21 de noviembre de 2012

Un ideal











 



Sueño muchas veces con él. Durmiendo o despierto. Es el paisaje que, sospecho, me rodeará alguna vez, dentro de quién sabe cuánto, y quién sabe dónde. Quizá venga mañana; aunque quizá no llegue nunca. Tal vez muera sin verlo jamás.
Pero, imaginemos...

Mayo, a finales. Un entorno de media montaña, pero llano. Lejos de toda ciudad; únicamente un par de pueblos se divisan desde allí. Pueblos que disponen, como mucho, de biblioteca, ferretería, un centro de salud y una tienda de comestibles. Sobra lo demás. El cielo es abierto: el arco solar se aprecia en todo su recorrido, desde el alba al ocaso.

Nos rodean algunos pinos, y ante nosotros advertimos el huerto, no excesivamente grande: basta con una hanegada. Supura hortalizas y verduras, raíces y hojas. Algunas están crecidas; otras aún esperan que les salgan frutos; y, otras aún, tienen todo su ciclo que cumplir. Zanahorias, nabos, lechujas, apios, patatas, coles, espárragos, espinacas, cebollas, hinojo, tomillo, albahaca, menta, alcachofas, melones, calabacines y pepinos, calabazas, unas gramíneas (básicamente maíz dulce), hileras de judías y habas, convenientemente encañadas, junto a otras de tomateras, berenjenas, pimientos, abundancia de leguminosas (guisantes, lentejas y garbanzos) y, también, los frutales: dos perales, un manzano, un limonero, ciruelos, quizá también un melocotonero, una buena parra dadora de vitáceas jugosas, quién sabe si dos o tres cerezos (si el lugar es adecuado...), alguna higuera; desde luego, también tres naranjos y, bordeando el recinto, frambuesas, zarzamoras y algo más que, como ésta, pudiera surgir de la tierra por su propio propósito...

Se advierten montones de compost dispuestos aquí y allá, diversas herramientas en el cobertizo, una niña corriendo tras un par de gallinas (un corral es visible en uno de los extremos), ropa limpia tendida al sol primaveral y un pequeño vehículo, viejo, aparcado a la entrada. Asimismo hay una motocicleta, de carretera, bajo un discreto techado. Ni rastro de casas rodantes, ya no...

La vivienda es modesta. De madera, no muy grande, presenta un amplio porche, parcialmente cubierto, en donde descansan dos figuras en sendas hamacas. Una, femenina, de unos treinta y cinco años, lee algo, tendida aprovechando el tibio sol matinal. La otra es un hombre moreno, bastante mayor que ella, que deja perdida la mirada hasta el infinito. Medita, vaga, siente... sólo él lo sabe.

La sobria terraza trasera dispone de paellero, una piscina diminuta, un horno para hacer pan y, algo más alejado, una sencilla estructura de plástico, como una pequeña casita, que alberga un telescopio.

Se aprecian tres o cuatro gatos, perezosos todos, que reciben la luz solar dormitando en el empedrado casero. Hay un perro, un pastor alemán, que advierte una presencia extraña, levantando el hocico hacia el cielo. No lejos aparece una tercera figura, aporcando en los caballones para patatas. Tiene unos cuarenta años, un poco más, quizá. Está moreno, a causa del sol, y lleva un pañuelo negro en la cabeza.

En la casa, deslizándonos furtivamente en su interior, vemos cinco estancias principales. Una alberga la cocina y el comedor con chimenea, sin demasiada originalidad; la decoración no parece el fuerte de sus habitantes. Una segunda alberga un dormitorio y un baño, y en una tercera, la habitación de la niña, luminosa, colorida y desenfadada. Una cuarta pieza contiene lavadero, despensa, lavadora y algunos útiles y aparatejos más.

La quinta y última estancia es lugar sagrado. Es la más amplia, forrada en sus cuatro paredes por estanterías que sujetan libros incalculables, de toda temática imaginable: novelas, cuentos, astronomía, filosofía, poesía, historia, física, religión, arte, sociología, geología, cómics, libros de viajes, de senderismo, de otros mundos y otras gentes... También hay, en un recodo aparte, algunas obras que destacan porque tienen nombres muy familiares estampados en la cubierta. Parece, parece que ellos mismos son... Sí, lo son.

Allí huele a papiros viejos, a incienso, también, y a otros aromas poco definidos, pero agradables. Un escritorio, con un ordenador, un flexo, y un océano de papeles, revistas y más libros descansando en su superficie se sitúan frente a un ventanal, que mira al horizonte. Completan la escena dos butacones viejos, gastados pero en apariencia muy cómodos; gravitando, por encima de ellos, hay sendas lámparas de luz cálida.

La vida no es perfecta, allí. Es decir, es como debe ser. Hay problemas, dificultades. A veces las cosas no funcionan; se rompen otras. Los deseos no se cumplen. Hay discusiones, en ocasiones insultos. Pero tras la tormenta, ya se sabe, retorna la paz.

La niña sale de nuevo a jugar, ahora con los gatos. Las tres figuras se reúnen en la terraza, para comer algo que no se distingue bien, pero que tiene buen aspecto. Y, además, huele bien. La niña deja a los felinos, se lava las manos y acude a la llamada materna. Gesticulan, ríen y bromean con le pequeña y, luego, dan cuenta de los platos, casi todo el rato en silencio. Al terminar el ágape, una de las figuras se separa, se despide y abandona el lugar. Pero no desaparece mucho tiempo. Volverá pronto, pues se le necesita. Y, aquel a quien se le necesita, debe estar disponible.

Poco a poco, la tarde va muriendo. Reparando la verja, que está un poco combada, el hombre entra en casa. La niña, lo vemos a través de la ventana, sigue una lección de lectura, bajo la mirada de su madre. La noche se adueña del entorno. El hombre prepara la cena, después examina sus papeles, mientras la mujer está frente al ordenador, trabajando en algo. Tras cenar, la madre acuesta a la niña, que lee un cuento. Le besa en la frente y cierra despacio la puerta de su colorida habitación. A continuación acude al santuario, donde un humo liviano asciende. Ambos, hombre y mujer, reposan en sus butacones. La noche se prolonga, mientras ellos leen y leen, y hablan a ratos. Tras ello salen al exterior. Refresca. El hombre mira hacia arriba; la mujer, también. No dicen nada. No es necesario.

Un búho, amigo nocturno, ulula no lejos de allí. Ambas figuras se miran, un instante, y penetran en el hogar.

Afuera, las estrellas titilan, como estremecidas.

(Imagen: El Hermitaño)