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5 de enero de 2018

La estrella de la Navidad


Presente en multitud de representaciones e icono "astronómico" de las fiestas navideñas, la estrella de los Reyes Magos (o estrella de Belén) siempre ha sido fuente de diversas interpretaciones para intentar saber qué fue, realmente. Si es que, de hecho, es algo más que un mito. Se supone que la "estrella" fue un astro que indicó a los Magos hacia dónde debían dirigirse, para luego "detenerse" en el lugar donde Jesús había nacido.

Si suponemos que Cristo nació entre el 6 y 7 antes de Cristo (perdón por la contradicción...), que es la fecha más probable, 'algo' hubo de verse entonces que guiara a los Reyes Magos hacia Palestina, para poder encontrar al nuevo Mesías. El problema es saber de qué se trata.

Hay quienes sospechan que se trató de un OVNI, es decir, de algún aparato, nave o artilugio extraterrestre que se acercó hasta los Reyes Magos y les condujo hasta el lugar donde iba a nacer Jesucristo. Puede que existan estas naves, y estos seres, pero no tenemos el menor indicio de que algo así viniera a nuestro mundo esa época. ¿Por qué iba a venir una raza extraterrestre a "alumbrar" el camino de un Dios que, en el mejor de los casos, sólo representa a una parte de la Humanidad? Antropocentrismo puro y duro...

En las obras de la Edad Media (como la de arriba, realizada por Giotto a principios del siglo XIV) suele aparecer en forma de cometa, pero no hay registro de cometas en torno a los años 6-7 a. de C. A veces, en los árboles navideños que colocamos en nuestros salones, la imagen corresponde a una estrella, que bien podría suponer la presencia en el cielo de una nova o una supernova, pero tampoco hay menciones al respecto en las crónicas occidentales, chinas o coreanas.

Tampoco puede ser Venus, que es un astro extremadamente brillante (el de mayor brillo, después del Sol y la Luna), puesto que los antiguos conocían muy bien su presencia matutina/vespertina y no hay modo de que cometieran tamaño error.

¿Un bólido muy brillante? Tampoco, dado que es un fenómeno luminoso pero que apenas dura unos segundos.

¿Entonces? Parece ser que la mejor opción es la situación especial de dos planetas en el cielo, en particular Júpiter y Saturno, que hacia el año 7 antes de Cristo estaban muy cerca en el firmamento. Los Magos, probablemente, eran astrólogos, con lo que harían una interpretación astrológica de este suceso astronómico. Júpiter sería visto como un gran rey (recordemos que Júpiter era Zeus, el rey de los dioses, en la mitología griega que luego re-adoptaría el Imperio Romano). Saturno, por su parte, era el dios romano del tiempo y la justicia. Por tanto: "Nuevo rey de justicia".

Sumado a todo ello, ambos planetas estaban en la constelación de Piscis, un signo de agua. La constelación se asociaba a Moisés (claramente involucrado en temas de agua: se le rescató de las aguas, abrió el mar Rojo, convirtió el agua en sangre, etc.) y de él hasta su pueblo, Palestina. Por este motivo, los Reyes se digirieron hacia allí. 

La importancia de una conjunción tal entre Saturno y Saturno la refuerza le hecho de que dos tablillas de arcilla de Babilonia, halladas en Siphar, hacen referencia a tal fenómeno con entusiasmo. Por lo tanto, era un suceso que ya se conocía que iba a acontecer y que, por tanto, tenía cierta relevancia para los estudiosos del cielo.




Aspecto del cielo cerca de Babilonia, el lugar supuesto del que partieron los Reyes Magos, en una reconstrucción del cielo vespertino del día 29 de noviembre del año 7 antes de Cristo. He colocado el círculo rojo para señalar la conjunción de Júpiter y Saturno, prácticamente fundidos en el cielo, un hecho inusual y de fuerte carga simbólica desde el punto de vista astrológico.

¿Fue en verdad nuestra "Estrella de Belén" esta conjunción planetaria? No lo sabemos con certeza, pero es plausible. Quizá se trate de otra cosa, que hoy desconocemos, o puede que sea un mero invento literario. En todo caso, el interrogante seguirá abierto, posiblemente durante mucho tiempo...

La próxima vez que veáis un belén o una estrella en la cúspide de un árbol de Navidad, pensad lo que podría ser en realidad ese astro. Cometa, supernova, conjunción planetaria... o quizá algo totalmente inesperado y sorprendente.

24 de diciembre de 2017

'Sol sistere'


Ahondando en el tema, y dadas las fechas, recordemos un poco qué significa la palabra que designa la posición de nuestra estrella madre en estos días de frío, mantas y gorros de lana (y de calores, playas y bikinis para nuestros hermanos sureños).

La palabra "solsticio" procede del latín solstitium, que está formado por sol (sol, estrella) y sistere (detenerse, pararse). Esto es, viene a decir que el "Sol está parado, detenido".

Pero, ¿detenido, en qué sentido? Pues porque cuando el Sol alcanza el punto más bajo (o más alto) la duración de los días previos y posteriores es casi idéntica, y a los antiguos les costaba mucho trabajo determinar en qué día estaba más bajo (alto) el astro, y a causa de esta confusión o dificultad les parecía que el Sol se estabilizaba en el cielo, que se paraba, deteniéndose, de ahí lo de sistere.

Por este motivo, también, a veces el solsticio se celebraba el 25 de diciembre. A partir de este momento, la estrella parecía ganarle terreno a la oscuridad, y los antiguos romanos y celtas lo atribuían a una victoria del Sol sobre las tinieblas. 

Y, con ello, la luz volvería a triunfar.

(Imagen: Crepúsculo en Zamora, Mayo de 2011; El Hermitaño)

20 de diciembre de 2017

Luz baja (solsticio)



A punto de penetrar en el solsticio invernal, un tiempo lleno de narices lloriqueantes y manos entumecidas, solemos mirar hacia atrás para ver cómo ha sido el año. Ya se sabe: un análisis del "¿qué tal el 2o17?". Facebook nos ametralla con resúmenes estupendos y llenos de vistosidad, pero su repetición en cada muro resulta, al fin, un poco cansino. Además, si se nos ocurre realizar un autoexamen propio, en pocas ocasiones seremos sinceros, en muchas condescendientes, en otras parciales y las habrá, también, en que no podremos evitar ser claramente interesados. Por tanto, sospechamos que no posee demasiado valor.

Nosotros no vamos a realizar ese ejercicio tan poco original, como tampoco su opuesto, es decir, imaginar por qué derroteros irá el 2018; si precisamente lo bueno es la ignorancia del "qué vendrá", esto es, no poder ni concebir qué sucederá en esos 365 días llenitos de vacío, 365 entradas de la agenda totalmente blancas e impolutas. Que el porvenir las llene, a su tiempo y según su gusto.

