27 de enero de 2007

Culturas distintas; mundos diferentes

Uno de los mayores privilegios que uno siente cuando aprende (y sobretodo, si es algo que te gusta y motiva)es que, de una u otra forma, ese aprendizaje va cambiando poco a poco tu perspectiva; a medida que profundizas, te das cuenta de aquello que antes ignorabas, o lo que creías obvio o intrascendente pero que luego se revela capital. En fin, tu visión del mundo se transforma. Captas matices, descubres uniones ocultas, y confirmas (o desmientes) tus ideas preconcebidas.

En Antropología, el estudio de la cultura y diversidad humanas en el tiempo y el espacio, se menciona muchas veces un evento festivo que algunas tribus del Pacífico Oriental emplean como medida de intercambio de recursos. Es el potlach. Pues bien, un potlach consiste fundamentalmente en la distribución, por parte de los miembros de una comunidad, de alimentos, utensilios, mantas, etc. A cambio, esa tribu aumenta su prestigio, su reputación. Claro que es una costumbre india, por lo que quizá nos resultará extraño eso de regalar alimentos y otros objetos de valor a gente desconocida (o a miembros de otras familias). ¿Por qué harían algo así los tlingit, los salish y otras tribus similares?

Según la teoría económica clásica, el motivo del lucro es universal, pues está presente en toda sociedad y en todo tiempo. Sin embargo, el comportamiento de los indios norteamericanos revela una actitud completamente opuesta. A ojos de ciertos investigadores occidentales, esto se interpretaba como un comportamiento derrochador: las tribus ofrecen regalos para ser más prestigiosas, incluso si ello supone una disminución de su bienestar material. Pero esta forma de ver las cosas parte desde la perspectiva occidental; y cualquiera debería saber que analizar el mundo y la humanidad a partir de ella tiene como resultado una visión miope de la realidad.

Ahora bien, ¿cómo entonces debemos percibir el potlach? Según la perspectiva actual, el potlach y costumbres semejantes son adaptaciones culturales a los periodos alternativos de abundancia y escasez locales. Es decir, las tribus que han tenido un buen año y se convierten, durante un tiempo, en ricos ofrecen la parte sobrante de su subsistencia a quienes son pobres. Quizá al año siguiente cambien las tornas, y los ricos sean pobres y los pobres ricos: se trata de un mecanismo de compensación social, por decirlo así. Lo extraordinario de todo ello es que las tribus indias adquieren prestigio al compartir con los demás, pero no por afán de lucro o para ser bien vistas por otras, sino sobretodo para evitar la estratificación social (o sea, que haya ricos y pobres estables).

Aquí es donde entra en juego la comparación con occidente, con nuestra sociedad capitalista. ¿Qué hacemos nosotros cuando tenemos "excedente" de recursos económicos? No es que se deseable que los compartamos, los distribuyamos entre la gente pobre, etc., porque ello es inviable en un mundo como el nuestro, tan arraigado y necesitado a los valores materiales; más bien, lo horrible es que tendemos a hacer ostentación de nuestra riqueza, a restreguar a nuestro vecino el coche nuevo que acabamos de comprarnos, los trajes y halajas de nuestra mujer, el colegio caro al que acuden nuestros hijos y, en general, todo aquello que nos impulsa por encima de los demás.

En resumen, las tribus que emplean el potlach no lo hacen con ánimo de arrogancia o suficiencia ante los necesitados, sino que prefieren renunciar a sus excedentes antes de servirse de ellos para agrandar la distancia social que media entre ellos y sus vecinos.

Es esa mentalidad la que ofrece un buen ejemplo de lo que significa vivir en armonía con tu alrededor. La verdadera solidaridad, lo que mueve hacia la alianza entre personas. Más allá de la ingenuidad que supone creer que ello es viable y posible en occidente, porque nuestros esquemas mentales se hallan arraigados a la idea de que lo nuestro es nuestro y de nadie más, lo pasmoso es la sensación de distancia mental que media entre las costumbres de esas tribus (que algunos, graciosamente, interpretan como primitivas), y nuestra forma de vivir.

