26 de diciembre de 2005

Navidades solitarias



En estos días de felices Navidades y prósperos años nuevos, suelo recordar a las gentes solitarias, a los que no tienen a nadie a su lado, aquellos que, en días de reuniones familiares y reencuentros de bienaventuranza, ellos mismos son toda su familia.

Nosotros, los afortunados, vemos caras conocidas, a veces agradables, otras no tanto. Deseamos a todos lo mejor para el futuro (aunque en ocasiones, por lo bajo, queramos que desaparezcan para siempre...), y esperamos volver a reunirnos una vez más, al cabo de 365 días. Los corazones solitarios de que hablo (gente mayor, solteros y solteras maduros, gente joven desarraigada y huérfana) lo tienen más complicado. Siempre hay la posibilidad de encontrar apoyo y afecto mutuo entre personas de su misma situación, pero en general resulta harto difícil. Ya sea porque se han distanciado demasiado de sus raíces, porque se han enfrentado con ellas, por motivos personales, o simplemente por el paso del tiempo que les ha vuelto caducos y molestos para sus allegados, la cuestión es que pasan solos estos pocos días de contacto humano, y eso me entristece.

No es plan tampoco ser amable y benevolente con ellos (por ejemplo, algunos hijos con sus padres en la residencia de ancianos) sólo en Navidades y, en cambio, olvidarlos el resto del año. Esto es igual de aplicable a “ser bueno” para con los demás sólo del 25 de diciembre al 6 de enero. La Navidad, si no se toma con precaución, es igual de perjudicial como los medicamentos; hay que impregnarse de su aroma y absorber la esencia que desprende, pero también es necesario saber leer entre líneas, so pena de perder de vista el sentido común y entrar de lleno en el egoísmo y la hipocresía.

Yo, mientras tanto, prosigo con mi hermitañismo, más acompañado que nunca, por obligación y, lo he de reconocer, por gusto. Uno ha de vivir solo cierto tiempo, aislado, conocerse a sí mismo, pero también precisa de la presencia de otras gentes, otras mentes. La clave, seguramente, está en no dilatar demasiado el periodo de soledad o de gregarismo, sino equilibrar ambos, consumirlos en su justa medida y apreciar lo que de bueno poseen. Por eso siento pena por los que pasan sus navidades solos, o acompañados tan sólo por una enfermera, una jeringuilla o un perro manso, siempre que no lo hayan deseado por ellos mismos o no hayan querido evitarlo. Es como perder parte de la vida; hay que estimar al ser humano, y aunque cierta gente sea solitaria por naturaleza (yo mismo...), sienta muy bien unirse al gentío familiar y gozar la compañía en la medida de lo posible.

La Navidad es, sin duda, la mejor época para hacer esto realidad.

21 de diciembre de 2005

Cerca, lejos y más allá



Vagamos en medio de una gran oscuridad espacial; sólo la rompe, en las cercanías, la presencia del Sol. Si él no existiera, obviamente, no estaríamos aquí, pero tampoco habría aparecido la vida, ni siquiera los depositarios de esta, los planetas. Hace miles de años, en los remotos orígenes de nuestra civilización, cuando los palos y las piedras eran útiles prácticos y eficientes, ya sabíamos que de la brillante estrella amarilla procedía todo: vida, materia y consciencia. Fue el primer dios en ser adorado, la primera deidad en cuya veneración los humanos confiaron su destino. Muchos filósofos de la Grecia clásica, más de dos mil años atrás, empezaron a estudiar el Sol para conocer algunas de sus características; las primeras en descubrirse fueron la distancia y su tamaño. Resultó que el Sol, sólo una estrella entre muchas, era más grande que la Tierra y se hallaba más lejos de lo que jamás habíamos soñado. Esto fue el principio para cambiar mucho de lo que presuponíamos del Universo.

Hoy en día ignoramos al Sol; es lógico, porque hoy en día ignoramos casi todo. Nuestra vida diaria nos deja poco tiempo para reflexionar, para meditar acerca de los cambios que han supuesto ciertas transformaciones de nuestro saber. Al mismo tiempo, parece que la Tierra se nos ha quedado pequeña; la tecnología permite ya a varios de nosotros (los ricos muy ricos...) abandonar la Tierra por un tiempo, a modo de astronautas aficionados. Es una experiencia que puede cambiar, a su vez, toda nuestra vida. Viajar hasta más allá queda limitado al futuro, quizá lejano. Acercarnos a las estrellas es un deseo comprensible pero muy complejo. Si queremos llegar a las orillas de otros mundos extrasolares, deberemos superar muchas barreras que, hoy por hoy, son insalvables.