Aquí nos limitaremos a formular otra pregunta. Sencilla y directa: "¿Os gusta el solsticio?". Es decir, ese momento en el que el Sol, como un niño tímido y circunspecto, decide bajar casi hasta el horizonte, como queriendo desaparecer. Es un instante (de semanas, pero instante a fin y al cabo...) bello, ese intervalo en el que la estrella arroja las mayores sombras, apenas caldea la tibia atmósfera y su faz parece debilitarse.

Contemplemos los árboles desnudos (algunos, claro; los perennes son unos aguafiestas), los líquenes y musgos que aparecen en veredas húmedas, la (gloriosa) huida de los mosquitos, la llegada de las nieves a zonas altas, el retorno de las humildes hormigas a sus territorios bajo suelo... veamos, también, como emergen del cielo astros nuevos, grupitos de estrellas que titilan con fuerza, constelaciones que abrazan el frío y resplandecen como con luz congelada.

El frío no debe ser impedimento para recrearse en el espectáculo. Aunque a muchos no nos agrade, en realidad el Sol nos está haciendo un favor, con su corto recorrido por el cielo. Porque anuncia que está presto a empezar otro ciclo, que pronto sus rayos volverán a calentar, que su efigie de hidrógeno a 6.000ºC exhalará poderosos chorros de luz y energía (redundancia tonta; son lo mismo). 

Vayamos algo más allá de los resfriados, las bufandas y los tés con tomillo o las sopitas reconfortantes. Pensemos un segundo cómo el Sol, ese astro al que apenas prestamos atención, marca, dirige y guía nuestro estado de emoción, de vitalidad y (casi diría) de salud o enfermedad.

Y brindemos por el solsticio, por cómo las sombras se ensanchan, la luz se atenúa y el disco amarillo alcanza raudo el oeste, para decirnos adiós. Y esperemos que quiera volver a lo alto, lenta pero decididamente, como lleva haciendo los últimos cinco mil millones de años.

Antaño, casi todas las culturas de la Tierra festejaban el solsticio invernal, rogando y realizando ofrendas para que la estrella volviera por encima del horizonte. No eran homenajes frívolos ni faltos de sentido: vivimos gracias a ella. Estamos en deuda con ella. Es más, somos ella (en sentido totalmente literal).

Es una madre, en realidad. Brillante, poderosa y humilde, que ilumina a sus hijos, a todos por igual, sin distinción de raza, cartera, color de piel ni estatus social.

Qué hijos tan ingratos seríamos si, como nuestra madre que es, no le prestáramos la atención que merece, ¿verdad?


(Imagen: Ocaso en tierras de Salamanca, Octubre de 2005; El Hermitaño)

10 de agosto de 2014

'Lacrimosa', por San Lorenzo


Sucedió hace mucho tiempo, pero al parecer los cielos siguen llorando aún hoy por aquel horrible suceso. Tal vez deberían hacerlo igualmente en recuerdo de muchos otros, pero la tradición cristiana, como cualquier tradición, sólo contempla sus propios sufrimientos y sólo a ellos los ennoblece.

Pues bien. El 6 de agosto del año 258 un prefecto de Roma acababa de ejecutar al Papa Sixto II. En medio de este ambiente de violencia y terror, cuatro días después el mismo prefecto urgió a un diácono cristiano, llamado Lorenzo, que le entregara cualesquiera objetos valiosos que poseyera la iglesia. Lorenzo, al cabo de poco tiempo, regresó hasta el puesto del funcionario romano acompañado por un grupo de gentes pobres, desvalidas y enfermas y proclamó, según reza la tradición, desde luego, que aquellos eran los más nobles tesoros de que disponía la iglesia. El prefecto, irritado, ordenó que mataran a aquel insolente. Siempre desde la historia cristiana, la ejecución fue llevada a cabo con una crueldad insoportable: ataron a Lorenzo a un asador de metal, encendieron un bravo fuego justo debajo y vieron cómo Lorenzo ardía, carbonizándose su cuerpo hasta quedar reducido a cenizas.

Aquella noche el cielo se comportó de un modo extraño. Aparecieron por doquier estrellas fugaces, que resplandecían y llenaban el firmamento surgiendo desde la constelación de Perseo, iluminando la noche, a modo de lacrimosa despedida por el penoso y triste fin de Lorenzo. Naturalmente, aquellas estrellas fugaces pasarían a la posteridad como las “Lágrimas de San Lorenzo”, y aunque este año la Luna Llena nos va a impedir contemplar el espectáculo con toda su magnificencia, nunca está de más una ojeada para vislumbrar algún rastro de luz entre la noche veraniega. Sin embargo, habrá que recordar que hay que mirar al este, pues no hay que confundir las lágrimas del santo, que brotan desde la constelación de Perseo (por eso se denominan, también, Perseidas), con otras lágrimas esporádicas que aparecen por todo el firmamento. Es bueno (siempre es bueno…) buscar un sitio alejado de las luces, de los ruidos y las multitudes para apreciarlas mejor, tumbándose en la arena de la playa o con el saco en medio del bosque y aguardar, con paciencia, a los visitantes cometarios. Quizá se vislumbren uno de ellos por minuto, o quizá algo más…

Las lágrimas, en términos (digamos) laicos, en realidad no son más que pedacitos insignificantes de cometa, que éste va dejando a su paso por el sistema solar interior a medida que se acerca al Sol en su alargada órbita. Y, en este caso concreto, se deben a las partículas que el cometa Swift-Tuttle pierde y expele al espacio interplanetario. Cuando la Tierra atraviesa ese rastro de desperdicios cometarios (cuyos tamaños varían entre el de granos de arena a ciruelas), impactan con la atmósfera de nuestro mundo (mundo que, recordemos también, viaja a la nada despreciable velocidad de 30 kilómetros por segundo,  o unos 100.000 por hora); la fricción del choque eleva la temperatura de las partículas hasta hacerlas brillar, ardiendo (como ardió el cuerpo de Lorenzo…) y emitiendo un surco de luz que atraviesa el cielo.

Es bien sabido que, en nuestra cultura, se pide un deseo al ver una estrella fugaz (en Chile hay que coger una piedra si queremos que se cumpla), y se asociaba su visión a la muerte de alguien. En otros lugares, como es lógico, les dan otro significado al de la tradición cristiana. Los rusos, por ejemplo, sostienen que se trata de los diablos que el cielo ha expulsado; en Estados Unidos, tribus californianas veían en ellas las “heces de las estrellas”, y a cierto tipo de estrellas fugaces muy brillantes y que dejan a veces una estela de luz (llamados bólidos) les consideraban espíritus caníbales que perseguían almas perdidas con el fin de devorarlas. Curiosa es la interpretación que se les hace en Filipinas: al parecer, allí las lágrimas son las almas de los alcohólicos que, al transitar por el firmamento negro, recitan una canción, una admonición a quienes están en la Tierra y que reza: “No bebáis, no bebáis”. Estas almas tratan de alcanzar el cielo, pero por la noche las vemos cómo, invariablemente, vuelven a caer a la tierra…

Las Lágrimas de San Lorenzo serán visibles este año, Superluna mediante (coinciden las Perseidas, en efecto, con el perigeo lunar, el punto en que más cerca se halla de la Tierra), desde hace unos días hasta el 22, aproximadamente, pero sobretodo en la noche del 12 al 13, que es cuando acontece el máximo de actividad. Como la Luna estará llena justamente por estas fechas, lo mejor es observar justo después del anochecer y hasta medianoche, porque entonces nuestro satélite aún no habrá aparecido por el horizonte y no entorpecerá la visión de los meteoros más débiles.

