22 de junio de 2009

En la orilla: llamada, verano y cárcel



La llamada era inevitable. La esperaba, no por desearla, sino debido a que suponía, tal vez, la última. Una postrera llamada, la que cerraba el círculo, el de un lustro veraniego bajo aquella garita de manpostería, a orillas del mar Mediterráneo. Uno de los sueños ansiados está presto a adquirir sustancia (ya lo conocen, quienes por aquí se pierden... ); el otro lo marca, quizá, esa misma llamada, la que ha hecho presente recuerdos del pasado, y ha marcada el cambio para el futuro.

La idea era proseguir con mis escapadas rituales, mis chanzas primitivas, que llevo realizando desde este pasado solsticio invernal en todos los "21", cada tres meses. En esta ocasión era "una noche en el Monte Pelado" (tomo prestado el nombre, claro, de la pieza de Mussorgsky, que siempre me ha fascinado): brazos en alto, frente al ser brillante; completamente desnudo, dejarme llevar mientras seguía el declinar del emperador de la luz. Luego, noche en la cima, más astros, luces, oscuridad, nocturnidad (física y espiritual, para quien lo entienda...) y, a la espera, aguardar la primera aparición solar del estío. Ése era el plan para ayer.

Sin embargo, la llamada truncó todo. El viaje, el rito, el éxtasis y la purificación. No hubo catarsis, ni clímax espiritual. Me requirieron, yo acepté y cambié el acto soñado por una acción mundana. Canjeé el pico dorado y las canciones de las estrellas por ruidosos vehículos y gritos de turistas ávidos de playa; el aroma de mil plantas y árboles y el fluir de aguas puras corriente abajo por olores a gasolina quemada y residuos líquidos putrefactos. Lo extraño es que pude impedir, o postergar, mi entrada en el calabozo; algo que no conozco debió impedírmelo. Tal vez sabía lo que se hacía...

De no haberse producido la citación, la invocación, mil millones de actos, acontecimientos y elecciones hubiera podido tomar o realizar. Hubiese podido hacerlos, en efecto, si el mundo (o, hagámoslo más fácil, yo) fuese otro, si la conexión entre deseo y hecho tuviera un proceso de consumación distinto, no económico, financiero o monetario, si la forma en que entendemos lo que es y lo que quiere ser fuese igualmente diferente. Pero todo esto es inviable. Lo es, al menos, en mi caso (y en el de, sostengo, muchos otros).

Para quienes habitamos siempre cerca del marco del cuadro, lindando con él, apenas visibles, entre el límite de lo que nos permiten ser y lo que en verdad somos, poca elección nos queda más que resistir. Es como si estuviésemos frente a la orilla de un mar gigantesco: algunos ceden, y son arrastrados por el oleaje, ocultos por la bruma de las olas al romper, y tragados por el fuerte reflujo en una espiral compresiva sin fin; otros se adentran, nadan, bucean, refrescan cuerpos y mentes, pero sin dejarse atrapar. Y hay algunos que, como yo, se ven impelidos durante breves espacios de tiempo a tragar agua salada, a aletear con los brazos y chapotear en busca de un asidero que nos salve de ese temporal naufragio individual. Al fin escuchan nuestro auxilio, y nos rescatan, aunque en el proceso el salitre ha llenado nuestros pulmones y necesitamos cura de reposo, desintoxicación y reformateo del disco duro. Un nuevo pautado, para volver a nuestro mundo.

La imagen del beneficio, del billete y los ingresos debería (esto para mí me lo digo, los demás que decidan a su aire) debería morar a lo lejos, como un barco visible en la distancia absorbido por las brumas de la mañana. Contamos con fuerzas suficientes para, quienes así lo quieran, rechazar el ansia (recordemos que nunca es una necesidad) del "querer más" o su homólogo, el "tener más". Vivimos con poco, pero vivimos por y para mucho más de lo que unos números en la cuenta corriente puedan brindar. Lo que cuenta siempre está dentro, lo que revela quiénes somos y hacia dónde podemos ir nunca vendrá de fuera; reside, hondo, protegido y armado, en oscuros intersticios de nuestro interior. Jamás lo decidirá posesión o exterioridad alguna; los ricos lo son antes de nacer, y nunca perderán su tesoro; los pobres, por mucho que acumulen, que sumen y adquieran, permanecerán en su miseria.

La sumersión puede ser ligera, cauta, conocedora de sus propios límites, o autodestructiva, descendiendo hasta los abismos, hundiéndonos hasta la médula. Las aguas pueden traicionar, incluso al nadador más experto.

El ansia de bañarnos puede acabar ahogándonos. No lo olvidemos.

