12 de diciembre de 2006

El sueño del pájaro libre

Había una vez un hermoso pájaro encerrado en una celda de metal; su cárcel era ancha, espaciosa, y era compartida por otros semejantes a él, pero el pájaro no se sentía a gusto con ellos. En el fondo no quería, intentaba evitarlo con todas sus fuerzas, pero los odiaba. Por su ceguera, por no ver que estaban encerrados, por su apatía e indiferencia ante lo que les rodeaba. Tenía a su lado a muchos que parecían ser como él, pero siempre se veía solo.

A veces intentaba hacerles ver cómo era, por qué, a diferencia de los otros, sufría cada día en su compañía, pero como no quería hacerles daño, nunca les hablaba directamente. Hubiese sido demasiado duro para ellos. De qué serviría, pensaba, decirles la verdad, si no la comprenderían, o la malinterpretarían, como hacían siempre. Sus silencios les confundían, sus cantos eran extraños, solemnes y llenos de amargura; los de sus compañeros, en cambio, sostenían siempre la vivacidad y la armonía, pero eran sosos y estúpidos, pensaba el bello pájaro. Podían trinar sin parar, horas enteras, y sin embargo, no llegaban sus melodías a ninguna parte. Eran como sonidos vacíos destinados al olvido inmediato.

Él era distinto, sin duda; amaba la vida y el amplio mundo a su alrededor; necesitaba salir de la celda, ir a buscar a otros pájaros, hermanos reales suyos, y guarnecerse de las apatías e indiferencias de los demás compañeros de cautiverio. La celda, no obstante, era firme, y sus barrotes, finos, carecían de intersticios lo suficientemente anchos. El pájaro, siempre solo, siempre ignorado, permaneció en silencio durante mucho tiempo.

Hubo un instante en que, tras anhelar con tanta fuerza su liberación, se vio a sí mismo desatado al fin, los grilletes abiertos y el mundo exterior a la espera de ser descubierto. Sin entenderlo, pero feliz por su huida de la insensibilidad y el oprobio, marchó al aire limpio y nuevo; no viciado ni contaminado, el ambiente era de una pureza tal que apenas se elevó perdió el equilibrio y fue a caer a la entrada de la caverna donde había vivido hasta entonces. Quiso emprender el vuelo de nuevo, más sus miembros no le respondían. No era insólito, pensó, entristecido, pues jamás había aprendido a volar.

Echó entonces la vista atrás y distinguió, como a mucha distancia, la celda de sus semejantes, que según él no eran tales. Seguían allí, en su mundo estrecho, en su limitada esfera de vida, y se compadeció de ellos. No le miraban, si siquiera sabían que había huido, y seguramente tampoco les importaba. La compasión pronto se convirtió en odio, y en poco tiempo el bello pájaro del color del fuego sentía una hostilidad creciente hacia ellos. "Míralos", se decía, "no saben ni entienden nada, recluidos en la celda, en la prisión de sus vidas". "Yo, en cambio, soy ahora libre, y haré y viviré cosas que ellos jamás sospecharán", se dijo, orgulloso, el pájaro dorado. Pero, ¡ay!, sus alas rechazaban cualquier intento de elevar su armonioso cuerpo hacia las estrellas. Las movía frenéticamente, con furia, con energía desmedida, mas todo lo que abandonaba el suelo eran unas cuántas motas de polvo.