Por muchas "Lágrimas" que caigan del cielo... no os olvidéis nunca de sonreír, y de disfrutar.

(Imagen: Darryl Van Gaal, en APOD

4 de julio de 2011

Encanto...



El de la noche, por supuesto. Sólo ella lo tiene en propiedad. La noche es misterio, es incógnita; es lo desconocido. Toda vida termina en noche eterna; y toda noche no vivida es una parte del alma que muere.

¿Qué mejor alimento en una cálida noche de verano que degustar la propia nocturnidad, los mosquitos, la brisa marina, el abrazo de la mujer querida (o el hombre, o ambos...).

Echo la mirada hacia arriba y, tras el cortinaje nuboso y ese disco refulgente, blanco y espeso, de la que nos mira y sonríe, aparece detrás la reunión familiar de luciérnagas estelares... y se me eriza el vello y siento un escalofrío. Siempre me pasa, aunque lo haya hecho mil millones de veces. No puedo evitar notar el vértigo, y me conmueve esa belleza puesta ahí, como un regalo bendito, para contemplación de ojos ansiosos por conocer.

Levanto mis brazos, que aún conservan su rubor, y trato de abarcar el hemisferio iluminado. Es imposible, claro, pero siento como si lo lograra. Hago mío ese infinito, lo interiorizo, y después se me escapa, como una mariposa torpemente atrapada se escabulle entre los dedos. Vuelve el vacío, se desvanece la plenitud, y entonces la magia desaparece.

Te extiendes sobre la hierba. Vuelves a mirar hacia arriba, y es cuando te ves a ti mismo, reflejado, manifestado, presente allá. La magia ha perdurado, después de todo; está en ti. Lo allá situado, y lo íntimo, lo tuyo, ya no está separado. La dicotomía ha estallado; nada queda entre aquello y tú.

La noche irradia, en tu interior. No te marches sin, antes, devolver a la nocturnas notas de esa música que brota de la tierra los últimos acordes, que cantan una unión largo tiempo ansiada. La noche te ha engatusado. Eres suya. Y lo disfrutas.

El encanto ha roto las distancias, y los mitos. La narración del futuro empieza aquí. Espacio, tiempo, ser y destino. Nunca más veas la noche como extraña, como algo externo, objetivo, dado.

Sólo vive aquí (aquí...) dentro. Y, con ella, alumbramos el porvenir. Todos los deseos nacen en su seno.

Vivid la noche, a nuestra manera.

Y, así, resucitaréis.

(Imagen: El Hermitaño)

7 de octubre de 2009

Mira...



Todo está allá arriba... y junto a ti.

No tienes que ir a ninguna parte. Tampoco prepararte con instrumentos, mapas, sillas y demás. Sólo una sencilla mirada, y echas atrás el espacio, y con él, el tiempo. Retornas a un pasado lejano, como lo son todos los pasados, aunque este lo es tanto que quizá rememores tiempos cuando ni tú ni la tierra que pisas existía.

Se hace de noche, vierte el horizonte los últimos rayos de luz. Aprovecha; ahora es el momento. Juguetones cirros se escapan, como a cámara lenta, del influjo de los vientos. Comienza a dominar la oscuridad, y se desperezan astros titilantes en lo alto. Un avión se suma a la fiesta, pero sus luces son desvaídas, vulgares; ignóralas, porque ahora ya sabes dónde están las tuyas.

La parra bate sus hojas al son de la danza cósmica. La araña teje su tela, compuesta por miles de capas concéntricas, mientras por encima de ella brilla el Cisne, y la Zorra parece querer perseguirlo. Se abren las flores del extraño cactus, amarillas y luminosas; saludan a Hércules, que ondula a eones de tiempo de distancia. Un par de gatitos recién nacidos, aún torpes en el andar, se acicalan mutuamente en el instante en que una mano ignorada toca la Lira y unos ojos, nunca vistos, divisan en el horizonte negro como el carbón los movimientos de un Pegaso blanquísimo y eterno.

Oyes ruidos de motores, pero no son nada. Oyes risas de gentes amontonadas y divirtiéndose, a su manera; tampoco son lo que tú eres. Abres la palma de la mano y cubres cinco estrellas; mil galaxias, un tapiz de espacio-tiempo infinito, quién sabe si otros cosmos enteros. Navegas por el espacio, te tomas un vasito de ron al son de las estrellas, y brindas, como siempre haces, levantando el vidrio transparente a la salud de esas almas que resplandecen jóvenes por mucho que los siglos avancen.

¿Te arrepientes? ¿Dudas? No, amiga mía. Éste es tu camino. Pierdes algo, mientras lo recorres; es ley de existencia. Pero vuelve a echar un vistazo, y dime si aquellos otros, los demás, no pierden a su vez esto que tu ahora disfrutas. Y mucho más, aún. Un sendero propio es el camino más difícil de recorrer. Y aunque no lo percibas así, también el más valioso; los peces muertos no sólo siguen la corriente, sino que además no saben que lo hacen, ni hacia dónde se dirigen.

Las luciérnagas estelares te dan fuerzas. Una momentánea luz se abre paso en el tejido atezado, como guiñándote un ojo sobrenatural, divino. Como si te dijera: "Sigue así". Reconforta saber que, aunque carezcas de alientos terrenales, o de pretendientes mundanos, al menos el Universo te ve en la buena vía. Amiga, nunca estarás sola. Ponte las botas, sé valiente y echa a andar. El paso siguiente puede traerte la gloria. Si es que no la posees ya.

Todo está allá arriba... y junto a ti.

(Foto: el Hermitaño)

15 de enero de 2009

La Luna sobre tu cama



Apago la luz a medianoche, tras una vaga jornada (por dispersa, no por vacua), y me dispongo a cerrar los ojos. Pero algo estorba, una extraña luminosidad que penetra por los poros de la persiana. Es ella, naturalmente. ¿Cómo pude olvidarla? Qué formas ante una dama, Dios mío...

Hay gente privilegiada por muchos motivos, aunque ellos mismos no lo sepan. Uno de ellos era yo, mas ahora ya soy consciente. Mi habitación, que da a los patios interiores del bloque de pisos donde moro, tiene su ventana orientada al este, que es, desde luego, la vía de escape de los astros. Por allí nacen, brotando cada día, sus luces, casi siempre apagadas por las urbanas, más numerosas y menos sutiles. Cuando los cielos, barridos de humedades y nubes, se oscurecen y llega el momento del catre, a veces esas luces titilan con fuerza, y uno alcanza el sueño en su compañía... a falta de otra mejor.

