz de hierbas idóneo para dejarse caer en él y, cerrando los ojos, contemplar y contemplarse, sentir y sentirse. Pero no puedo; he de regresar. Por suerte, dentro de poco ya no será necesario. No habrá que volver a ninguna parte, porque tu casa estará justo a tu lado, vayas adonde vayas.

No obstante, ahora he de irme. Porque, además, parece que alguien llega. Puede que sea ella. Ella, sea quien sea, le llamen como le llamen, viva donde y como sea. Ella, a quien, pese a todo, aún aguardo. Una mirada, una sonrisa, y todo hecho. Mas... no, no es nadie. Creí que existía, que se acercaba, pero era, pobre, un simple perro callejero. Solo, perdido y abandonado... La partida ha empezado. Yo he de seguir por donde vine. Y continuar como hasta ahora. ¿Solo, perdido, abandonado? Sea, si ése debe ser mi suerte.

Alea iacta est.

(Fotografía de Tonio Castells)

15 de mayo de 2009

Bestiario de amigos



En realidad puede que ellos, y ellas, no me tengan como amigo; pero sin duda yo los percibo, y aprecio, como tales. Incluso, más que amigos, podría hablar de hermanos y hermanos, primos lejanos y familiares desconocidos, pero de cuyos vínculos sanguíneos me siento afortunado, y honrado. De hecho, ya lo sostienen ahora los biólogos, y lo presentían poetas y místicos de todo tiempo y lugar: la vida, por sublime o insignificante que nos parezca, tanto la que se arrastra en forma de babosa o la que cruza elegante la sabana como leona en busca de presa, guarda un sustrato común, un compañerismo de estructuras y funciones. Pese a sus variaciones, pese a su diversidad aún no agotada, el aliento que estimula a un petirrojo, un sapo, una avispa, una bacteria o un hombre posee un mismo origen, y nos convierte a todos, a ellos y a nosotros, en cofrades, en colegas de lo vivo.

Mis amigos, ellos, los de allá fuera, no suelen exigirme nada. No piden, nunca, nada a cambio de su amistad, bien porque no pueden, bien porque no se les ocurriría hacerlo. Sólo están a mi lado, y comparten espacio, tiempo y sintonía comigo, aunque vayan siempre a su aire, por mucho que me inmiscuya en sus vidas, aunque les ayude, aunque los fastidie. Unos creen que es por desinterés, por apatía, por incompatibilidad de "intelectos", pero se debe, como sabemos nosotros, a que entienden lo que significa ser amigos: hablar, manifestarse, hacerse notar, en definitiva, sólo cuando es necesario. Y, el tiempo restante, compañía silenciosa, fidelidad independiente, lealtad metafísica.

Así son ellos, y ellas, pero detallemos un poco más. En primer lugar, por tamaño, proximidad animal y cariño ancestral, mencionaré a esas criaturas peludas, domesticadas o no, que podemos encontrar de ordinario a pies de los humanes. Felinas o cánidas, nos acompañan a muchos de nosotros en nuestro devenir, haciéndolo más llevadero, agradable y rico. Del ala gatuna no es pertinente hablar aquí (merecen notas aparte... ¿pero qué digo?, ¡libros enteros!). Y del clan de los chuchos, dejo constancia, por ahora, de mi admiración por esos gigantes, inteligentes y serenos perrazos como los pastores, labradores, san Bernardos y huskies, entre otros pelajes similares. De ojos sagaces, saben cuando señalar peligro, cuando callar, cuando se les necesita y en qué momento intervenir. Lo más parecido a un humano; pero menos arrogante, más sincero y de mayor catadura moral y espiritual. Un tesoro, para quien sepa disfrutarlo. No quiero olvidar, desde luego, a otros mamíferos: conejos, jabalís, alguna rabosa, incluso ratas y ratones (a quienes mi amiga felina suele atrapar con donaire inigualable) y murciélagos, alados y fantasmagóricos seres que dotan a la noche de su encanto especial.

Pasemos a anfibios y reptiles. Las serpientes seducen como casi ningún otro animal. Su ondulante serpenteo por los polvorientos caminos, su oculta presencia entre matorrales, su leyenda mitológica, su majestuosa fuerza... por no hablar de su peligro, don natural tan letal en ocasiones como salvador en otras. Misterio puro, hecho biología. Y qué decir de las ranas y sapos, permanentemente húmedos (por su hábitat, que no se me despiste nadie...), croando con esos guturales y profundos sonidos que rompen las horas nocturnas y cálidas de meses de tiempo benigno.

