23 de septiembre de 2010

La gente (tres diatribas)



Luego preguntan por qué me distancio tanto de la gente. Por qué me aparto de las muchedumbres, de las multitudes, pero también de individuos particulares, en singular. ¿Será porque todos me desagradan, me repugnan, incomodan y hastían...? ¿Todos? Bien, todos no, pero sí su práctica suma. A quien le joroban los perros o las arañas habla de su desprecio hacia ellas en genérico, aunque a veces encuentre graciosas las telas y sus hacendoras o los simpáticos coleteos de un cánico juguetón. No podemos meter a todos dentro del mismo redil, pero convengamos en que la mayoría comen la misma... hierba.

Sé que es inadecuado juzgar a las personas por una única acción, pero voy a hacerlo de todos modos. Aunque peque de presuntuoso y tendencioso, aunque deba soportar algún que otro guantazo... En ocasiones uno debe sacar la malicia, la saña, y darle barra libre. En último término limitándola a estos contextos es inofensiva, porque tu ira surge de ti y nunca llegará a ellos... No hay deseo de hacer daño, sólo de dejar constancia de tu malestar. El misántropo necesita de la sociedad para cabrearse y saciar su sed de cólera, para saberse vivo, lanzando pullas a las huestes gregarias. Ése no es nuestro camino.

Con todo, ofreceremos ahora tres presentaciones humanas execrables halladas en respectivos sábados consecutivos (prometo otros tres de excelsos encuentros en un futuro próximo).

Uno: me la encontré en medio de la calle. Tiene dieciséis años, ha salido mujer, y es mi prima. Apenas la veo, por la gracia divina. Pero en ocasiones tropiezo con su figura, a medio hacer todavía. No es muy agraciada, mas con las toneladas de pintura que acumula en su rostro lo disimula bien. Se enfunda en pantalones ajustados, el escote se abre generosamente y percibes germinales señales de senos. Advierte mi presencia desde lejos, me mira de arriba abajo, sin decirme nada, y en su cara empolvada y coloreada aparece una mofa por mis pintas (pantalón corto, sandalias, camiseta de tirantes, mochila a la espalda...), desacordes con el espíritu del sábado nocturno. Le acompaña un monigote de feria cabeza de repollo, muy molón él, que la estrecha hacia sí y se enroscan ambos en una algarabía de lenguas y babas. Yo agacho la cabeza un instante, y para cuando nos encontramos, vuelvo a mirar, para saludar (es mi prima, después de todo...), pero ella pasa de largo sin decir nada, sin importarle nada, sin ser nada yo para ella. Ella, esa mocosa que ha nadado en mi piscina, jugado con mis juguetes, a la que veo todas las putas comidas de Navidad con el pelo sobre su frente, engullendo a la espera de los billetes, esa mamarracha impúber no se digna ni siquiera a cabecear para saludar a un familiar. ¿Qué clase de subnormal es? ¿No se merece que el próximo día 25 de diciembre sirva yo el puchero y se lo derrame todo muy bien sobre su testa perfumada y a la moda, y que acabe su faz desecha en una sopa caliente de arroz y garbanzos?