Pero cuando es la Luna la que saluda desde lo alto, hay que rendirle tributo. Así que coges un par de cojines, reorientas tu cuerpo en dirección contraria, para que esa luz que filtran desechos nubosos impacte de lleno en tu rostro, y puedes incluso conectar un poco de música para ambientar (no importa el género, desde Tchaikovsky y su 'Patética', que va de perlas, hasta los riffs de Jimmy Page en 'Danzed and Confused', por ejemplo) o, si lo prefieres, te limitas al silencio. Mientras se van oscureciendo las viviendas contiguas, mientras la Luna llena eleva su cara manchada, permaneces echado, como hipnotizado, y no piensas en nada. No puedes, porque aquello, lo que estás viviendo, está por encima de tu propia mente.

Entonces llegan las nubes. Pasan a través de nuestra confidente, trasgrediendo su haz luminoso a la vez que se colorean sus propias esencias. Debe gustarles, porque parecen aminorar su recorrido por la faz lunar. Se desprenden chispas de colores vistosos, y grumos de nube prenden como fajos de paja reseca. Con la claridad lunar se aprecian formas y figuras en ellas: animales, monstruos, deformidades, todo un bestiario nuboso que la imaginación estimula. Después, emasculada la pigmentación, los cúmulos (quizá fueran estratos, quién sabe) se enfrentan a las constelaciones, que vencerán con comodidad.

La Luna recupera su tez prístina justo cuando vuelves a pensar, no sabes si afortunada o inoportunamente. Recuerdas las clases de astronomía (aquellas en las que tú mismo hacías, al alimón, de profesor y alumno...) y te viene a la memoria que lo mismo que hizo a la Luna tal cual es, hace tanto tiempo que da pereza escribirlo, te ha hecho a ti, también. Es el momento de la especulación. ¿Será alguno de los átomos de mi pie un residuo que antaño estuvo en la cima de alguna de las montañas lunares? ¿Los `Montes Teneriffe' quizá (por lo del patriotismo)? ¿Conservo en mi mano un registro atómico de la lava surgida en la Luna, y que inundó su superficie? ¿Será parte de mis ojos materia procedente de un meteorito que, impactando en la fría cara lunar, rebotó hasta la Tierra cuatro mil millones de años ha?

Creo que no, pero es bonito pensarlo. Y aún más lo es creer que tu mismo cuerpo, una vez termine su periplo en la Tierra, y si no cometes el error de enjaularlo en un féretro estanco, partirá a reunirse con sus átomos primordiales de los que formaba parte en tiempos indescriptibles. Vida y muerte son una misma cosa allá arriba. Mientras, nosotros nos empeñamos en dicotomías absurdas, aquí abajo. Queremos matar la muerte, sin darle vigor a la vida. Como dijo una vez por aquí, en el colmo de la lucidez, una amiga (perdón, una Amiga), "es jodido vivir cada dia sabiendo que podemos morir, en cualquier momento; pero más jodido es morir y darnos cuenta en el ultimo momento que no hemos vivido".

Palabras duras, pero muy ciertas, que a la luz de esa Luna grande, redonda y amarillenta aún saben mejor. Ahora, cuando su disco tropieza con el cemento de un edificio cercano, me retiro a dormir, que por hoy ya está bien. Mañana, Ella vuelve a salir, aunque un poco más tarde.

Yo, al menos, la esperaré despierto.

(Fotografía de Jay Ouellet)

23 de diciembre de 2008

Ritual de solsticio



"En el solsticio de diciembre (invierno en el hemisferio norte), se celebraba el regreso del Sol, en especial en las culturas romana y celta: a partir de esta fecha, los días empezaban a alargarse, y esto se asociaba a un triunfo del Sol sobre las tinieblas, que se celebraba encendiendo fuegos. Posteriormente, la Iglesia Católica decidió situar en una fecha cercana, el 25 de diciembre, la Natividad de Jesucristo, dándole el mismo carácter simbólico de renacer de la esperanza y la luz en el mundo y tratando así de solapar al mismo tiempo la festividad pagana previa".

En todos nosotros anida la Navidad, ya sea secular o sagradamente, ya esperemos con ansias las reuniones familiares y las Misa del Gallo o detestemos ambas, ya nos maravillen sus luces, colores y olores o las odiemos a muerte, viéndolas como grotescos despedicios. En todo caso, siempre persiste algo del carácter navideño en nuestro interior, lo queramos o no.

Personalmente, dado que no comulgo con los excesos usuales de las compras, las loterías, las cenas de empresa y los conciertos religiosos (aunque suelen enternecerme los pesebres, los villancicos, los momentos en que mis sobrinos abren sus regalos, el adornado árbol y la ceremonia recogida), una buena forma de intimar con las connotaciones propias de la época puede ser rememorar las celebraciones añejas de culturas hoy extintas, aquellos cultos que nuestros antepasados ideaban para contentar a las deidades, realizando ofrendas al dios de los dioses. Unos le llamaban Ra, otros Huitzilopochtli o Aditya, Helios o Inti algunos más, y nosotros Sol.

Pero sería un anacronismo, y una locura, volver a edades de piedra, cuando se sacrificaban cabras o, peor, se le brindaba a la estrella la sangre de los enemigos humanos capturados. Lo que cuenta hoy, naturalmente, es el espíritu del ritual, el simbolismo, el acto mismo de hacerlo, no tanto cómo. Por ello mismo las palabras solemnes, los discursos y las expresiones que encierran deseos materiales, anhelos de objetos que queremos poseer, cantidades que esperamos recoger o corazones a conquistar son, todas ellas, aspiraciones superfluas e inadecuadas. Hay que celebrar, creo que más atinadamente, la vida misma, estar vivos y saber que lo estamos, ser conscientes de lo que hemos hecho y poner toda la carne en el asador para disfrutar de un futuro libre, abierto y cercano, pero nunca igual, al elegido.

Por ello, el lugar adecuado para mí, como solían hacer los compatriotas de eras pasadas, quizá aquellos que moraban en la cueva del Parpalló o la de las Malladetas, es el Montdúver. Me acompañaba el camarada, como siempre, bandadas de urracas (¿o eran cuervos?) que apenas batían sus alas en las espirales ascendentes de aire, y supongo que también algún espíritu de los de antaño. Buscamos el sitio, corrimos cremalleras de abrigos, nos enfundamos guantes de lana, y aguardamos. El Sol bajaba con lentitud, fluyeron las palabras y rememoramos otras ascensiones similares, cuando pasábamos la noche allí, sacos en ristre y rostros hacia las estrellas, siempre solos, siempre dos, para bien o para mal. Imaginamos una tercera presencia, ignota, que cerrara el círculo, que compartiera y nos hiciera partícipes de su mundo. Quizá venga algún día, le dije. Quizá.