Nos consideramos progresistas y evolucionados cuando, más bien, aún estamos en la primera casilla del juego de la vida: pasmoso es también lo que aún nos resta por aprender de un puñado de gentes con tocados de colores y plumas en la cabeza, que sienten la existencia no como competición, no como una jungla llena de fieras dispuestas a destrozarte, sino como un paraje que, si bien no lo es, puede ser más idílico y grato por poco que hagamos nosotros. Gentes de tradiciones casi milenarias, que aportan sabiduría y humanidad en un mundo de sangre, locura y avaricia. El mundo en el que vivimos y donde, al parecer, queremos vivir.

15 de enero de 2007

De regreso, por fin

Bien, por fin. Casi cuatro semanas después he podido volver a entrar en Internet. Debido a unos problemas absurdos, irritantes y nada sencillos en apariencia, y por unas maneras bastante torpes por parte de los responsables, he pasado 25 días en blanco, sumido a veces en cierta desesperación ante lo que parecía una dificultad sin solución.

Ha habido novedades en este tiempo de silencio. Aquel compañero que anhelaba saltar a la vía del Gran Viaje ha tenido que desistir, de momento, tras un periodo de estira y afloja en el que el sueño simulaba ser real. No, no por ahora. El Viaje llegará, pero tiempo al tiempo.

Por otra parte, ahora, hoy ya, estoy sumido en horas de profundo aprendizaje, en vistas a realizar esas triviales y en absoluto representativas de tu saber pruebas escritas que dan por llamar exámenes. En una semana se me echan encima, y yo aún ando a medias, a oscuras, iluminado por una vela; en mí manda el gusto por hacer de mí mismo, en base al aprendizaje, alguien que antes no existía, pero la enseñanza obliga a pensar en pruebas que no sirven más que para una simple e incompleta orientación de tus conocimientos. Transcurre mi vida entre pensamientos de Sócrates, lecciones sobre la no-dualidad de las filosofías orientales, nociones sobre reglas de inferencia, meditaciones acerca de la vida virtuosa según Aristóteles, algunos conceptos de antropología del lenguaje... y todo ello endulzado con los textos de Paul Davies e Italo Calvino, unas páginas de Bécquer y la visión de la Luna mientras me duermo.

Vienen días de obligaciones, lejanos los tiempos del saber por el saber. Nos hacen vivir pensando en lo nimio, lo banal de una prueba escrita; nos jugamos medio curso en un par de horas, como si en lo que uno se convierte tras aprender pudiese plasmarse en un cuatro páginas blancas. No, es imposible. Cada vez que leemos un libro, o examinamos el pensamiento de un autor, cada vez que releemos un capítulo que nos gusta o buscamos una idea de aquél escritor nos debe mover el impulso de ser mejores, de elevar nuestra cima intelectual, de alcanzar cierto orgasmo mental. No podemos simplificar algo tan extraordinario y querer vomitarlo en un exámen; el intelecto sufre cuando se enfrenta a ellos, no por falta de saber, sino porque le instan a ceñirse en demasía, a rebuscar, a hurgar en su interior en busca de soluciones a cuestiones intrascendentes.
Es lo que siempre odiaré de la enseñanza estructurada y regida por pruebas escritas. No hay voluntad de mostrar en qué te has convertido, cómo te has transformado tras el aprendizaje; sólo se quiere la demostración de que has seguido lo establecido, que has continuado por el camino ya marcado, que has estudiado lo que te mandan, no lo que nace de tí. En suma, se valora que hayas seguido las normas, siendo un fiel y devoto individuo dispuesto a tragar y tragar sin parar, con la vista puesta en el aprobado, superar el curso y alcanzar la licenciatura.

Ése, en efecto, es el procedimiento completo y total para formar personas íntegras y maduras en una sociedad como la nuestra. Es lo que se espera de nosotros. Venga, pues.