De las aves pasaré de puntillas, pues no puedo hacerles justicia alguna aquí. Sólo mencionaré dos ejemplos paradigmáticos: primero, las águilas, o los halcones, forma absoluta de libertad, escrutando desde las alturas y planeando con su aerodinámico vuelo, cadencioso, insuperable; cómo las envidiamos los pobres que sólo podemos hallar la tierra firme y soñamos con el dominio de las corrientes y el control de la gravedad. Y, segundo, por supuesto, los búhos, maravillas de la noche muda que abren el silencio con sus ululares, remitiendo a imágenes de castillos encantados y condes chupasangre. Sus ojos amarillos, enormes, parecen examinar el corazón de almas nocturnas y nos recuerdan los muchos enigmas que las horas de tinieblas aún encierran.

Y cerraré este breve bestiario animal con los insectos, reino inabarcable y múltiple, fascinante para unos, repugnante para otros. Hablemos de las hormigas: criaturas, en singular, torpes hasta la mayor estupidez, pero turba indomable cuando grupo unido, eficientes e invencibles. Me hago a un lado, o levanto el pie, cuando encuentro esas densas hileras de hormigas desfilando en línea recta, siempre a la menor distancia posible entre origen y destino. Y, a veces, paso largos ratos siguiendo sus evoluciones tras un pedazo de magdalena que me cayó al suelo, o al desmenuzar un pequeño insecto volador que, accidentalmente, halló la muerte en mi porche. Es un espectáculo relajante, instructivo y gracioso, nada mejor para terminar el dia. A las arañas, por su parte, las dejo anidar tranquilamente en mis habitaciones; corretean con sus ocho patas en pos de buenos enclaves entre las esquinas, elaboran sus telas de acero y adornan los altos con ellas. Una mujer obsesa por la limpieza de inmediato acabaría con sus construcciones a escobazos, pero yo prefiero verlas, o presentirlas, allá arriba. Las abejas, por último, me abruman y me dejan perplejo, ante el ritual de movimientos, oscilaciones, bailes y danzares de que hacen gala. Su función es vital, su importancia capital, los frutos de su trabajo, sabrosos y nutritivos, nos benefician, alargando y enriqueciendo nuestro vida. Y, sin embargo, casi siempre salgo de nuestro encuentro cariacontecido, triste y herido: parecen oler algo raro en mí, me perciben, o como una amenaza, o como un caramelo, pero en todo caso la picadura final (con la pertinente defunción del animal) es un patrón habitual. A veces me inoculan en la testa, otras en pies y manos, puede que hasta penetren en las posaderas y dejen constancia allí de su rabia por mi conducta hacia ellas. No les guardo rencor alguno; al contrario, veo dichos rifirrafes como una especie de conducta amorosa hacia mí, y aunque temo el próximo picotazo, también lo deseo, hasta cierto punto. Acepto críticas por masoquismo, desde luego...

El mero perfil de una montaña, el curso de un pequeño río, las dunas de una playa, incluso nuestras calles, limpiadas de alimañas, y los campos, convenientemente rociados con pesticidas, conservan trazas de este muestrario biológico. Hacia lo alto, bajo la tierra, en el interior de rocas, en las aguas, junto a nuestra cocina, o en la palma de la mano si queremos. Ningún planeta conocido hasta ahora, y los puede haber a millones (quizá a billones) dispone de nada similar. Ni el más mínimo rastro de algo vivo. El milagro está aquí, a nuestro alrededor. Y, pese a todo, aún persiste.

4 de mayo de 2009

Epístolas sin destinatario



Hubo un día en que quise ser cartero. Estudié para ello, aprobé la oposición y, por poco, no acabo convirtiéndome en tal. No había, por entonces, alternativas que estimularan, opciones ante las que elegir, ni destinos a los que acudir. La escritura persistía como anhelo, y llamada, y conseguía hechizar, pero la razón instaba a conseguir algo más sólido, más estable, algo para toda la vida. Debía ser cartero, porque no servía (ni sirvo) para nada más.