Y, entonces, el Sol se dispuso a dormir. Un cirro con aspecto dragonítico le secundaba en las alturas, y pasó del blanco al amarillo y al rojo sin solución de continuidad. El astro inundó el cielo de tonos ocres, verdes, y anaranjados, y cuando besó el horizonte pudimos mirarle directamente. Oíamos algunas voces cercanas, que descendían ya, perdiéndose el clímax, el apogeo, el orgasmo. Era como retirarse justo antes del final de la película, abandonar la función cuando llega el desenlace. Incomprensible.

A continuación aparecieron las tinieblas. Nieblas y vahos serpenteaban en los valles, mares de nubes bajas blancas y deshilachadas. Arriba, la Diosa refulgía, como diamante, en el oeste, y un poco más allá, Zeus. Miré por si vislumbraba a Hermes, pero debió escabullirse bajo el horizonte; siempre fue demasiado tímido... Sobre nuestras testas, la Vía Láctea, lechosa como nunca. Las siete hijas de Atlas, muy jóvenes pero escasamente impúberes, también nos saludaron desde el cenit; siempre me gustó Mérope, quizá por su celibato ante los dioses, quizá por estar aún envuelta en jirones de gas, misteriosa y deseante.

Había otros hermanos y hermanas gaseosos, la familia etérea de la que todos procedemos, familia de cuya sangre hemos bebido siempre. Mi deseo, mi único deseo, es poder estar allí arriba, de nuevo, cuando el mundo se abra y la vida rebrote. Y poder abrazarme con ellos, esos hermanos de allá, o de acá.

Asi acabó el 22 de Diciembre, día en que muchos fueron ricos. Por supuesto, yo también.

(Fotografía de Josep Lluis; texto de la Wikipedia)

21 de octubre de 2007

El camino del hombre



Nuestro sendero vital se engarza con el de las estrellas. Tanto nosotros como ellas partimos de un único punto de energía, en el primer instante de la eternidad. Tomamos forma a partir de la creación sideral, y la conciencia prendió por fin en el etéreo espacio casi sin sustancia. A muchos eones vista, el destino es el mismo origen; fusionarnos con la materia y la imaginación del Cosmos. Somos los descendientes de las estrellas, pero ¿cuántos de los hombres se atreven a brillar con luz propia? Muchos de los que nos rodean prefieren brillar con luz opaca, existiendo como simples reflejos inútiles de portentosos fuegos ajenos. Si procedemos, en efecto, de lo alto, de lo más alto y glorioso que jamás haya existido, hay que honrar a nuestros ancestros, y nada mejor para hacerlo que resplandecer por nosotros mismos.

7 de marzo de 2007

Exploración y humanidad



Hay gente que opina que los costes de la exploración espacial son demasiado altos y sus recompensas insuficientemente valiosas. Porque aumentan nuestro saber, sí, pero no sirven para solucionar problemas sociales, curar enfermedades o erradicar la pobreza. Y, sin embargo, cualquiera que contemple una imagen como ésta, la de otro mundo girando alrededor del Sol con sus majestuosos anillos de polvo cortados finamente por las sombras, debería entender que la investigación del espacio es algo más que saber. Nos remite a un impulso ancestral de conocimiento, ciertamente, pero además nos permite un cambio absoluto de perspectiva en la forma en que observamos el Cosmos y a nosotros mismos.

El conocimiento que se desprende de toda exploración es importante, qué duda cabe, pero lo que se busca en realidad es un cambio, una transformación de nuestro pensamiento. En esa interrelación entre saber y revolución mental la exploración espacial juega un papel fundamental, porque sus hallazgos nos transportan hasta otra dimensión a la hora de concebir cuál es el lugar de nuestra civilización. Desde la conquista de la Luna, hace casi cuatro décadas, hasta esta foto de Saturno tomada por la sonda Cassini hace unas semanas, persiste un nexo común: el de ir más allá, para cambiar nuestra forma de entender el inmenso universo y, con ello, nuestra propia esencia humana.

Estamos viviendo en una época extraordinaria, de descubrimientos constantes y nuevas revelaciones acerca del universo, cada vez más fundamentales. Pero aunque no fuese así, aunque la exploración espacial no nos diera el camino a seguir en pos de un mayor saber intelectual, seguiría siendo vital para nuestra especie, y ello porque las sondas, las naves y estaciones espaciales y los ingenios humanos lanzados al espacio profundo nos permiten abrazar un enfoque radicalmente nuevo de quiénes somos, en relación al Cosmos.

Una única imagen del universo, como ésta de Saturno, nos sirve para entender por qué tenemos que explorar el espacio: una especie que no avanza hasta el más allá está sentenciada a muerte. E ir más allá significa, sin más, dejar atrás lo ya sabido, aquello que nos ha hecho humanos, y dar otro paso hacia lo imposible. Hace tan sólo unas décadas, una imagen como la de Saturno era una tarea más allá de nuestras posibilidades. Hoy es pura rutina.

El cambio de perspectiva es lo que debe movernos, más que el provecho práctico de nuestra exploración. A la larga, dicho cambio puede significar, gracias al estudio del Cosmos, nuestra propia supervivencia, por ofrecernos una visión del verdadero lugar y trascendencia de nuestra especie; esta nueva concepción tendrá como núcleo nuestras diferencias dentro de un marco humano común, unido ante la diversidad del Cosmos y su indeferencia ante nuestro propio destino. Esa unidad humana es, justamente, la que hoy más que nunca necesitamos. Y quizá sea la exploración espacial la que nos la proporcione.

18 de febrero de 2007

Enamorado del Cosmos



Hay quienes aman a su pareja.
Hay quienes aman a su mascota.
Hay quienes aman a sus padres.
Hay quienes aman a sus amigos.
Hay quienes aman un equipo de fútbol.
Hay quienes aman a su país.
Hay quienes aman el futuro.
Hay quienes aman lo vivido.
Hay quienes aman un paisaje.
Hay quienes aman una sonrisa.

Yo no puedo decir que no ame también a todas esas cosas y muchas otras; pero el verdadero amor lo siento cuando miro hacia arriba, cuando contemplo de dónde provengo y la piel se eriza al saber que parte de mí mismo estuvo allí tiempo atrás, y que tras incontables eones allí volverá. Amo el Universo, lo amo en toda su extensión, material y espiritual. Lo curioso es que no recibiré jamás nada a cambio, porque el Universo es indiferente a nuestras pasiones. Sin embargo, quizá el amor no correspondido sea el único y verdadero amor que existe.

17 de noviembre de 2006

El cielo llora (Leónidas 2006)

Hoy día 17 de noviembre (hacia las 20:50 horas, aproximadamente) empieza la lluvia de las Leónidas (he puesto algunos links que ofrecen información más detallada en el blog de Astronomía). Hace siete años, en un rincón apartado de La Safor, nos reunimos un grupo de observadores, curiosos y principiantes de la Agrupación Astronómica de la Safor (AAS) para dar cuenta de lo que se preveía sería una tormenta de meteoros en toda regla. Resultó que así, en efecto, sucedió, pero a una intensidad que casi ninguno de los que allí podíamos imaginar.

