25 de marzo de 2008

A perseguir el Sol (interludio andariego)



Sabemos que partimos de Villalonga. Sabemos también que (el así llamado) destino está próximo a Almansa. Intuimos por donde transitaremos entre ambas urbes, por lo menos a grandes rasgos. Y esperamos no tardar mucho más de unos diez días (el recorrido es, naturalmente, con el único auxilio de nuestros pies, piernas, brazos y mentes). El resto, prácticamente todo, lo dejamos en manos de la sabia (y, a veces, algo maliciosa, como sabemos) Providencia.

Habrá mucho que disfrutar (seguramente también algo que sufrir, lo cual no es nada malo), momentos especiales y vivencias hoy inimaginables. Pero este tipo de viajes brindan algo que, más allá de senderos, paisajes, monumentos o gentes, es para mí especialmente valioso, algo que llevo demasiado tiempo sin degustar: se trata del placer inigualable de desconocer, por completo, dónde vas a extender el saco para dormir cada noche, cuál será el rostro del planeta al día siguiente cuando, aún dominado por la somnolencia, despiertes.

Acaba de brotar la primavera, recién nacida y ansiosa ya de vida y Aventura. Eso es, también, lo que nos espera a nosotros: Vida y aventura -son la misma cosa, en realidad-, y a todo aquel que quiera y se arriesge a buscarlo: Camino, Sol y lo que el mundo ofrezca.

Nos veremos, pronto.

19 de marzo de 2008

Alienación

"Levantarse, tomar el tranvía, cuatro horas de oficina o de fábrica, la comida, el tranvía, cuatro horas de trabajo, la comida, el sueño y lunes, martes, miércoles, jueves, viernes y sábado con el mismo ritmo es una ruta que se sigue fácilmente durante la mayor parte del tiempo. Sólo que un día se alza el «por qué» y todo comienza con esa lasitud teñida de asombro. «Comienza»: esto es importante. La lasitud está al final de los actos de una vida maquinal, pero inicia al mismo tiempo el movimiento de la conciencia. La despierta y provoca la continuación. La continuación es la vuelta inconsciente a la cadena o el despertar definitivo. Al final del despertar viene, con el tiempo, la consecuencia: suicidio o restablecimiento".

Albert Camus, "El mito de Sísifo".

12 de marzo de 2008

El arte del Caminante



Echo a andar apenas lo permite el tiempo y mis escasas obligaciones (la única, realmente obligada, vivir y saber cómo). En estos días suelo hacerlo más aún, y no sólo de cara a preparar el cuerpo para una próxima aventura andariega, sino porque la ciudad empieza a verse invadida por lo que parece un sempiterno estallido de cohetes, petardos y demás fauna explosiva, que acaba por aquejar al alma en cada calle o esquina. Es la locura habitual en tierras valencianas, la cultura ruidosa, una forma estridente de existir, para así no escucharse a uno mismo. Ante tal ambiente urbano los pies deciden ir en dirección contraria, saliendo (y, a veces, sin querer regresar) de la infestada -e infectada- metrópoli.

Pero no camino por estos motivos. El acto de andar, de pasear, merodeando por recovecos y senderos desconocidos o pisados miles de ocasiones, es una condición necesaria para conservarnos con buena salud. Se camina, o por lo menos a mí me sucede así, no por deporte, ni por motivos estéticos o de disfrute de la naturaleza, sino para lograr un estado mental y espiritual único. En eso consiste, a mi juicio, estar sano.

He transitado por un mismo camino miles de veces, y cada día es diferente, él y yo. Él, porque cambia siempre la luz, el color, la temperatura o las condiciones, aunque el aspecto sea el mismo por mucho que pase el tiempo. Yo, porque mi estado de ánimo muda también día a día, porque mi yo de ayer guarda, tan sólo, alguna similitud con mi yo de hoy, y me permite apreciar lo que hace unas horas, en el mismo sitio, no distinguí ni supe valorar.

