9 de abril de 2012

Santas Pascuas



Pascua de 1983. Marxuquera. Yo apenas tenía tres años. Sentada a mi izquierda, en su actitud permanentemente risueña y con un sombrero de paja que creo aún conservamos, mi hermana, un par de primaveras mayor. Cercenada en la imagen, en el extremo derecho, se aprecia parte de mi abuela, aún hoy llena de vida y lucidez. Aunque allí estaban, mis padres no aparecen fotografiados, como tampoco mi abuelo, a punto de hacer hoy los noventa y sin rechistar. Una familia, en sentido clásico, y en el sentido que importa.

Estrenaba vaqueros, ese día. Me encantaba Pascua porque siempre estrenaba pantalones, tejanos y azules. Me visitieron con camisa (hoy las odio) y me abrigaron con una rebeca para evitar el frío vespertino. Nos sentamos en un margen de roca; un lugar cualquiera, y perfecto. A mi hermana la adecentaban igual, porque Pascua era una época especial, inicio del buen tiempo, de los días largos y el sol inacabable. Siempre obviamos el sentido religioso de la temporada, excepto por la prohibición de comer carne el viernes santo y porque mis padres solían acudir a las procesiones. Para mí, sin embargo, Pascua era sinónimo de Naturaleza, de paseos por el campo, vaqueros relucientes y, claro... la merienda. La merienda era un festín inigualable.

Mi abuelo (había sido panadero durante décadas... sabía lo que se hacía) nos cocía unos deliciosos panecillos que mi madre rellenaba con un sofrito y con trocitos de conejo cazado por mi padre; por supuesto, aquello era la cosa más exquisita que uno pueda imaginar... Después nos zampábamos una mona, que había amasado mi abuela, y solíamos partir el huevo en la frente de mi padre, que se ofrecía amablemente a ser castigado de forma tan cruenta por sus indignos hijos... Recitábamos el viejo dicho (“Ací em pica, açí em cou; açí em mengue la mona, ¡i açí et trenque l´ou!”)... y ¡planck!, la cáscara echa puré y la frente paterna con sus trocitos y restos de clara de huevo. Después llegaba el plátano (con el huevo no podíamos; solían comérselo los mayores...), esa pieza insustituible de fruta, y por último un “Turrón de Viena”, que sabía a gloria, aunque a veces ya no pudiéramos dar cuenta de él tras el hartazgo previo...

Viendo esa fotografía por poco se me saltan las lagrimas... Lo digo en serio. No suelo lloriquear por cualquier nadería, pero la evocación de ese ambiente, de esa paz y ese amor que parecía sobrevolarnos, y que nos impregnaba a todos, el singular banquete y la ofrenda de luz, calidez y color primaveral, todo ello en conjunto, representa uno de los momentos más entrañables que recuerdo de mi infancia. Un muro sobre el que reclinarnos, un prado en el que jugar a la pelota con mi hermana, unos familiares que te querían, un tiempo que dejaba de existir y la inocencia, esa candidez infantil única, el tesoro que todo niño posee en su interior hasta que se desgasta por la sociedad y el crecimiento; todas esas cosas sencillas son las que, casi treinta años después, siento como las que importan. Y luego podremos buscar filosofías, discusiones apasionadas, intelectualidades varias y vanidades de cualquier tipo; pero lo que nos hizo como somos no son éstas, sino aquello: vi un pino y me agarré fuerte a su tronco; una hormiga subió por mi pantorrilla y yo me alegré; mi abuela besó a mi hermana y a mí me revolvió el pelo; hice pantalla con mi pequeña mano para que el sol no me deslumbrara; distinguí la Luna oculta en un jirón de nubes; me atraganté con el plátano y mi madre le limpió las migajas del panecillo en el pantalón de mi hermana (que, por cierto, pueden verse en la imagen...); mi padre me izó hasta sus hombros y me llevo por un camino desconocido; mi abuelo recorrió el prado para saber si había colmenas cerca; eché la vista atrás, mientras volvíamos con el coche a casa, más allá de la línea discontinua de la calzada y las hileras de pinos, y vi un resplandor rosado, el primero que recuerdo, y me pregunté qué sería aquello...

Siempre he asociado Marxuquera con la Pascua. Y siempre me pregunté por qué sólo salíamos a los bosques, a la montaña, en esa época; como si el resto del año la Naturaleza no contase, como si sólo abriese sus maravillas en abril. La respuesta, ahora, es fácil: no había tiempo. Los mayores trabajaban; nosotros nos dedicábamos a la escuela. La Naturaleza podía esperar... y esperó. Disfrutarla únicamente en Pascua fue la causa (ahora lo ) de que, ya mayor, me llamase con tanta vehemencia y urgencia.

Me llamaba, y tuve que acudir al requerimiento. Me he vuelto a sentar en un margen de roca; he vuelto a admirar el sol, haciendo visera con mi manaza; he comido mis avellanas a la salud de Ella, y he brindado con un trago de ron cuando Ra nos ha dicho adiós. Lo he hecho y, si Dios quiere, seguiré haciéndolo hasta el fin de los días, de los míos. Y tengo la sensación (no, rectifico, tengo la convicción) de que ello es resultado de aquellos días de Pascua en Marxuquera, días en los que, con mi familia alrededor, me enfundaba los vaqueros y, cargando con mi “coixinera” repleta de delicias caseras, salía a encontrarme con Ella.

En aquella Pascua tuve mi particular epifanía: Ella se me apareció en todo su esplendor. Creo que, una noche, bastante más tarde, lloré porque necesitaba ir a su encuentro, necesitaba viajar y descubrirla en su verdadera dimensión. Tendría ocho o nueve años. Ella era todo un Misterio, y yo necesitaba descubrirlo. Aún hoy, de algún modo, persiste ese Misterio.