Nadie esperó una cosa así. Quien ha visto alguna vez las Perseidas entre el 12 y 13 de Agosto (o Lágrimas de San Lorenzo), no puede, en absoluto, hacerse una idea cabal de lo que se pudo contemplar el 17 de noviembre de 1999. Una ráfaga contínua y anonadante de meteoros, sin pausa, sin tiempo para verlos todos, danzaban sobre nuestras frías cabezas desde el radiante de Leo. Dispersándose en todas direcciones, los meteoros nos volvieron locos, yendo las abrigadas calvas desde un lugar a otro en pos de todos ellos. El paroxismo de la noche aconteció hacia las 2 de la madrugada, más o menos (no lo recuerdo exactamente... ¡hace siete años!), cuando en un momento dado la actividad se elevó hasta los 20.000 meteoros por hora (es decir, ¡entre 5 y 6 meteoros por segundo!). Entre las 2:50 y las 3:00 de la madrugada del día 18 la actividad alcanzó los 6.000 meteoros por hora,, una cifra jamás alcanzada por ninguna otra lluvia de meteoros. Fue un instante de locura, de completa confusión (gente gritando, brazos señalando el cielo, algunos sonidos extraños en la lejanía...) y el cielo que parecía querer caer sobre nosotros. Los que allí estuvimos hasta el final (hubo gente que se marchó desencantada porque hasta entonces apenas se había visto nada especial) vivimos una experiencia extraordinaria, cortesía del Cosmos.

En el 2006 las cosas no serán para tanto, la verdad, pero siempre es útil observar el cielo, además de relajante, y podría haber alguna agradable sorpresa, en forma de estallido esporádico. Hoy día 17 la actividad será baja (15-20 meteoros a la hora), pero el domingo tal vez lleguen a registrarse hasta 150 meteoros o más, lo cual nos da una media de 2 (o 3, si hay suerte) por minuto. Aunque el cielo llore poco en estos días, seguro que quienes decidan echar un vistazo por la madrugada (el máximo del día 19 tendrá lugar hacia las 5:45) no quedarán defraudados. Por cierto, habrá que mirar hacia el sureste.

Hay mucha información sobre el tema en blogs y en páginas específicas. Pero no olvidéis que una lluvia de estrellas como las Leónidas puede pasar factura (por frío, aburrimiento si la cosa no va bien [aunque en el cielo siempre hay algo que observar, o por cansancio). Así pues, si se puede, lo mejor será ir acompañados, abrigados, alimentados y dispuestos a pasar un buen rato a la espera de lo que firmamento pueda ofrecernos, que es mucho, muy variado y siempre verdaderamente interesante.

Suerte a todos.

15 de octubre de 2006

Frágil Tierra



Vista así, desde 900 millones de kilómetros de distancia por la cámara de la sonda espacial Cassini (en estos momentos orbitando el sistema de Saturno), nuestra Tierra parece más frágil que nunca. La maltratamos continuamente, esquilmamos su superficie y sus recursos en busca de nuestra mayor comodidad o, simplemente, a raíz de nuestros avariciosos y despreciables negocios. Le debemos la vida y la de todos los que nos importan, y sin embargo, continuamos macerando su rostro, su esencia, y levantamos los hombros en señal de indiferencia al finalizar el trabajo.

Estamos despreciando nuestros orígenes, pero nos importa poco: sólo cuenta el ahora, el beneficio inmediato. El mañana o el futuro son entes difusos, de modo que aprovechemos la ocasión y ganemos hoy rápido, aunque ello suponga violar la tierra cósmica, creada de material de supernovas hace miles de millones de años. Nos importa un cuerno saber todo esto: las ideas no alimentan el cuerpo, y no nos ofrecen rentabilidad y ganancias netas; tan sólo sirven para incubar rabia e impotencia. En el fondo, es casi mejor dejarse llevar y llenar la mente de sucios seriales y maniatados informativos: lo esencial, el daño a nuestra madre, sigue estando en el anonimato, a nadie le importa, nadie hace nada.

Hay quienes creen que el cambio climático, creado por el hombre tecnológico, es el responsable de que nuestra Tierra sufra; señores, el cambio climático difundido a través de los grandes medios es pura invención, una tapadera para evitar que alguien saque a relucir las formas vergonzantes y cafres de los promotores inmobiliarios, una forma de desviar la atención, de echar una culpa generalizada a las grandes potencias cuando, en realidad, los responsables de la masacre a nuestro mundo radican en simples despachos y oficinas, viendo planos de arquitectos y decidiendo el futuro de una comarca, de un pueblo o de toda una cultura. Se ha creado un fantasma para rehusar culpar a quienes más daño real han hecho: lo peor no es que se haya llevado a cabo esto, sino que mucha gente se lo cree.

Puede que exista tal cambio climático, puede que el clima haya realizado una pirueta en las últimas décadas e inicie un periodo de calentamiento (aunque los datos "objetivos" no apuntan sólo en este sentido), pero no se trata de eso: lo que importa es la información que se ofrece, esa insistencia asquerosa en el tema como si todo fuese causa de un aumento de temperatura. Hace falta gente que diga qué es verdad y qué no, brindando a la población datos reales y no manipulados, porque se trata de un tema que va más allá de la pura trascendencia climática.

Hay que cuidar a la Tierra, esa mancha de luz vista a través de la sonda Cassini desde una distancia inimaginable, pero también debemos mantenernos inflexivos delante del sensacionalismo de ecologistas y de cierto sector científico: hay que examinarlo todo con espíritu crítico. No nos dejemos embaucar por la propaganda, porque sino, quizá estemos haciendo un daño aún mayor a nuestro precioso y frágil planeta.

27 de septiembre de 2006

Tristeza nocturna



¿No es triste saber que, con seguridad, algunas de las estrellas de las que vemos hoy en día ya no existen?

Sabemos que en la Vía Láctea hay astros muy viejos, próximos al término de su vida. Mirando a algunas de estas estrellas, si están lo suficientemente lejos, es posible que en realidad veamos lo que ya ha dejado de ser; esos astros pueden, en el directo del Cosmos, ser residuos nebulosos a la deriva, aunque nosotros, en el ahora de nuestra Tierra, veamos una estrella en plena forma. Incluso más allá, si contemplamos otras galaxias, astros aún no convertidos en gigantes pueden ser nada más que pura ilusión, fantasmas de una era pasada.

Es triste contemplar algo bello pero que, en realidad, ya no es más que un recuerdo. Imagino qué sentiría un alien, situado a miles de años luz pero con poderosos instrumentos astronómicos, que se dedicara a observar la Tierra. En su planeta, vería a la Tierra como un mundo lleno de capacidad tecnológica, fresco y desbordante de inteligencia, pero la verdadera faz del planeta que hollamos podría ser muy diferente; quizá, para entonces, la civilización humana ya no exista y, pese al entusiasmo del alien, la muerte y el olvido sea todo lo que quede allí (aquí). Es decir, el extraterrestre contemplaría vida y actividad, pero el Cosmos le engañaría, porque no sabría qué está sucediendo en verdad.

