17 de diciembre de 2006

A orillas de grandes sueños



La vida es puro sueño. Desde el nacimiento hasta la muerte nos movemos en aguas turbulentas, de ensueño, de irrealidad: a veces parece que vivamos en un mundo onírico, completamente ajeno a algo que podemos llamar "realidad". En ocasiones, esta realidad es evidente, palpable, en otras parece desaparecer, volcando la existencia en un mar ilusorio.

Lo que importa de todo esto es que, sea la vida realidad o no, debemos llenarla de sueños, de metas, de aspiraciones totales y totalizantes, que nos realicen, que nos hagan felices. Algunos de esos sueños serán imposibles de alcanzar, otros resultarán más asequibles, y otros tomarán forma sin que nos lo propongamos conscientemente. Sabemos que la vida no es perfecta; a veces nos hiere cuando creemos que estamos en la cima, cuando estamos alcanzando la cúspide, como para hacernos ver lo frágiles e insignificantes que somos, y lo intrascendente de nuestras ambiciones. Pero los deseos permanecen, tercos, en nuestras mentes. No hay forma de alejarlos de nosotros, porque sin ellos, en realidad, no habría vida. Son la sustancia que da sentido a nuestra existencia, aunque tras décadas de esfuerzos acaben por disolverse en el aire de lo imposible. No obstante, síguen ahí, latentes, para siempre.

A punto de que el 2006 llegue a su ocaso, algunos de esos grandes sueños que antaño parecían lejanos, como en otro mundo, y dignos de la mayor utopía, por modos de vida y circunstancias personales, ahora, tras unos pocos meses, empiezan a tomar forma. Al mismo tiempo, un sueño repentino, increíble, que atraviesa la vida y la tienta, como salido de la nada, ha estado a punto de acabar, al menos temporalmente, con aquellos otros anhelos largamente esperados. Como una sacudida intensísima y poderosa, la llamada ha alcanzado el espíritu de un hermano de armas, quien se ha visto absorbido de inmediato y, decidido, emprende al parecer el Gran Viaje. Pero los sueños residentes desde hace lustros son aun más poderosos, y llevan mucho tiempo a la espera; zahieren el ser y no dejan lugar para otros, por novedosos y electrizantes que sean. Así que, de momento, me cobijaré aquí por unos meses, alejado del camino que aún me espera, viviendo como sé, vivificando y robusteciendo mi ansia de libertad, independencia y evolución.

Mientras otros cruzan ríos en parajes extraños y miran cielos distintos, yo moraré en tierras conocidas y firmamentos ya sabidos, pero no por mucho tiempo. Mi sueño, mis sueños, guardan esencia de movimiento, de exploración, de salida y no se sabe si de vuelta. No hay que desesperar. Cada cosa a su tiempo, sin prisa, porque ya llegará el momento.

Paso a paso, y, al fin, el camino se abrirá por fin a tus pies.

12 de diciembre de 2006

Disidentes en un mundo extraño

El mundo actual, tal y como lo conocemos, está destinado a desaparecer. No puede moverse de la forma en que lo hace y nosotros, los mortales que en él moramos, adecuarnos todo el tiempo a sus aceleraciones. Pero no me refiero al mundo natural, del que partimos todos, sino el mundo artificial, el creado en occidente, el que marca nuestras vidas. Debe estar destinado a desaparecer, porque es un mundo de locos.

Pienso en este momento en la gran mierda, en la enorme mentira creada en Navidad para satisfacer bolsillos de ricos y hacernos creer que el mundo es un maravilloso paraíso de bondad, solidaridad y armonía entre los hombres y mujeres de la Tierra. Es el colmo de la hipocresía, de la falsedad cubierta por sonrisas falsas y vestidos de diseñador. A la gente le pasa algo grave si sólo piensa en compras, en halajes, en billetes y en esos horteras Santa Claus colgando del balcón, el colmo de la cursilería y el mal gusto. Debo ser el único que aborrece ir a un centro comercial, cargarse de bolsas y creer que soy por ello más feliz. Las posesiones acaban por poseernos. Curioso, y trágico.

En otro orden de cosas, el otro día comentaba con un hermano, más él que yo, lo hostil e incomprensivo que se ha vuelto el mundo (no quiero creer que siempre ha sido así) con los disidentes, los distintos, aquellos que no prosiguen por el camino marcado. Parece que tengas que hablar, comportarte y ser como los demás para que éstos no crean que estás tarado o que los consideras inferiores a ti. A veces, un silencio ante una persona se interpreta como un signo de que no merece ser hablada, cuando en realidad el 'ser silencioso' está a miles de kilómetros de allí, en realidad, en otro mundo, en otro Cosmos. Es decir, quienes no entienden nada, lo malinterpretan todo. Ante esto, uno quiere huir, volar hasta donde puedas ser tú mismo sin tener que dar explicaciones continuamente. Mi hermano se sentía hastiado de su situación, y yo le comprendía, porque en cierto manera yo siento lo mismo; al mismo tiempo, intentaba comprender por qué la gente es tan necia, tan escasa de luces ante lo diferente, ante lo que no respira como ella. ¿No pueden comprender acaso que hay otras formas, otros caminos, esencias distintas que buscan su lugar? ¿Por qué tienen que intentar cambiar a los que no son como ellos?