Irritado, al pájaro de oro empezó a cantar una melodía cacofónica y estridente, la cual llegó hasta sus compañeros, quienes dirigieron sus miradas hacia el origen de aquella tonada inarmónica y cruel. Buscando quien hería sus oídos, reconocieron al pájaro de bellas plumas doradas. Entonces, mientras éste aullaba de rabia, los otros pájaros vieron que enfrente suyo había un gato enorme, profundamente dormido sobre un montón de paja. Sin embargo, el cántico del pájaro de oro era demasiado ruidoso, y el gato parecía ir despertándose. Alarmados, los pájaros de la celda iniciaron sus propios trinos con la esperanza de avisar a su compañero que quizá, pensaron, se había extraviado de la celda por algún motivo que ellos no comprendían. Sin embargo, sus trinos eran muy agudos, y terminaban ahogados por el potente canto del pájaro dorado. Uno de los pájaros esclavos, viendo que al parecer su amigo tenía intención de volar, sintió una pena infinita por él, dado que sus alas no estaban hechas con esa finalidad. Pero, como último recurso, propuso a sus hermanos tratar de ayudarle ofreciéndole unas alas nuevas. Así, cada uno de ellos aportó una pluma, y confeccionaron en un tiempo récord un par de membranas flexibles y ágiles, que tal les fueran útiles al apenado pájaro dorado.

En ese momento el gato se despertó, pero no vio al pájaro dorado; en su lugar, se dirigió con aire somnoliento al tazón de comida, donde dio un par de bocados a los restos de la comida de ayer. El pájaro dorado, agotado, había concluido su lamentación en forma de indignado gorjeo, y fue entonces cuando vio al gato. Atemorizado, el pájaro de fuego quiso volar para huir de él, pero de nuevo fue incapaz. Fue entonces cuando oyó el canto cadencioso de sus otrora compañeros de celda, y su mirada descubrió que, ante ellos, había un par de plumas extrañas, con distintas tonalidades. Entendió que tal vez con aquellas plumas pudiese por fin iniciar el vuelo y huir de aquel horrible gato, de modo que se dirigió con dificultad hasta la base de la celda, donde les esperaban sus antiguos camaradas. Una vez allí, les pidió el par de alas que ellos poseían.
– ¿No puedes regresar a la celda, verdad? – le preguntó uno de los pájaros encerrados, mientras le tendía las alas por entre los barrotes.
– No, lo que quiero es simplemente volar más allá de ella –explicó el pájaro dorado. – De todas formas, no lo entenderías, así que gracias a todos por vuestra ayuda.– Se colocó las alas sobre las suyas y, de forma milagrosa, encajaron a la perfección. Las batió para probar e, impresionado, vio que eran muy ligeras, pero que le elevaban del suelo sin apenas esfuerzo.
El gato vio movimiento por el rabillo de su ojo derecho y de inmediato se giró hacia allí; vio entonces al pájaro dorado intentando volar, de forma torpe aún, y se lanzó hacia él. Raudo, llegó hasta donde el pájaro se encontraba y, de un zarpazo, lo echó al suelo, frustrando todas sus intenciones de huir. Justo cuando el gran gato negro abría sus fauces oscuras para engullírselo, el pájaro dorado abrió sus ojos y el sueño inquietante desapareció.

Allí estaba él, aún dentro de la gran celda, acompañado por todos aquellos compañeros suyos, quienes proseguían sus cánticos insulsos y parecían no reparar en su presencia. Todo había sido, en efecto, un sueño. En el sueño ellos le ayudaban a él, aunque la culpa de no escapar fue sólo suya: de no haber perdido el tiempo en estúpidas lamentaciones, en sus rabias absurdas, hubiese abandonado para siempre aquella cárcel de acero. Había, no obstante, algo en el sueño que parecía hacerlo real; “¿y si el sueño no fuera tal, simplemente? ¿Y si fuese una premonición de lo que está por venir?”, se preguntaba el pájaro dorado. “Si mis compañeros son quienes me ayudan a escapar, incluso alejándome de ellos mismos, ¿no debería yo?, si... , ¿no debería ... ?”.

Tras unos momentos de reflexión, el pájaro dorado se dirigió hacia donde estaban sus compañeros. Al principio hubo una clara nota discordante en el grupo de pájaros trinantes, pero pronto esa nota, sin desaparecer por completo, se perdió entre la belleza y la sencillez de una melodía alegre y feliz, la melodía de una reunión largo tiempo anhelada.

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