El saber, el fin y el adiós, la muerte total, siempre llega con retraso en el universo.

1 de septiembre de 2006

Adiós, Plutón



Durante la última semana hemos sido testigos de un cambio radical en la familia del Sol; hemos perdido un planeta. Agosto de 2006 permanecerá en el recuerdo de cuántos amamos el Cosmos como el mes en que quedó más claro el concepto, fundamental y extrañamente vago hasta ahora, de planeta. Y en él (que obvio por estar presente en miles de blogs y portales de Astronomía) no hay lugar para Plutón.

En el año 1930 se descubría Plutón, en unas placas fotográficas obtenidas por el astrónomo Clyde Tombaugh (1906-1997), un punto pálido que se desplazaba sobre el fondo de estrellas; con el tiempo, llegamos a saber que se trataba de un nuevo 'planeta', pero todas sus características, tanto físicas como orbitales, eran tan raras y poco comunes con los restantes planetas que, ya en su día, hubo quienes desconfiaron de catalogar así al nuevo mundo. Hoy, curiosamente cuando se cumplen 100 años del nacimiento de su descubridor, Plutón ya no es un planeta. No debería haberlo sido jamás, si atenemos al hecho de que no encajaba en ninguno de los dos grandes grupos de planetas del Sistema Solar (terrestres y gigantes). El gazapo, por fin, ha quedado enmendado, por mucho que pese a los científicos estadounidenses, los cuales querían mantener el estatus planetario de Plutón a toda costa, ya que es el único planeta hallado por un patriota suyo. Es decir, lo típico de los yanquis.



Hoy en día, los libros de texto y divulgativos deberán modificarse para hacer constar que en nuestra familia planetaria tan sólo existen ocho miembros: de Mercurio a Neptuno. Plutón pasa a ser considerado como un objeto transneptuniano, el primero de la que se espera sea una larga lista de miembros (que ya contiene bastantes descubiertos hasta ahora), aunque también lidera una nueva clase de planetas llamados "enanos" (para evitar el lío de tener a Plutón en dos categorías de objetos distintos simultáneamente, en breve se llevará a cabo un proceso por la UAI para dilucidar qué hacer con los mundos que estén en el límite entre ambas categorías... ). Lo importante de todo este rollo, por lo tanto, es que Plutón queda rebajado, como mucho, a la categoría de planeta enano, una especie de triste consuelo para el mundo más lejano conocido hasta hace algo más de una década.

Así, el Sistema Solar quedaría compuesto de los siguientes clasificaciones y objetos:

Planetas: Mercurio, Venus, Tierra, Marte, Júpiter, Saturno, Urano y Neptuno
Planetas 'enanos': Ceres (hasta ahora, el mayor de los asteroides), Plutón y 2003 UB313. Además, cabe incluir en esta categoría a otros objetos del Cinturón de Asteroides y del Cinturón de Kuiper.
Planetas 'enanos transneptunianos': Plutón, 2003 UB313 e hipotéticos cuerpos similares a descubrir en el futuro.
Cuerpos menores del Sistema Solar: Asteroides y cometas ('clásicos') y objetos transneptunianos.

Con el tiempo, esta división quedará más marcada y clara, y es posible también que acabe siendo modificada por nuevos descubrimientos. De hecho, sería lo deseable, dado que tampoco es una clasificación que contenta a todos. En cualquier caso, es mejor de lo que había, y habrá que amoldarse a ella. Hemos dicho adiós a un planeta, pero damos la bienvenida a otros mundos, tan fascinantes e intrigantes como Plutón; y, asimismo, hay que aguardar el hallazgo de otros muchos cuerpos planetarios "enanos" y transneptunianos, que enriquecerán y diversificarán (más, si cabe) la ya prolija y variada familia del Sol.

http://www.infoastro.com/200608/25planetas.html
http://danielmarin.blogspot.com/2006/08/el-da-que-perdimos-plutn.html

27 de agosto de 2006

Constante de Hubble: edad y expansión del Universo



Hace unos días leí una noticia que, a ojos del neófito, no es más que un galimatías. Rezaba más o menos así: "El telescopio Chandra ha obtenido datos que permiten fijar la constante de Hubble en un valor de 77 (km/s)/Mpc". Evidentemente, para comprender este titular hay que entender un poco de cosmología, pero lo importante no es la dificultad de la críptica nota, sino sus implicaciones.

La constante de Hubble es un parámetro fundamental para descubrir dos aspectos trascendentales del Universo en el que vivimos: desvela, primero, la edad del mismo Universo, y, segundo, permite conocer con qué velocidad de expande. Es decir, la constante de Hubble es, casi casi, la piedra Rosseta de la cosmología.

Un valor de 77 (km/s)/Mpc equivale a un Cosmos con una edad de, aproximadamente, 14.000 millones de años. Cuánto más alto es este valor más juventud tiene el Universo, y a la inversa. Hace décadas hubo un intenso debate acerca de cuál era, si 50 (que proponía gente como Alan Sandage) o 100 (hipótesis del francés Gerard de Vaucouleurs). Ahora, Chandra, un telescopio espacial que observa el cielo de los rayos X, ha terminado por aclarar el panorama, y resulta que el intervalo más probable es, paradójicamente, un término medio casi exacto. Anteriormente, otros ingenios espaciales habían obtenido valores similares (aunque ligeramente más bajos), de modo que ahora estamos razonablemente seguros de que el Cosmos, en efecto, tiene una edad de 14.000 millones.

Maravilla saber que tan sólo con un ojo (caro) que mira el tapiz del Universo con gafas especiales podamos descubrir algo tan elemental como la vejez de la estructura cósmica. Esto es un paso enorme en el saber cosmológico: podemos estar seguros que el Cosmos tuvo un principio, un origen, 14.000 millones de años atrás. Es decir, quizá algo movió al Universo a nacer, a existir. No estuvo aquí desde siempre, no es un ente infinito en el tiempo, perenne y constante: si ha nacido, tal vez tenga su muerte, cuando se expanda indefinidamente, y la energía se distribuya entre tanto espacio que se convierta en un lugar frío, sin estrellas, sin galaxias, y sin vida. Ahora que estamos razonablemente confiados en el Universo tiene un inicio en el tiempo, debemos llegar a conocer también si tendrá un final, y cómo será éste.

Poco a poco, sin prisas, nos acercamos al saber verdadero del Cosmos.

30 de junio de 2006

Huellas felinas en el cielo



Soy un gran admirador de los gatos, como creo ya comenté con anterioridad. Me encanta su independencia, su libertad, la casi nula dependencia de los humanos (al contrario que los perros, con eso de lavarlos, sacarlos a pasear, recoger sus 'desechos', etc... .), y esa gracia felina, la elegancia de movimientos típica de los mamíferos de su clase, que es única.