(Fotografía de Nano71)

13 de junio de 2009

Bifurcación y disyuntiva



Todos lo hacemos a diario: mientras conducimos, cuando cerramos los ojos, al despertar, tras abrazar a quienes amamos... La elección, ya sea doméstica, mundana o espiritual, determina, sin darnos cuenta, lo que vamos a ser (o lo que va a ser de nosotros). Nuestras resoluciones marcan un rumbo, un destino, una meta... el éxito y el fracaso. Las hay fáciles (y suelen ser las importantes), que se toman siguiendo más un instinto que una reflexión. Otras, sin embargo, requieren de dilatados y obtusos (y, muchas veces, completamente vanos) pensamientos sobre sus ventajas e inconvenientes.

Estoy decidido a decidirme. A punto para moverme, girar y echar a andar. Creo que sé hacia dónde debo ir. Rectifico: estoy seguro de ello. No me cabe la más mínima duda. Ya no. El pasado trajo titubeos, la incertidumbre propia del novato, que arranca miedoso el motor mirando de reojo al examinador, antes de meter la primera marcha. Ahora sólo hay firme convencimiento. Desde luego, uno puede acabar estrellándose al fondo del barranco; es lo que tiene el arriesgarse. Si no nos ponemos frente al volante nosotros solos, si no tratamos de vencer la desconfianza, siempre tendremos la certeza de la cena caliente, del plato de sopa y el vaso de leche. Pero la carretera no aguardará eternamente. Y la noche acaba pronto.

El sendero está abierto, dividido. Sus tres ramales parecen diverger hasta el infinito, y sin embargo, nacen en un mismo punto. Difieren, aunque sean hermanos. Semejan, al principio, ser idénticos, pero pronto modulan su forma, y vierten en su trayecto distintas nociones de vida. Adelantamos un pie. Nos detenemos. Volvemos atrás. ¿Hacia dónde vamos? Tal vez para responder a esta cuestión necesitemos contestar antes a la de "¿De dónde venimos?". O quién sabe si será al revés...

Pero toda respuesta y toda pregunta ante una disyuntiva vienen a ser como el maquillaje excesivo de una mujer; sólo le resta la belleza que ya posee. La terna de posibilidades no se nos presenta para la elucidación filosófica o la meditación personal; está ahí para correr riesgos, para pervertir la cómoda disposición de nuestras existencias. La seguridad sólo se mata con la indecisión, pero ésta genera a su vez aquella, si somos osados y lo permitimos. Echemos, pues, una rápida mirada a lo que se nos ofrece.

En mi caso (si se me permite exponerlo), la tríada muestra un abanico plural y antagónico. En uno de los ramales veo infinidad de huellas frescas. Muchos han transitado por allí, y hace bien poco. Es el sendero del trabajo de nueve a tres, fines de semana libres; contempla coches recién comprados, hipotecas a pagar durante décadas y pisos propios (es decir, de los señores bancos); best-sellers sobre la mesita de noche, cenas y vacaciones en la playa en agosto, y ... (ponga usted aquí lo que quiera). Quien lo desee, ése es su camino. Lo entiendo, aunque quizá ellos no entiendan que no, que, por nada del mundo, es el mío.

Entonces, ¿cuál es el mío? Quizá lo tenga justo delante. Tal vez es ése que presenta matorrales y malas, malísimas hierbas, cuyo desdibujado trazado apenas permite entrever hacia dónde dirige su materia. Hace mil años que nadie holla su terreno; alguien pisoteó sus flores un día lejano, mas hoy ningún alma se atreve a adentrarse en el páramo sin compañía, sin su 'gps', sin todo lo demás. ¿Es el camino del solitario, del anacoreta con harapos y petate a la espalda, del ermitaño gruñón, del cascarrabias del pueblo? Quizá. Pero tampoco por él debo yo penetrar (o tal vez ya lo haya hecho y no lo he percibido... siniestra posibilidad).

Bien, no queda más que una alternativa. Es fácil, en consecuencia, la elección. No obstante, no percibo nada. Veo el camino en mi mente, pero no existe en la realidad. Carece de sustancia, de entidad. Únicamente distingo la entrada; el resto está en nieblas. ¿Será porque, como la falsa democracia que se cierra en torno a un sucio bipartidismo, la tríada no permite más que dos opciones, aunque señale con fingida franqueza su diversidad?

Yo no lo sé, pero la decisión es inevitable. Ni el camino de nadie, ni el de muchos. Ni el sendero de lo ya sabido, ni el del absoluto desconocimiento. Ni blanco ni negro, dulce o amargo. Ni el de la vida o la muerte. Sólo un camino, el mío. Sólo un hombre. Avanzo un paso. "¿Qué habrá más allá de esa espesa niebla?", me pregunto. Y, claro, no tengo más que una forma de averiguarlo.

Volveremos a vernos. Supongo...

(Imagen: Steward Watt)

8 de junio de 2009

Gregarismo insípido

"En el mundo no se puede elegir más que entre la soledad o la vulgaridad."

Arthur Schopenhauer.