El Sol marca el primer límite de nuestro espacio cercano; escapar de su influencia es el paso imprescindible para emanciparnos de su luz y energía. Me imagino a aquellos que, dentro de un tiempo indefinido, echen un vistazo hacia atrás y contemplen los últimos resplandores del Sol, perdido entre un mar de estrellas y vacío; roto el lazo, por fin, quedamos libres para ir en busca del infinito.

17 de diciembre de 2005

Buenos silencios



Hará un par de años vivía justo en el piso superior al mío una vecina realmente encantadora; aplastaba el silencio diurno y nocturno con sus infinitos tacones y movía los muebles con una irritación que jamás he visto en otro ser humano. Prácticamente los cambiaba de lugar en cada ocasión: mesas, sillas, estanterías., etc.

Mis padres se deprimían cada vez que la oíamos entrar en casa; sabíamos que íbamos a soportar un par de horas de ruidos continuos, destructivos, histéricos e idiotizantes. Le dijimos en varias ocasiones, a veces en broma y a veces en serio, que intentara suavizar un poco su enemistad con el silencio, que trarara de quitarse los zapatos más pronto, que aislara el suelo, que se mudara o que se disolviera en aire, para beneficio nuestro y de la Humanidad. No hubo manera.

A mí no me molestaba el ruido que hacía hasta que cumplí los 21 o 22 años. Hasta entonces oía el ruido, pero lo ignoraba. A partir de ese momento mi vida cambió; apenas podía dormir (a veces la vecina llegaba a las dos de la madrugada y tardaba una hora en descalzarse; no se oía nada más que el fuerte repiqueteo de sus tacones), no era capaz de estudiar, incluso algo tan sencillo como leer un libro era un suplicio porque estaba acompañado de varios "nick", "nack", "bum", "cabum" y otras lindezas sonoras por el estilo.

Estuve a punto de sugerirle que cambiáramos de piso durante algunos días; yo me mudaba al suyo y viceversa, y haría el mismo ruido que ella, por la noche incluido, a ver si de esa manera adquiría el hábito de la empatía. Pero, de la noche a la mañana, vi un par de camiones de mudanza absorber los trastos del piso de arriba y ya nunca más supe de esa tipeja. Creo que ahora vive en un primer piso, menos mal.

Como buen hermitaño que soy, valoro el silencio como algo sagrado. Entiendo que en la sociedad actual el silencio no está de moda porque te permite parar y pensar, y eso hoy en día es malo. Así que, por unos motivos u otros, no hay silencio, sólo existe cuando le dejan vivir, casi siempre en cortos intervalos durante la noche, entre la danza de coche y coche. Lo cual es terrible, porque es más lógico en una sociedad humanizante que lo raro, lo extraño, sea el ruido. Si sucede exactamente lo contrario es debido a que desconocemos el silencio, a que jamás lo hemos probado en realidad, a que nos mueven, quienquiera que sea, hacia su opuesto porque así somos gentuza manipulable y sodomizable.

No es que se desprecie un volumen alto, un grito o una maraña de voces cantando villancicos, nada más lejos de la realidad. Es que el silencio nos permite elevarnos por sobre la mediocridad que nos rodea, ver más allá y anhelar con llegar allí. Vivir únicamente enmedio de ruidos aniquila el alma, emprobece el intelecto y, como dije hará unas semanas no deja a uno vivir realmente.

Así que oigamos el silencio, y crezcamos.

14 de diciembre de 2005

Giros



Aquí todo se mueve: los humanos, con sus quehaceres y sus problemas; las estrellas, hacia donde les lleve su camino; las galaxias, obligadas por la gravedad a rotar sobre sí mismas; el Universo en sí mismo, seguro, también se mueve.

Nada parece estático, nada es para siempre. Un segundo después de nuestro paso por un lugar del espacio ya estamos a millones de kilómetros de allí; un segundo también es capaz de trastocar (o finalizar) una vida humana.

Una galaxia como la de la foto, M 51, que no es más que un gran racimo de estrellas, gas y polvo, gira y gira sin parar ondeando sus brazos espirales al ritmo de vientos cósmicos invisibles.

