25 de diciembre de 2009

Navidad en ‘familia’



Duele reconocerlo, sentirlo, saber que es verdad. Me gustaría cambiar las cosas, alterar el rumbo de la nave familiar y ver cómo todos arribamos a un mismo puerto, aunque cada uno siga su camino. Me gustaría percibir una cierta sintonía con tus hermanastros, tu propia sangre; una afinidad natural con la que nos entendiéramos, de la que aprovecháramos su poso común para estrechar nuestros lazos, y su divergencia natural para respetar las diferencias, creciendo todos juntos.

Pero es imposible. Exceptúo a mis progenitores, mi hermana (que está en su misma onda, la de todos los demás, la de ellos, la que yo nunca escuché ni sintonicé...), y a mis beatíficos abuelos (uno ya desaparecido, pero que aún permanece aquí, de alguna manera...), y algún que otro tío, porque son mis raíces directas y mi linaje particular. Apartémoslos, pues. Del resto, esa inmensa guarnición de familiares, parientes, ascendentes, emparentados, toda esa parentela de gente que se ha sentado, como hoy, a tu alrededor, en la peregrina y convenida comida navideña, cumbre de falsedades, envidias y convencionalismos, del resto, en efecto, ¿qué?

Admitamos, primero, mi escaso aprecio por reuniones similares, y segundo, mi más que sentida incomodidad ante la presencia de decenas de personas en una misma habitación (residuo, seguramente, de alguna crisis psicológica en la juventud más manceba, cuyo origen debería rastrear, aunque su huella el tiempo parece haber borrado casi por entero...). Pese a esto, hoy he tratado de llegar hasta ellos; no he hecho grandes esfuerzos, lo reconozco también, pero me he aproximando a su universo mucho más de que ellos al mío. El resultado no lo desconocía, y por consiguiente no ha brindado sorpresa alguna, pero siempre apena ver certificados tus temores, máxime cuando se trata de tu propia sangre, y de seres con quienes desearías, a priori, tener algo más que un mero lazo de simpatía.

Mi temor, corroborado, amplificado, expandido hasta conferirle su carácter axiomático e irrebatible, es que no hay punto de unión posible, nexo alguno que nos conecte, ni atadura más allá de la mera apariencia, de estar juntos por ser familia pero sin ningún sentimiento ulterior, ni previo, que amarre ambos cosmos. Es como sentarte alrededor de desconocidos, a quienes conoces, sólo, por haber tratado con ellos, haberles vistos en otras ocasiones, pero quienes no son nada. Ni tú para ellos. A veces siento más consanguinidad (la de verdad, que no es fluida) con mis gatas, pequeñas hormigas y algunos saltamontes volatineros que con toda la horma de parientes aposentados en torno al rico patriarca de turno. En ocasiones, es cierto, aquellos son mi familia; éstos nunca lo fueron.

Desde luego, la tradición impone. La sumisión a lo establecido, al rito, a la costumbre, nos lleva a pasar cuatro, cinco o seis horas junto a gentes de las que apenas queremos saber nada. Cedemos, soportamos, y después cada uno a su casa, olvidando a quién vistes, con quién hablaste, lo que pasó, o cómo. A veces las diferencias, la separación entre los caminos, no es insalvable, y corre por sobre la mesa una sensación de conexión, pero suele morir pronto; es más frecuente, en mi caso al menos, el bostezo, la mirada perdida, la ensoñación, y el decirte a ti mismo: “pero, ¿qué coño hago aquí?”. El abismo es insuperable. Ellos moran en el otro confín del infinito. Percibes que con un vagabundo, un borracho o un ‘vagante’ de las calles habría mucho más de que hablar, mucho más que aprender y compartir, que junto a tus locuaces, perfumados, emperejilados y autosatisfechos comensales, que buscan el chiste fácil o el comentario gracioso, el ingenio de pacotilla o la expresión audaz para impresionar, agradar o sonsacar la sonrisa o el aplauso.

Y, entonces, tú te levantas, derramas tu copa de cava sobre la calva del venerable patriarca (hombre rico, hombre pobre), eructas, arrojas los billetes recién entregados encima de la mesa, donde quedan pringosos y marchitos, y lo sueltas todo. Sueltas que ya nadie recuerde, ni a nadie le importe, la ausencia de familiares recientemente fallecidos; sueltas cómo desprecias que allí todos esperen, con avidez, la fartà y el aguinaldo, ponerse las botas a costa de otro; sueltas cómo aborreces el indigno peloteo, pertinente y pertinaz, al señor de las moscas; sueltas que no haya nadie allí que sea algo más que un memo palurdo o una estúpida y ñoña reina del sábado noche; sueltas cómo anhelas escuchar a alguien traer a cuento una mención, no ya sobre la dialéctica hegeliana o sobre el consentimiento informado, qué va (sería de mal gusto, incorrecto, y terriblemente aburrido), sino unas palabras acerca de la gripe A (el cuento), la crisis (el otro cuento, menos para quienes pierden su empleo), el cambio climático, (el cuento mal contado), y otras muchas fábulas similares; sueltas cómo te enfada que ya nadie mire un crepúsculo, que ya nadie lea libros del siglo XVIII, que nadie se atreva a contemplarse a sí mismo durante cinco minutos, por miedo a lo que pueda descubrir; sueltas, también, que nadie se haya atrevido a ser discordante; criticas la uniformidad, la ordinariez de una familia plana, sin díscolos, sin demonios, todos tan esquemáticos, tan correctos, tan dados a lo dado, y tan socialmente adaptados; sueltas, en fin, todo ello, y un sinfín de resoplidos y rebufos más, ante el calor de la calefacción estática y las botellas de vino medio vacías.

Pero, entonces, abres los ojos. Y todo sigue igual: el patriarca bendice la mesa; los huéspedes engullen con ahínco; las palabras huecas zurzan el aire caliente de la estancia; el tiempo pasa y nada pasa; la morena de ojos negros, y el soplón a su lado, te contemplan condescendientemente, con media sonrisa en sus labios. Eres un extraño. Un huérfano. Como siempre. La oveja negra, el patito feo. Bien, sigamos así.

Mi familia ya la conocéis: unos pocos parientes, los que cuentan; un puñado (breve, escaso, como todo lo bueno) de amigos, en la proximidad o en la distancia (vosotros, desde luego, entre ellos...); el reino de lo vivo, sea o no consciente de su aliento; las montañas, ríos y valles, los prados, las cimas, los crepúsculos y amaneceres, el cielo y todos los universos existentes, creados o imaginados alguna vez. Ante una familia así, ante congéneres de tanto calibre, con quienes un silencio, una mirada o un sentimiento callado transmite todo un cosmos de emociones, comprenderéis que diga, sienta y afirme, con rotunda seguridad, que a nadie más necesito, espero ni deseo ver, oír o tocar.

El vínculo sanguíneo suele ser trivial, artificial, forzado y perverso; no rechacemos nuestras raíces, desde luego, pero no olvidemos tampoco que la familia, la nuestra, la creamos nosotros. Y, en consecuencia, nosotros decidimos quienes cuentan y quienes no, quienes ganan un lugar en ella y quienes deber ser sacrificados.

Que vuestras familias (...) sepan cuidaros y amaros como os merecéis. Hoy, mañana y hasta siempre.

Feliz vida.

(Fotografía: elHermitaño)