Hoy, Domingo de Pascua, he ido de nuevo, aunque en esta ocasión solo, a los montes de Marxuquera. He subido a un risco rocoso, desde el que he divisado la urbe, las hormigas mecánicas surcar la carretera y, también, a grupos de familias yendo de un lado a otro, o merendando a la luz divina. Me he zampado un par de “pepitos”, he tomado de postre un plátano, y he jugado con el sol y las abejas zumbantes.

El mundo sigue siendo una maravilla y, nosotros, niños que seguimos jugando a la pelota, mientras la estrella ilumina nuestra vida. Apenas nada ha cambiado. Persiste la emoción y el deleite. Nunca desaparecerá ese Misterio, esa Grandeza, y esa Belleza. Es inmortal.

Como nosotros.

5 de abril de 2012

Final de travesía... (asfalto, soledad y asombro)



Concluido mi periplo viajero a través de Murcia y este de Almería y Granada (estas dos últimas regiones añadidas sobre el terreno...) me hallo de vuelta añorando, ya, aquellas tierras tan heterogéneas y asombrosas. Nunca me había quedado tantas veces anonadado, con la boca abierta, en tan pequeño espacio geográfico.

Albergaba dudas de si merecería la pena el esfuerzo económico y de tiempo, de si quizá no sería más conveniente ahorrar dinero adicional y realizar una aventura a otro lugar más "interesante", con más "historia", con más "belleza"...; de regreso, no sólo se desvanecieron los recelos, sino que tomé conciencia de la estupidez de los mismos: no sólo porque cada pedazo de aquella tierra es un símbolo de grandeza histórica, de hermosura estética y de atractivo emocional, sino sobretodo porque no hay "otro" lugar mejor que aquel en donde estás en cada momento; por tanto, cada sitio, paraje, es único, insuperable e irrepetible.

Comencé en la Platja de l´Albir, bajo la sombra de la Serra Gelada; estuve en la remota y sorprendente Elx y me pateé las Salinas de la Mata, en Torrevieja; continué por ese idílico terrón de arena entre el Mar y el Mediterráneo que llaman La Manga, me las vi con Asdrúbal en Cartagena, pisé la Sierra de las Moreras en Bolnuevo, recé a los dioses paganos en el Santuario de Santa Eulalia, y ascendí por rutas peligrosas en Sierra Espuña; divisé estrellas lejanas y me embobé por su inaudito brillo en la oscura, preciosa y afortunada Calabardina, recordé a Pink Floyd y sus llamadas en Vera y padecí aterido un frío de mil demonios en Serón; después, subí hasta un enclave de ensueño, el Observatorio Hispano-Alemán de Calar Alto, lugar en donde me hubiese gustado trabajar algún día...; en Baza admiré su casco monumental y lamenté que no sepan cuidar su Alcazaba como se merece; en Vélez-Rubio saludé a otros viajeros itinerantes y me hice con panes preciosos y sabrosos, y al lado, en la Ermita de la Virgen de la Cabeza, pasé dos días a los pies de la Sierra María pronunciando la oración y divisando tierras divinas en la lejanía; me pilló la nieve, la ventisca, y la ira de los demonios en la Puebla de Don Fadrique, en Cehegín ví la lluvia caer con estrépito y en Caravaca me comí las avellanas admirando una majestuosa panorámica desde la barroca Basílica de la Vera Cruz; estuve dos días perdido y agradecido en Moratalla, enclave místico y digno de los eremitas, absorbí el aroma de los arrozales de Calasparra desde el mirador, y me metí bajo las rocas en la negra y profunda iglesia de Nuestra Señora de la Esperanza; descansé un poco en Mula, recorrí casi veinte kilómetros a pie dentro de la breve, bonita y singular capital murciana, casi me comí los balcones de una calle en Ulea (aunque lo compensé disfrutando en el mirador del Corazón de Jesús) y me dormí junto a los muertos y la Luna en el cementerio de Ricote; por último, rocé con mis dedos la roca volcánica del Pitón en Cancarix, divisé una tierra de posibilidades desde el Castillo de Jumilla, y despedí la aventura en Yecla, urbe que se preparaba para la Semana Santa a ritmo de tambores.

Por último, quizá para no olvidar de dónde partí, hice un último día, de descanso, recuerdo y estimación por lo vivido, en el Plà Lloret, a escasos cinco kilómetros de casa (la otra, la fija, la que no puede llevarte a ninguna parte...). Me topé con una preciosa muchacha que sacaba a pasear su
pastor alemán, hablé del tiempo y de viajes con un habitante de la zona empleando mi otra lengua, y a la mañana siguiente hice acopio de fuerzas para volver al punto de partida.

No fue fácil. El día invitaba a recoger viandas, algún billete más, y volver a marchar. Sentí pena por dejar, sola, sin nadie que la cuidara, a la que había sido mi casa durante un mes. Pero tanto ella como yo sabemos que la separación es temporal, y muy corta.

La siguiente aventura está en marcha; aunque la cuenta ya sea exigua, el coste de los carburantes quiera romper todas las barreras imaginables y te rodee la miseria, el gasto superfluo o el lujo postizo; siempre hemos vivido al margen de todo ello. Y lo seguiremos haciendo. Para bien o para mal.

Ya lo sabes, amigo mío, amiga mía: marchamos dentro de poco, de muy poco.

¿Te vienes...?

(Imagen: El Hermitaño)