Nosotros también seguimos girando. A veces lo hacemos demasiado rápido y nos mareamos, perdiendo el norte. Otras lo hacemos tan lentamente que parecemos tontos, bobos en medio de un orden y una creación inefables e inalcanzables.

Los giros mueven el Cosmos, lo mantienen ágil y en forma. M 51 continuará girando, removiendo su gas nebuloso hasta dentro de tanto tiempo que el tiempo mismo ya no existirá. Nosotros también debemos seguir girando; en ello consiste, a fin de cuentas, esto que se llama vida.

11 de diciembre de 2005

Preguntas



Me pregunto quién habrá ahí fuera.
Me preguntó cómo serán.
Me pregunto cuál será su origen.
Me pregunto si reirán.
Me pregunto por qué no han llegado aún.
Me pregunto si sabrán amar.
Me pregunto desde cuándo saben que estamos aquí.
Me pregunto cómo nacerán.
Me pregunto si tienen recuerdos.
Me pregunto si morirán.
Me pregunto si comprenderán el por qué.

Y también me pregunto si, por fin, algún día nos conoceremos.

9 de diciembre de 2005

Ir allí



Si quisiéramos viajar hasta esta pequeña mancha borrosa, la Pequeña Nube de Magallanes, a una distancia de 190.000 años luz, ¿cómo lo podríamos hacer?

Primero, veamos hacia donde hay que ir: salimos de la Tierra, continuamos de frente hasta dejar atrás el Sistema Solar, nos acercamos y superamos a miles de estrellas en nuestro camino, recorremos los límites de los brazos espirales de la Vía Láctea, nos elevamos, dejando el plano de la galaxia y, siempre con el ojo en la Pequeña Nube, nos disponemos a darle alcance, tras nuestro agotador y oscuro viaje.

¿Cuánto tardaríamos en llegar allí? Mínimo, si Einstein está en lo cierto, 190.000 años. Pero eso en caso de ir a la velocidad de la luz (300.000 kilómetros por segundo), una velocidad que es superior en 60.000 veces la que hemos alcanzado jamás (sonda Voyager 2), y únicamente mediante ingenios no tripulados. Para ser tan rápidos (o casi) como la luz, necesitamos mucha energía; demasiada. Los problemas para encontrar una fuente viable de energía que nos permita alcanzar dicha velocidad son grandiosos; también hay que tener en cuenta el tamaño de la nave, la forma de entretener a los astronautas, las radiaciones cósmicas, la falta de ayuda directa, etc., etc.

Y además está el hecho de la dilatación del tiempo: si viajo a velocidades relativistas, mi tiempo transcurre más despacio que el de los demás en la Tierra, de modo que en el caso de realizar un trayecto intergaláctico y regresar a casa, en lugar de nuestros hijos los que nos recibirían serían los nietos de nuestros nietos... o incluso nadie en absoluto, si el viaje ha sido lo suficientemente largo. Para nosotros serían unos pocos meses, pero puede a que nuestra vuelta la Humanidad entera hubiese desaparecido por completo.

Es desasosegante pensar en esto; ¿quién querrá ir hacia las estrellas (y no necesariamente fuera de la Vía Láctea, para recorrer distancias interestelares, del orden de cientos de años luz tan sólo, se nos presenta el mismo problema), si no encontrará a nadie conocido ni querido a su vuelta? Saber que tu familia directa, tus amigos, todo lo que en su día significó algo para tí quedará totalmente aniquilado, que los sistemas sociales, políticos e incluso las normas morales han cambiado, que te sientes como un forastero en tierra extraña. Todo ello puede hacer que los viajes por las estrellas, siempre sean tecnológicamente viables en el futuro, carezcan del atractivo suficiente para ser llevados a cabo.

Claro que siempre habrá intrépidos, gente sin nadie a su lado y dispuesta a dejarlo todo por una estancia espacial que mutará por completo el mundo y la gente que conocías. Seguro que hoy en día ya hay gente así por alguna parte de este mundo. A la mayoría, sin embargo, nos une un vínculo con la Tierra, la sentimos, notamos su influencia y su cariño; nos resistimos a salir de ella. Es comprensible, porque es nuestra madre.

Tal vez dentro de miles de años, viviendo en una sociedad absoluta y radicalmente distinta a la actual, algunos hombres y mujeres inicien un viaje entre las estrellas, e incluso entre las galaxias, para regresar en un futuro distante, más allá del tiempo. No hallarán nada familiar, salvo la Tierra misma (o quizá ni siquiera esto). Pero habrán dado sus vidas por el saber, la exploración y el avance humano respetuso y sabio. Se habrán convertido en verdaderos cosmopolitas.