El oficio tenía, bajo la óptica idealista, elementos seductores. En primer lugar estaba el cometido social, el papel a jugar en la trasmisión e intercambio de información, sentimientos, alegrías y desdichas, que aquellos paquetes postales contenían. Yo era el mensajero, el Hermes de las palabras, acarreando un fajo de folios destinados, quizá, a cambiar la vida de sus destinatarios. Además, recorrería la ciudad (o, mejor aún, los pueblos) a pie, atravesando avenidas, descubriendo calles y corredores desconocidos, ampliando la urbe bajo mis botas. Vaciaría la saca de buena mañana, mientras aún dormía el grueso de la muchedumbre, cargando el carro hasta los topes. E iniciaría, poco después, el itinerario marcado hasta depositar la última carta en su casillero. Un trabajo sencillo, placentero y solitario, sin superiores a los que rendir pleitesía hipócrita ni sonrisas forzadas.

Si no soy un porteador de misivas entre individuos anónimos, si no acarreo pesadas losas de papel escrito e impreso es, sencillamente, porque la llamada nunca se hizo. No fui elegido, no me sumaron a la lista, y con ello, el tráfico epistolar que ansiaba transportar fue relegado al olvido. Creo que fue para bien, visto con la distancia (soy pésimo recordando nombres de calles, no sé ni cómo se denominan las que encuadran mi barrio, y tampoco creo que pudiese haber durado mucho tiempo, dada la competencia o el amiguismo). Cuando, hoy, veo a los carteros peregrinando a lo largo y ancho de la ciudad (algunos ya motorizados, para denostación de su profesión), no me invade un sentimiento de envidia, sino de cierta indiferencia. Ése ya no es mi camino, si es que lo fue alguna vez. Perdí el tren; ni él paró por mí, ni yo me apresuré a subir de un salto. Algo debió impedírmelo.

Hoy el correo ha perdido su encanto. Abrimos el electrónico y nos inundan con porquería publicitaria, mensajes impersonales y fríos; bajamos al buzón y sólo recogemos (vaya, recogen...) facturas, sobres de entidades bancarias, propaganda electoral y, si tenemos suerte, algo realmente emocionante como un catálogo editorial o una revista de decoración. Nada de misivas de amistades antiguas, o amores perdidos. Nada de la riqueza epistolar de antaño, nada de palabras, nada de sentimientos; sólo datos, cifras, doctrinas, reclamos y falsedades. Casi mejor, pues, no ser medio de transmisión de tan pobre paquete emocional y humano.

Los diarios son epístolas dirigidas a nosotros mismos. Hoy no tienen entidad, mañana son un tesoro. Quien lleva ese recuento personal de los días, el trasunto escrito de nuestras vidas, sabe que el destinatario es el futuro. El nuestro. Escribimos los quehaceres cotidianos, reseñas de libros, apuntes, recordatorios, reflejamos deseos, amores y odios, llenamos páginas y más páginas con sangre que mana desde muy adentro, y al fin de cada día ansiamos que llegue la noche siguiente para volver a plasmar lo que significa para nosotros vivir. Y pensamos, con felicidad (o con pánico), qué será de nosotros a los ochenta, cuando abramos esa hoja amarillenta con los caracteres de nuestra juventud y releamos lo que hicimos, lo que sentimos y lo que fuimos. Mi mayor fortuna, más allá de mí mismo, son esas dos decenas de cuadernos que yacen en la balda del estante. Si el hogar sufriera un incendio, dichas cuartillas sería lo que único que desearía en verdad salvar de las llamas (aparte de mis padres, desde luego...).

Los diarios son, pues, cartas que no tienen receptor real en la actualidad. Aún está por llegar, por existir. Como las botellas lanzadas al mar del extravío, en cuyo mensaje interior figura un texto para alguien que, tal vez, lo lea al morir su autor, nosotros, los que redactamos un diario, también sabemos que habremos muerto al abrirlo de nuevo en el porvenir lejano. Ya no seremos lo que somos, ya no existiremos como ahora. Seremos, siendo nosotros, otros. Quizá tan radicalmente distintos que ni nos reconoceremos. Vértigo hacia lo que somos hoy, y hacia lo que podemos llegar a ser. Una carta abierta a nuestra propia eternidad.

(Imagen: "Communiqué", álbum de Dire Straits [1979], detalle de la portada)