15 de octubre de 2012

Fragmentos para otras gentes (II)


Propio de un espíritu generoso es hacer caso omiso de las injurias: la venganza más ofensiva es no considerar a alguien digno de tomar venganza sobre él. Mucha gente, al tomar represalias, hunde en lo más profundo de sí pequeñas ofensas: es hombre grande y noble el que, a semejanza de los animales grandes, oye despreocupado el ladrido de los perros pequeños...” (Sobre la ira, II, 32, 1-3)

A nada hay que prestar más atención que a no seguir –a modo de corderos– tras el rebaño de quien va delante de nosotros, pues así iremos, no a donde hay que ir, sino a donde va todo el mundo. Y es que nada nos acarrea mayores desgracias que acomodarnos a la opinión común, pensando que aquello mejor es lo que goza de la aceptación general, el dar por buena la abundancia de ejemplos, y el vivir no de acuerdo con la razón, sino a imitación de los demás. De ahí la mediocridad de las gentes amontonándose unos sobre otros... Nadie se equivoca en solitario, sino que es causa y artífice de los errores de otros; en efecto, es nefasto seguir las huellas de los que marchan en cabeza y, dado que todo el mundo prefiere confiar en otro a formarse su propio criterio, nunca se tiene un juicio acerca de la vida, siempre se confía, de forma que nos trastorna y nos precipita en el error que pasa de mano en mano. Perecemos por culpa de los ejemplos ajenos; nos curaremos en cuanto nos alejemos de la masa..." (Sobre la felicidad, 1, 3-4)

Séneca


(Imagen: El Hermitaño)

5 de octubre de 2012

Vendaval (desgracias y venturas)



¡Qué terrible espectáculo! Calles que semejaban caudalosos ríos, vehículos arrastrados por las aguas como si fuesen guijarros, relámpagos que iluminaban una escena de pesadilla y truenos que ensordecían... y, de repente, cuando nadie esperaba algo así, un espeluznante torbellino que barrió la ciudad y destruyó muros, desarraigó árboles, reventó depósitos y nos volvió a recordar, por si habíamos olvidado la lección, que aquí quien manda es ella, que ella levanta las riendas y dirige el cotarro; en una palabra, que seguimos a su merced.

Fue asombroso. Nunca vi nada parecido. Minuto y medio de puro terror. En menos de noventa segundos el mundo se vio boca abajo, quedó revuelto y alterado por completo... sillas que volaban, botellas vacías que parecían proyectiles, gente que caía al suelo víctima de la fuerza natural, sotos y arboledas desperdigados por el parque, ventanales quebrados en mil pedazos, farolas medio derrumbadas... La naturaleza tiene estas cosas: tan pronto nos deleita con un día de belleza sobrenatural cuando, al siguiente, desata todas las iras conocidas y abate sobre nosotros la mayor catástrofe que se pueda imaginar.

Es la doble cara de la Madre que, como todas, tiene su temperamento, su gracia y su mala leche. Es ambivalente, como lo somos todos; quien no alberga en su interior a Obi Wan Kenobi y a Darth Vader bien juntitos no es humano. La clave está en domar un poco el “poder oscuro”, aunque a veces se nos escape, fluya al exterior y acabe haciendo lo que tiene que hacer (sí, el “mal”). La Madre también actúa así, porque necesita liberar su faceta virulenta; sin embargo, es una Madre, y como tal, siempre regala una vez aplicado el castigo: así, brinda el arco iris tras la tormenta, el sol tras la lluvia, la calma tras el vendaval, el silencio tras la erupción; o la fresca oscuridad tras una agobiante jornada de calor estival.

Una vez pasó el temporal y la casa dejó de crujir bajo la embestida del temible tornado, algunos (supongo que hubo alguien más...) pudimos empezar a sentir (aún mezcladas con unas gotitas de intranquilidad, porque no sabíamos la magnitud del desastre) las primeras emociones carentes de angustia. No puedo negarlo: me emocioné. Aquello había sido todo un espectáculo, un momentáneo lapso de locura, capaz de alterar una urbe hasta convertirla, por breves momentos, en la capital del miedo. Todos lo sentimos, todos nos santiguamos, todos fuimos uno; todo habitante de Gandía supo de lo que era capaz su Madre. Por una vez, 70.000 almas contuvieron la respiración y aguardaron hasta que la furia natural cesara. Todos recordamos a seres queridos (o, si acaso, nos abrazamos a ellos...), sentimos un hormigueo recorrer nuestro cuerpo y, finalmente, la paz vino a sustituir la hostilidad. Madre era, otra vez, la misma de siempre.

Gracias, por permitirme contemplar, una ocasión más, tu Grandeza.

(Imagen: El Hermitaño)