Por supuesto, los envidio.

6 de diciembre de 2005

Cielos y tierras



Las estrellas mueren, igual que nosotros. Quizá nos espere "algo" más allá de la muerte física, tal vez nuestra alma se libere y viva durante incontables eones entre, en y fuera de el Cosmos, quién sabe. Lo extraño es que el "alma" de las estrellas, la esencia que las forma, sí prosigue su viaje una vez fuera de las envolturas de gas que la cobijaron. Los elementos pesados que se desarrollaron el el núcleo de estrellas viejas se dispersa y difumina entre la galaxia a consecuencia de su estallido final, ya sea en forma drástica, como en las supernovas, o más lentamente, como sucederá con nuestro Sol. Esos elementos químicos vagarán durante algún tiempo en terreno de nadie, pero seguramente habrá un momento que se aproximarán a una nube de gas (la Vía Láctea está llena de ellas). El resultado será una curiosa asimilación cósmica: la nebulosa adoptará los nuevos elementos y se enriquecerá químicamente.

Estos elementos son los responsables de la formación futura de otros planetas (la Tierra, por ejemplo, está formada por elementos químicos que la nebulosa solar "adoptó" hará algunos miles de millones de años); de no haberse enriquecido la nebulosa originaria con ingredientes externos, lo más probable es que sólo hubiese habido en el Sistema Solar planetas como Júpiter, que son en esencia grandes esferas de hidrógeno y helio. Los mundos como el nuestro necesitan materiales más consistentes (silicio y hierro, por ejemplo), que sólo son formados en condiciones especiales.

Y aún resulta más extraño pensar que la vida esta aquí, en nosotros mismos, gracias a la muerte de estrellas grandes y viejas. El oxígeno, el carbono, el calcio, gran parte de lo que constituye nuestros preciados cuerpos proviene de astros de antaño. Sin la presencia de elementos químicos foráneos la vida seguramente no hubiera arraigado en la Tierra, y por supuesto toda la evolución posterior, que ha dado sus frutos más bellos (y terribles) en nosotros, no habría tenido lugar.

Soy pesado al respecto, pero me sigue fascinando esa profunda conexión entre la vida, los mundos y las estrellas. Todo procede de unos cuantos átomos de materia estelar expulsados por moribundas estrellas, absorbidos por una jóven nebulosa y puestos al servicio de la biología y de la inteligencia. Maravilloso.

1 de diciembre de 2005

Savia nueva



El ave fénix renace de sus cenizas; así me encuentro hoy. Tras dos meses en los que he sido más un zombie que una persona, hastiado de lo que me tocaba hacer, por ser mucho y muy pesado, ahora renazco, aun sin ser primavera, porque pese a que todo continue externamente igual, he mudado de piel. Cuando ví por primera vez las dificultades por las que tenía que pasar, me atrofié, me hice pequeño, reprimido, asustado. No podía imaginarme la de obligaciones que tenía que cumplir, y todo por una simple cuestión de mala suerte. Un giro del destino y ¡zás!, la vida que habías llevado hasta entonces queda hecha pedazos.

Pero en este tiempo he visto lo bueno, lo saludable, hasta lo maravilloso que puede suponer que las cosas se tuerzan hasta donde no creías posible. Se me han abierto los ojos en muchos sentidos y ahora, pese a continuar sin tiempo, pese a las obligaciones, pese a las ocasionales malas caras, pese a todo lo que supone no poder vivir tu vida como te gustaría hacerlo, estoy feliz. Tal vez el día haya influido; no había visto un cielo como el de hoy en mucho tiempo, de un azul inmaculado y penetrante (soy de los que se queda embobado viendo el paso de una nube o esplayándome ante la presencia de Ra). Pero, en cualquier caso, rezumo optimismo: no sólo porque mi madre mejore, porque vuelva a tener mis ratos de 'ocio' (que nunca son tales, en realidad) y porque note que lo que hay a mi alrededor me sonríe, sino porque comprendo lo bien que estoy, lo fascinante que es la vida en sí misma (fregonas y cacerolas incluídas...) y lo sencillo que es sentirse a gusto con uno mismo y con el mundo.

Antes ya conocía todo eso, obviamente, pero a veces uno necesita una buena zurra para captar su verdadera importancia.