A raíz de estos pensamientos y tras las conversaciones con este hermano de armas, que han dado lugar a otras reflexiones sobre el tema, en las que uno se siente más extraño que nunca en este mundo que llamamos civilizado e ilustrado, he compuesto un pequeño relato, que se publica en un post aparte. No vale mucho, es cierto, y lo escribí de un tirón en media hora sin cambiar nada, y además tiene un final demasiado bonito, lo reconozco, pero pese a sus limitaciones y carencias, espero que sirva, por una parte, para poner de manifiesto que, siendo todos nosotros iguales, en nuestras esencias hay un poso muy distinto; de anhelo, de búsqueda, de inconformismo, de lo que uno quiera. Por otra parte, también puede servir para mostrar que los diferentes, los que se alejan de la corriente en masa, a veces tienden a verse a sí mismos como seres especiales, y que si de hecho lo son es, más que por sus propios méritos, por la mediocridad y uniformidad de todos aquellos que le rodean.

El sueño del pájaro libre

Había una vez un hermoso pájaro encerrado en una celda de metal; su cárcel era ancha, espaciosa, y era compartida por otros semejantes a él, pero el pájaro no se sentía a gusto con ellos. En el fondo no quería, intentaba evitarlo con todas sus fuerzas, pero los odiaba. Por su ceguera, por no ver que estaban encerrados, por su apatía e indiferencia ante lo que les rodeaba. Tenía a su lado a muchos que parecían ser como él, pero siempre se veía solo.

A veces intentaba hacerles ver cómo era, por qué, a diferencia de los otros, sufría cada día en su compañía, pero como no quería hacerles daño, nunca les hablaba directamente. Hubiese sido demasiado duro para ellos. De qué serviría, pensaba, decirles la verdad, si no la comprenderían, o la malinterpretarían, como hacían siempre. Sus silencios les confundían, sus cantos eran extraños, solemnes y llenos de amargura; los de sus compañeros, en cambio, sostenían siempre la vivacidad y la armonía, pero eran sosos y estúpidos, pensaba el bello pájaro. Podían trinar sin parar, horas enteras, y sin embargo, no llegaban sus melodías a ninguna parte. Eran como sonidos vacíos destinados al olvido inmediato.

Él era distinto, sin duda; amaba la vida y el amplio mundo a su alrededor; necesitaba salir de la celda, ir a buscar a otros pájaros, hermanos reales suyos, y guarnecerse de las apatías e indiferencias de los demás compañeros de cautiverio. La celda, no obstante, era firme, y sus barrotes, finos, carecían de intersticios lo suficientemente anchos. El pájaro, siempre solo, siempre ignorado, permaneció en silencio durante mucho tiempo.

Hubo un instante en que, tras anhelar con tanta fuerza su liberación, se vio a sí mismo desatado al fin, los grilletes abiertos y el mundo exterior a la espera de ser descubierto. Sin entenderlo, pero feliz por su huida de la insensibilidad y el oprobio, marchó al aire limpio y nuevo; no viciado ni contaminado, el ambiente era de una pureza tal que apenas se elevó perdió el equilibrio y fue a caer a la entrada de la caverna donde había vivido hasta entonces. Quiso emprender el vuelo de nuevo, más sus miembros no le respondían. No era insólito, pensó, entristecido, pues jamás había aprendido a volar.

Echó entonces la vista atrás y distinguió, como a mucha distancia, la celda de sus semejantes, que según él no eran tales. Seguían allí, en su mundo estrecho, en su limitada esfera de vida, y se compadeció de ellos. No le miraban, si siquiera sabían que había huido, y seguramente tampoco les importaba. La compasión pronto se convirtió en odio, y en poco tiempo el bello pájaro del color del fuego sentía una hostilidad creciente hacia ellos. "Míralos", se decía, "no saben ni entienden nada, recluidos en la celda, en la prisión de sus vidas". "Yo, en cambio, soy ahora libre, y haré y viviré cosas que ellos jamás sospecharán", se dijo, orgulloso, el pájaro dorado. Pero, ¡ay!, sus alas rechazaban cualquier intento de elevar su armonioso cuerpo hacia las estrellas. Las movía frenéticamente, con furia, con energía desmedida, mas todo lo que abandonaba el suelo eran unas cuántas motas de polvo.

