13 de enero de 2011

"Lost and found" (perdido y encontrado)



¡Qué extraña situación! Se fue sólo para unos pocos días, abandonó el nido materno apenas un abrir y cerrar de ojos, pero a causa de una concatenación de circunstancias y hechos desfavorables, increíblemente absurdos y sin relevancia ninguna, algunos creyeron que ya no regresaría nunca más. A largo de unos instantes de aterradora y convincente realidad le consideraron ausente, es decir, muerto, desaparecido para siempre, sospecharon que la había palmado, o que, en el mejor de los casos, se había abierto el cráneo en el fondo de un barranco... y yacía inconsciente a la espera del rescate.

Unos salieron en su busca como si fuera un perrito perdido en el bosque, desvalido, inválido, aturdido por la soledad, la foresta y el aislamiento; examinaron cada palmo de terreno entre la ciudad y el monte, esperando divisar las marcas de neumáticos, captar el olor del gasóleo quemado, descubrir alguna señal que indicara que "él" había estado allí, y tratando de adivinar dónde se ocultaría entonces, en la noche profunda; los teléfonos no se pusieron de acuerdo: unos llamaban a destiempo, otros habían cerrado por vacaciones, y los que estaban disponibles no eran recordados; hubo quienes lloraron su extravío eterno, y cavilaron cómo sería su existencia sin la presencia de la suya, imaginando un panorama gris de aburrimiento y hastío en su devenir diario; se pusieron en contacto personas distantes, se acordó un plan para tratar de comunicarse con el "fugado", quien mantenía un espeso silencio, y se armaron los preparativos con el fin de iniciar una "caza y captura" que, o bien revelaba el paradero del sujeto en cuestión, o bien dilucidaba definitivamente su fallecimiento. La hora prevista: las siete de la mañana.

Mientras tanto, ausente, perdido (gustosa y libremente), aislado, convertido en un punto de luz blanca enmedio de las montañas otrora eternas y calladas de Forna (hoy estridentes, magulladas y acuchilladas por las bárbaras canteras), el fugitivo descansaba en un alto, a los pies del castillo, masticando sus avellanas, afrontando la delicada hermenéutica gadameriana y aventurándose en los meollos del postestructuralismo derridiano. Volteaba por el sendero, arriba y abajo, mirando, eclipsado por la belleza, sin saber quién era él y de dónde había surgido todo aquel manantial de delicadeza y perfección natural.

Más tarde saboreó el ocaso con una mágica presencia de la niña selenita, bajo cuyo rostro remoloneaba Zeus. La luz de las esferas gaseosas distantes hicieron acto de aparición, y sin otras en un millón de kilómetros a la redonda, el banquete fue puesto sobre el telar cósmico. Estaba perdido, en efecto. Ya no era él, él no era nada. Le dolía el cuello de tanto mirar hacia arriba (es decir, hacia dentro...), pero no podía detenerse, ni desviar sus ojos. No entendía nada, tampoco, ni le hacía falta, sólo sentía, embargado, transportado, huido de sí mismo, cómo aquello que le envolvía vivía dentro de sí, cómo no había distinción, ni separación, ni clasificación posible. Una misma esencia, una realidad ontológica única, una configuración existencial idéntica, en todos los sentidos.

Y, con ello, abrió los ojos (cerrando los de su interior). Recordó que no estaba solo (allí sí, pero no allá); se acordó de los otros, de que quizá trataban de saber algo de él. Y se puso en marcha. Arrancó, dejó el descansillo de hormigón sobre el que había dormido, y a las seis, mucho antes de que naciese el sol, iniciaba el viaje de regreso. Al poco lo encontraron, y él a ellos (quizá fueron "ellos" los perdidos, pensó), y las lágrimas, la desazón, y la angustia dejaron paso a sus opuestos. La comida, opípara y sensacional, fue la recompensa por la espera y la separación; los rostros, algo disgustados pero reconfortados, fueron destensándose. Y, al final de la jornada, todo volvió a ser como antes.

Excepto que, en lo más hondo del fugitivo, algo había cambiado. Allá, en la morada que había descubierto, permanecía una parte de sí mismo. Y debía recuperarla. Debía perderse de nuevo, si se quería encontrar. Y lo haría, sin duda.

El extravío es la mejor forma de saber de sí. El "Piérdete" que alguien espeta no es sólo una fórmula despectiva; es, también, una invitación al autodescubrimiento.

(Foto: El Hermitaño)