Dos: estaban un par de amigos, dos hermanos, debatiendo sentados tranquilamente en un banco cualquiera de un parque cualquiera de una ciudad cualquiera. Las palabras se referían a física cuántica, a proyectos literarios y a viajes futuros tras el rastro de las estrellas y los crepúsculos. Nada raro en ellos. Entonces, mientras hablaban, se acerca un cerdo pigoso, una bola de sebo tan impúber como lo es mi prima, y, con los ojos vidriosos por el porro, les pregunta a aquellos dos si estarían en disposición de luchar con uno de su pandilla, asentada en otro banco del parque y cuyos miembros miraban expectantes. Los dos hermanos responden que no, que no están nada dispuestos (lo suyo son las “luchas dialécticas”, dice uno, aunque duda que el puerco sepa qué óstias significa eso...). Entonces, cuando el animal chilla a los suyos que no habrá patadas ni puñetazos, aquellos empiezan a acercarse. Y empiezan a incordiar. Uno hace gala de sus músculos, otro les impulsa a la lucha, y el cerdito pregunta qué llevan los dos amigos en sus mochilas... Hay un momento de inseguridad, los hermanos creen que acabarán de todos modos con sus dientes en el suelo. Pero la sangre no sale de sus cuerpos. La droga no es tan fuerte, y el lerdo vigilante del parque pronto regresará. Así que abandonan la intentona, no sin antes el piggie pedir, reclamar y ordenar a los dos aturdidos amigos (“¿sois maricones?”, les suelta también) algún euro para costearse la merienda. Ante la nueva negativa, esta algo más enérgica, se despide de ellos con un “Me cago en tus muertos”, y el cerdo maloliente se retira echando vistazos para tratar de encontrar otras víctimas propiciatorias. ¿No merecían, en efecto, una buena tunda? ¿No hubiera valido la pena romperle algún hueso a ese gorrino, restregarle su gorda cara por el suelo hasta que pidiera clemencia? De no haber sido los dos amigos un par pacífico y poco dado a las reyertas –quizá por eso trataron de luchar con ellos, porque eso se ve– el hospital hubiera engrosado sus listas de pacientes aquel sábado por la tarde. ¿Quién coño creyeron que eran para interrumpir el sagrado discurso entre los hermanos? ¿Es eso lo que suelen hacer los quinceañeros, es su razón de ser, su actividad usual en cuanto se reúnen en pandillas y fuman un poco? ¿Qué harán, pues, a los veinte? ¿Y a los treinta?

Tres: Juanma tiene treinta, ya. No busca peleas; busca dinero. Vende una casa rodante. Antigua, sencilla, pero encantadora. Pone un anuncio en Internet. Hay uno que lo ve antes que nadie –yo–. Quedamos conformes para esa tarde. Me hago los cien kilómetros que separan nuestras casas para echar un vistazo y, si convence, quedármela. En principio, la cosa promete. Una vez allí se confirma mis sospechas. Pero él desconoce dos o tres cuestiones importantes respecto al vehículo. Nos despedimos diciéndole que ya le llamaré en breve para que me resuelva las dudas y, tras un tiempo de reflexión, decirle si me interesa finalmente o no. Vienen unas personas de Elx, también para verla. Yo no me preocupo: soy el primero, tengo el derecho de hablar antes con el propietario. Y, en función de lo que yo decida, los demás tendrán o no el caramelo. Así que vuelvo tranquilo a Gandía, esperando la respuesta a mis preguntas. Pero Juanma es un cabrón, un pesetero, un payaso irresponsable: en cuanto aquellos del sur presentan una señal, se vuelve loco y les apalabra el caracol. ¡¡Y luego me llama para decírmelo!! Como si te dijera: “mira, te he tomado el pelo, pero no lo hago sin contártelo”. Su suerte fue vivir en Sagunto, y no más cerca. Los gitanos al menos iban con su verdad por delante, y sabías a lo que atenerte. Con Juanma todo parecía bastante sensato, un mundo de razonable bondad, de madura amabilidad; mas todo era falso. Como su sonrisa, como su persona. Éste también merecía unos azotes, una buena zurra. Arrancarle algún diente, y que volviera a su casa, con su hija y su mujercita, con el labio partido y un moratón en el ojo.

¿Sí o no? ¿Están este energúmeno aprovechado, aquellos idiotas musculitos y la cenicienta teñida y de rostro mugriento en disposición de ser pisoteados con nuestras botas de clavos y vapuleados con mazas y garrotes? ¿Qué carajo sucede los sábados por la tarde y al nacer la noche? Da la impresión que hay un efluvio brotando de la tierra que infecta las mentes de la muchedumbre, y los trastorna en un momentáneo episodio de memez e imbecilidad. ¿O es un estado permanente? ¿Son todo tan gilipollas como aparentan? ¿O el gilipollas soy yo?

¿Qué espero para el próximo sábado al atardecer? ¿Otra muestra más de la estupidez social? Sí, desde luego. Ya no van a sorprenderme. Lo espero todo. Todo lo peor. Que me rompan los huesos, que se mofen de mi desgarbo, que traten de engañarme. A mi ya me da igual. Ya conozco a la gente.

Lo siento muchísimo, pero por mí que se mueran todos ellos. No son nada. Sólo me importan los míos, que son los que valen, los que cuentan, los que comparten, y los que te abrazan.

Os quiero. Sabedlo. A vosotros y vosotras.

A los demás, que les parta un rayo...

(Imagen: El Hermitaño)