Irritado, al pájaro de oro empezó a cantar una melodía cacofónica y estridente, la cual llegó hasta sus compañeros, quienes dirigieron sus miradas hacia el origen de aquella tonada inarmónica y cruel. Buscando quien hería sus oídos, reconocieron al pájaro de bellas plumas doradas. Entonces, mientras éste aullaba de rabia, los otros pájaros vieron que enfrente suyo había un gato enorme, profundamente dormido sobre un montón de paja. Sin embargo, el cántico del pájaro de oro era demasiado ruidoso, y el gato parecía ir despertándose. Alarmados, los pájaros de la celda iniciaron sus propios trinos con la esperanza de avisar a su compañero que quizá, pensaron, se había extraviado de la celda por algún motivo que ellos no comprendían. Sin embargo, sus trinos eran muy agudos, y terminaban ahogados por el potente canto del pájaro dorado. Uno de los pájaros esclavos, viendo que al parecer su amigo tenía intención de volar, sintió una pena infinita por él, dado que sus alas no estaban hechas con esa finalidad. Pero, como último recurso, propuso a sus hermanos tratar de ayudarle ofreciéndole unas alas nuevas. Así, cada uno de ellos aportó una pluma, y confeccionaron en un tiempo récord un par de membranas flexibles y ágiles, que tal les fueran útiles al apenado pájaro dorado.

En ese momento el gato se despertó, pero no vio al pájaro dorado; en su lugar, se dirigió con aire somnoliento al tazón de comida, donde dio un par de bocados a los restos de la comida de ayer. El pájaro dorado, agotado, había concluido su lamentación en forma de indignado gorjeo, y fue entonces cuando vio al gato. Atemorizado, el pájaro de fuego quiso volar para huir de él, pero de nuevo fue incapaz. Fue entonces cuando oyó el canto cadencioso de sus otrora compañeros de celda, y su mirada descubrió que, ante ellos, había un par de plumas extrañas, con distintas tonalidades. Entendió que tal vez con aquellas plumas pudiese por fin iniciar el vuelo y huir de aquel horrible gato, de modo que se dirigió con dificultad hasta la base de la celda, donde les esperaban sus antiguos camaradas. Una vez allí, les pidió el par de alas que ellos poseían.
– ¿No puedes regresar a la celda, verdad? – le preguntó uno de los pájaros encerrados, mientras le tendía las alas por entre los barrotes.
– No, lo que quiero es simplemente volar más allá de ella –explicó el pájaro dorado. – De todas formas, no lo entenderías, así que gracias a todos por vuestra ayuda.– Se colocó las alas sobre las suyas y, de forma milagrosa, encajaron a la perfección. Las batió para probar e, impresionado, vio que eran muy ligeras, pero que le elevaban del suelo sin apenas esfuerzo.
El gato vio movimiento por el rabillo de su ojo derecho y de inmediato se giró hacia allí; vio entonces al pájaro dorado intentando volar, de forma torpe aún, y se lanzó hacia él. Raudo, llegó hasta donde el pájaro se encontraba y, de un zarpazo, lo echó al suelo, frustrando todas sus intenciones de huir. Justo cuando el gran gato negro abría sus fauces oscuras para engullírselo, el pájaro dorado abrió sus ojos y el sueño inquietante desapareció.

Allí estaba él, aún dentro de la gran celda, acompañado por todos aquellos compañeros suyos, quienes proseguían sus cánticos insulsos y parecían no reparar en su presencia. Todo había sido, en efecto, un sueño. En el sueño ellos le ayudaban a él, aunque la culpa de no escapar fue sólo suya: de no haber perdido el tiempo en estúpidas lamentaciones, en sus rabias absurdas, hubiese abandonado para siempre aquella cárcel de acero. Había, no obstante, algo en el sueño que parecía hacerlo real; “¿y si el sueño no fuera tal, simplemente? ¿Y si fuese una premonición de lo que está por venir?”, se preguntaba el pájaro dorado. “Si mis compañeros son quienes me ayudan a escapar, incluso alejándome de ellos mismos, ¿no debería yo?, si... , ¿no debería ... ?”.

Tras unos momentos de reflexión, el pájaro dorado se dirigió hacia donde estaban sus compañeros. Al principio hubo una clara nota discordante en el grupo de pájaros trinantes, pero pronto esa nota, sin desaparecer por completo, se perdió entre la belleza y la sencillez de una melodía alegre y feliz, la melodía de una reunión largo tiempo anhelada.