2 de junio de 2009

Conversión artrópoda



Anoche tuvo lugar un suceso extraño. Vivir enmedio de corrientes naturales y bosques de naranjos es disponer de un río constante de hechos singulares, a poco que eches un vistazo a tu alrededor. Las hormigas, de quienes hablábamos hace poco, sufrieron ayer una transformación radical; de lentas, afanosas y pacientes, ancladas al mundo bidimensional, mutaron hasta convertirse en aladas, turbadas y confusas criaturas de la noche, que vagaban en las alturas hacia un destino desconocido. Una metamorfosis ontológica en toda regla.

Y esto, ¿por qué? Me parece que nadie lo sabe exactamente. Unos dicen que la proliferación de tales instrumentos para el vuelo en nuestras amigas predicen lluvias a largo plazo; otros que señalan aguaceros ya padecidos. Algunos sostienen que estos insectos siempre han sido así, alados y de abdomen hinchado, y que constituyen los "machos fertilizantes", que escapan de la atracción del nido con el fin de aparearse con las reinas de la especie y, de este modo, difundir su carga genética hasta mayores dominios. Y, por último, los hay quienes afirman que las alas aparecen sólo justo cuando hay que fecundar a las reinas, en una especie de "vuelo nupcial", y que con anterioridad los machos alados eran simples hormigas corrientes.

No importa, la explicación no esconde el misterio. Porque lo hay, en efecto. Primero, no podemos (o al menos yo no) dilucidar la desconcertante y, absolutamente rigurosa, sincronización de sus movimientos. ¿Cómo pudieron abandonar sus refugios bajo tierra tan gran número de animalia en tan poco tiempo y, además, simultáneamente? Porque, doy fe de ello, en un instante apenas merodeaban un par de ejemplares y, acto seguido, eran (literalmente) miles y miles de individuos los que llenaban el aire húmedo del crepúsculo. ¿Quién ordenó su salida al ruedo? ¿Cómo supieron, con sus diminutos cerebros, cuándo debían dejar atrás el nido y elevarse, todos a una, en busca de la reina de sus sueños? La biblia genética no da para tanto. Hay que encontrar una razón, pero de momento ésta se nos escapa...

Por otra parte, podemos preguntarnos también por qué motivo seguían, en general, una misma dirección. Cierto que había ejemplares algo confundidos, quizá desorientados ante tanta profusión de raudos hermanos, pero la mayoría guiaban su danza hacia la declinante luz solar, que emergía apenas por encima del horizonte. Sin embargo, las luces artificiales eran mucho más intensas, como las de la ciudad vecina, y de ser su movimiento una obedencia ciega a las imposiciones de la iluminación deberían haber marchado en pos de la urbe, más bien que hacia el astro amarillo.

Pero hay algo más, un aspecto que me fascina de esta singular transformación. Aunque no estrictamente, las hormigas son seres bidimensionales. Es decir, en general viven conociendo, únicamente, los movimientos hacia delante y atrás, y hacia la derecha e izquierda. Desde luego, cuando ascienden por una pared dan cuenta de la tercera dimensión, pero para ellas bien podría no suponer gran diferencia, dado que en su trepar la noción de "arriba" o "abajo" carece de significado. Su reptar vertical viene a ser lo mismo que gatear por una superficie horizontal.

Mas, al transformarse, cuando un don natural les configura para la vida en las alturas, las hormigas entran de lleno en una nueva dimensión. Ya pueden abrazar el mundo que les estaba vedado, la magia del errar por encima de sus semejantes. Ya son seis las direcciones que pueden tomar, tres de ellas instantáneamente. Algo que nosotros también podemos hacer, aunque limitados a la piel de la superficie planetaria. La mutación permite un ámbito de exploración desconocido, un universo de espacio que creíamos inexistente. ¿Seremos nosotros también algún día seres alados? ¿Nos desembarazaremos de la crisálida que nos mantiene unidos al mundo terrenal y, a modo de mariposas humanas, tomaremos conciencia de esa "otra dimensión" allende las tres (cuatro, y entendemos que el tiempo también lo es) ordinarias? Esta idea, hoy ridiculizada y caricaturizada por gurús y líderes de la Nueva Era, puede tener trás de sí mucho más de lo que suponemos. Si no, preguntad a las amigas hormigas...

Sabios de la antigua China, los maestros shaolín, observaban los insectos y animales para aprender de ellos comportamientos y conductas, sus movimientos y virtudes. Examinando lo que ellos son, y en lo que se transforman, mejoraron sus vidas y adquirieron mayor entendimiento del vínculo que, como siempre decimos, nos une a esas criaturas. Quién sabe si tal vez la conversión de las hormigas en seres alados, esa metamorfosis ontológica, nos está indicando algo que está por llegar: un cambio, la transmutación esperada, la erradicación de la ceguera, y el descubrimiento de lo que mora en las alturas.

(Dibujo de María Wenicke)