Y ese estado mental especial al que se llega caminando parte de una premisa, el antecedente fundamental de todo paseo o caminata verdadero: el ansia de experimentar, de aventura, de descubrir o reencontrarse con lo conocido. Allí fuera está la vida, y el proceso de andar nos acerca a ella. El descubrimiento de una senda ignota, un riachuelo serpenteante entre moles de roca, un tajo enorme a tus pies o la cabaña medio derruida de un ermitaño perdida en el bosque, todo esto proporciona una especial felicidad, engrandecida por la ausencia de prisas debido a la huida que sufre el tiempo.

Y está, además, la cuestión del riesgo: a veces, un paso en falso implica caer por un barranco, golpearte y magullarte en la dura piedra o en zarzas hirientes. O quizá, ese paso en falso signifique tu muerte. No la buscamos, pero al igual que la vida, también está ahí. No hay que olvidar lo bien que te hace sentir esa perspectiva de exponerte a todo peligro que el mundo ofrezca.

Pero no todos pueden llegar a apreciar el camino de esta forma. En muchas ocasiones veo a gente mayor (la juventud no camina, sólo hace deporte en pos de un cuerpo repugnante e impuesto) que marcha a la par que habla de política, platos culinarios, o ropa para el fin de semana. Eso no es caminar; es sólo trasladarse de un lugar a otro, sin ser consciente de lo que medra a tu alrededor. No perciben nada, porque su mente está fija en pensar, en hablar y discutir. Caminar es experimentar, no reflexionar; eso vendrá después, si acaso. De ahí que Thoreau, genio y figura de los nómadas, crea que para ser capaz de vivir el arte del Caminante no baste con desearlo. En su relato Pasear, afirma:

"No hay dinero que pueda comprar el imperativo tiempo libre, la independencia y la libertad, el capital de esta profesión de andariego. Sólo la gracia de Dios lo proporcio­na. Para convertirse en un caminante hace fal­ta una dispensa directa del Cielo. Hay que na­cer en la familia de los Caminantes. 'Ambulator nascitur, non fit' ("Caminante se nace, no se hace")" .

Desconozco si pertenezco a tal familia (me he visto huérfano demasiadas veces en esta vida para creer que tengo una), pero presiento una consanguinidad con sus miembros. El lejano eco de hermanos y hermanas que me reclaman.

4 de marzo de 2008

El universo en un rompecabezas



Una imagen, el escenario de una batalla entre dos navíos del siglo XVIII descompuesta en mil pedazos, marca el inicio de la aventura.

No se trata de ir a ninguna parte, sino de permanecer quieto ante ese mosaico de pequeñas piezas revueltas y crear algo que antes no existía. Parece trivial, algo infantil, inapropiado para mentes sofisticadas y elevadas que se empapan de librotes escolásticos y kantianos; y sin embargo, ese rompecabezas naval invita a palpar sus encantos, a buscar el retrato arquetípico, buceando entre grises, negros y ocres, porque su llamada es como el retorno al cosmos puro y encantador de una época ya vencida: la de olvidar el mundo y lo que se mueve con él, desapareciendo a su vez el tiempo, verdugo de la vida. Y es una llamada poderosa.

Imbuido en el placer de un buen puzzle, estás más allá de todo, y nada existe más allá de ti. Y, poco a poco, la creación toma forma. Pero el deseo no es, no debe ser, concluir. La imagen reproducida es un calco, un simple clon de cartón, una caricatura, y así, carece de valor. Por ello, también carece de todo sentido. Como el arte, lo que cuenta es el proceso. Hay ciertos creadores que, tras un prolongado y denodado esfuerzo, destruyen su obra; sienten la necesidad del desapego, de separar arte y artista y dar sentido al mero acto de crear.

Así nosotros, una vez la aventura llegue a su fin y coloquemos la última pieza, sólo necesitamos echar un rápido vistazo a la estampa duplicada, para a continuación estrujarla, desintegrarla. Nada de marcos, nada de recuerdos siquiera, esa imagen debe morir, su destino es volver a ser, sólo, un amasijo caótico de piezas multicolor.

Y tras ello, superada la catarsis, quedaremos a la espera de otra invocación.