3 de diciembre de 2006

Abriendo una senda



La Naturaleza siempre está dispuesta a dar a veces algunas sorpresas. Olisqueando el ambiente, brumoso y opaco, del día de ayer, marché a las montañas, mis montañas (entendidas no como posesión, sino como parte de ti mismo). Enfilé un camino muy bien señalizado, de interés ecológico, y de una cierta importancia para los andariegos que se pierden en la espesura del bosque sin más motivo que el existencial. Yo mismo lo había trillado antaño, como parte de un programa (impensado e inconcluso) para paterame todos los rincones de mi querida y cada vez más devastada comarca. Casi nunca tengo un plan para adentrarme en las montañas: simplemente el vehículo me acerca hasta ellas, y luego todo es cuestión de un giro rápido de volante o una decisión espontánea.

Una vez penetro en el tapiz de rocas, árboles y flora arbustiva, el mundo cambia. Sólo unos metros más atrás hay cierto jaleo de perros ladrando, gentes con motosierras, y los signos de civilización. Tras avanzar unos pasos, a uno le invade la selva. El valle se encajona, el cielo parece oprimirte, y el silencio nace de repente. Es una sensación agradable, hechizante. Del gris y brumoso firmamento aparecen aves en las alturas, algún conejo surge del suelo fangoso, y todo lo que hay a tu alrdededor se reduce a lo que la Naturaleza ha creado. Vida, silencio, y espacio.

La verdad es que en ese momento he tenido la impresión que era la primera persona en mucho tiempo que se arrastraba por allí. Parecía que nadie hollaba esas tierras... casi desde la creación del propio Universo. Unos pasos más y la propia tierra me lo confirma: las zarzas y arbustos que, de ordinario, se limitan a los márgenes adyacentes del camino, descansan ahora sobre el trazo del mismo. Quizá, un par de años antes, cuando visité el lugar por última vez, fui en realidad el postrero visitante... . No obstante, y pese a los daños que otras veces las zarzas ocasionan, no he amilano y sigo adelante. Con las manos, los brazos, los pies, la mochila, a veces con la nariz, voy quitando las hierbas y me abro paso, no sin dificultad. Las zarzas hieren un poco, las botas se llenan de fango y agua, el corazón se acelera y sudas para avanzar un par de metros.

Una sensación maravillosa y terrible, al unísono, es la de saber que en la mochila, mi única compañera, no descansa ningún móvil, el aparatejo más enojoso y, al tiempo, salvador que uno pueda imaginar. Yendo entre desmontes, con tajos enormes a uno y otro lado, la cosa más sencilla del mundo es despeñarte y acabar hecho puré en el fondo de un barranco anónimo. Pero ahí reside, en efecto, la aventura, el riesgo, la conmoción que supone estar solo en medio de toda esa enormidad y sin nadie que pueda echarte una mano. No se trata de despreciar la vida, más bien al contrario; de la soledad (verdadera) surge la estima hacia tu existencia, y ello te hace asirla con fuerza, para darle la mayor significación posible. Y esto sólo es realizable si eres consciente de que puedes perderla al menor descuido.

Hay muchas maneras de abrir una senda. Uno puede ir a la montaña y a manotazos abrirse camino por entre la maraña; pero también puede hacerlo en la vida "corriente". Es más, quizá deba hacerlo, porque quien no lucha, quien no siente deseos de arrancar la pobredumbre que infecta a raudales este mundo no me parece humano. Como el sendero por el que apenas pude avanzar ayer, hay caminos dificiles en esta miserable y espléndida vida; pedregososos, fangosos, llenos de peligros y solitarios, que sólo recorren unos pocos. Los hay, también, tan limpios de zarzas como las grandes autopistas, por las que circulan casi todos: vías seguras, iluminadas, que nos llevan fácil de un lugar a otro.

En función del carácter de cada cual, nos movemos por unas sendas u otras. En función de lo que para nosotros representa la vida, decidimos lo fácil o lo dificil, lo limpio o lo sucio, lo usado o lo inmaculado. En función de cómo somos, penetramos en el sendero lleno de zarzas, o nos limitamos a regresar a casa donde, calentitos y bien abrigados, al amparo de un mundo domesticado, continuamos nuestros quehaceres en la civilización. A salvo de peligros incontrolables y barrancos escarpados, sólo con los riesgos creados por el hombre en su pompa artificial, nos limitamos al consumo y a la concurrencia.

Y, ahí, ése es el mundo en el que nos hallamos, impersonal, frío, distante para todos nosotros. Entro en Internet, abro el blog, empiezo a escribir estas líneas. Y miro hacia afuera, a las montañas, a la Madre. Quizá deba ir, quizá deba volver a penetrarla, y hacerme suyo. Tal vez, sí, deba volver a abrir una senda.