De modo que me llevé una sorpresa cuando encontré que había ciertos "rastros" de la presencia de gatos en el cielo, en los brillantes brazos arremolinados de la Vía Láctea. En particular, hallé esta maravilla gaseosa, sugerentemente similar a una huella felina, llamada NGC 6334. Localizada en la constelación de Scorpius, a unos 5.500 años luz de la Tierra, esta fantástica impresión de una pezuña gatuna es una nebulosa de emisión, cuyos colores son debidos a la presencia de átomos de hidrógeno ionizado en su seno. En su interior pueden entreverse estrellas jóvenes, envueltas con un caparazón nebuloso protector, estrellas varias veces más masivas que nuestro Sol.

En otra ocasión, cuando tenga un respiro y no ande ajetreado con trabajos y lecturas, contaré la historia de un astrónomo que, tan entusiasta de los gatos como yo, quiso brindarles una constelación propia, en el hemisferio sur. La idea no cuajó pero, tal vez en señal de protesta, los gatos acabaron dejando su huella en el Cosmos, huellas como las de NGC 6334, que por estas fechas empieza a ser visible (baja aún) hacia el sur en nuestra latitudes.

Si uno quiere aprender a vivir, que mire a los gatos, porque ellos lo saben todo.

14 de junio de 2006

Perspectivas



Perspectivas; puntos de vista; posiciones; encuadres... da igual como lo llamemos, el hecho es que dependiendo de nuestra situación, del lado desde el que vemos la realidad, el mundo es percibido de una forma u otra. El ojo es engañado, la mente intenta agarrarse a lo conocido, a lo visto en otra parte. Sin un contexto adecuado en el que situar aquello que vemos o sentimos, la naturaleza nos puede dar gato por liebre.

Un ejemplo es esta foto. ¿Qué demonios representa? Quien sepa Astronomía lo sabrá (o, al menos, lo intuirá), pero para quien ve un objeto así por vez primera, es posible que ande perdido un buen rato.

Tiene cierto parecido a un cometa, por su forma alargada y brillo elevado, aunque esa franja negra que lo atraviesa es un poco desconcertante. Es un cometa raro. No, lo más seguro es que no lo sea. Olvidémoslo.
¿Una nebulosa? Puede, pero esa disposición del gas, tan plana y delimitada en un espacio fuertemente definido, también crea inseguridad. Las nebulosas, zonas donde nacen las estrellas, tienden a formarse como figuras algodonadas, por los intensos vientos estelares que les rodean, expulsados por esos recién nacidos astros. Una forma tan estilizada no concuerda con casi ninguna de las nebulosas convencionales.
Tal vez se trate de algún objeto exótico, inhabitual en el casi infinito tapiz del espacio-tiempo. ¿Una especie de ráfaga de gas y polvo en movimiento, como una afiliada lanza gaseosa que atraviesa el Universo, hacia una dirección desconocida? No, demasiado imaginativo, demasiado improbable.

La solución la tenemos cuando pensamos, primero, en cómo ha sido tomado la fotografía: la ha obtenido el telescopio Espacial Hubble. Primera pista. Además, representa un objeto extragaláctico (pero situado en las cercanías: 44 millones de años luz). Segunda pista. Y, tercera, se halla inmersa en un enorme y disperso cúmulo de galaxias en la constelación de Dragón.

Es decir, que es una galaxia. Pero, ¿cómo puede ser, cómo es posible que veamos así una galaxia? Pues gracias a la perspectiva, es decir, a la posición de esta galaxia (NGC 5866) en relación con nuestra línea de visión. Hemos tenido la suerte de observar este torbellino galáctico mostrándonos su perfil, su plano, su cuerpo repleto de estrellas y extremadamente delgado. En la mayoría de otros casos, las galaxias se observan con un ángulo de visión más abierto, que permite apreciar mejor su forma y sus brazos espirales (caso de tenerlos). Cuando vemos el brazo de gas que traza nuestra Vía Láctea en las noches de verano, también vemos una galaxia (la nuestra) de perfil, sólo que como estamos inmersos en ella se nos revela mucho más grande y con una forma más indefinida.

Todo es cuestión de perspectiva. En todos los ámbitos: en la vida diaria, en nuestro interior y allá arriba, más allá de la atmósfera de nuestro planeta azul.

2 de junio de 2006

¿Por qué?



Nunca sabremos por qué se creó el Cosmos. Nunca entenderemos los motivos, las razones, si es que las hay, que llevaron a algo o a alguien decidir construir todo lo que existe, desde la briza de hierba del jardín hasta las galaxias espirales. Así opina mucha gente; y si no podremos saberlo no será consecuencia de que seamos tontos, que carezcamos de luces, o tengamos un bloqueo mental permanente: no lo sabremos jamás porque, si lo hiciéramos, seríamos Dios.

No hay motivo, tampoco, para devanarnos los sesos en el intento; el Cosmos existe, y punto. Hay que adentrarse en sus dominios, interesarse por sus secretos, sus enigmas, los fenómenos que alberga y la relación que mantiene toda esa gigantesca estructura de materia y vida con nosotros. Y con ello es más que suficiente; querer dar pasos más allá, penetrar en la mente del Creador, es quizá demasiado arriesgado. Quizá ni siquiera tengamos la capacidad neuronal suficiente.

Ahora bien, la pregunta nos tienta, es estimulante, agranda el horizonte del saber y, al menos, ayuda a los hombres y mujeres a entenderse mejor a sí mismos; el intentar comprender por qué motivo existe todo la maquinaria cósmica tal vez sepamos por qué existimos nosotros. Puede caber la posibilidad, incluso, de que no sea imposible saber la respuesta a tal pregunta. ¿Y si Dios no fuera más que un invento, una patraña, una falacia creada por los temerosos y apocados humanos que buscaron en un ser divino y omnipotente la mano capaz de dar forma, color y vida al Universo?. Entonces sí estaríamos en condiciones de conocer el por qué. Pero, ¿hay un por qué?. Si nada movió las leyes naturales, si nada impulsó la Creación, es posible que nos encontremos ante un Universo azaroso y formado a consecuencia de una casualidad, un cúmulo accidental de condiciones físicas y biológicas que han permitido la aparición de la materia y la vida. Así, el Universo es sólo una cuestión de buena suerte.

¿Es suficiente con ello, con quedamos satisfechos con esa 'respuesta'? No, en absoluto, de modo que estamos como al principio: no sabemos por qué existe el Cosmos. Es una de las preguntas que hemos ido haciéndonos desde miles de años atrás, y seguimos en la más absoluta de las ignorancias. Podemos olvidarnos de ella, arrinconarla y pasar a otras cosas, más sencillas o menos comprometidas. Podemos, como hacen unos, dejarla en manos de los textos religiosos, de papa y curas, o podemos, como hacen otros, suponer que no hay respuesta a tal pregunta. En ninguno de los casos llegaremos a ninguna parte.

La opción intermedia es más vaga, más insegura, pero mucho más valiente. Puede que haya un motivo, una razón, una explicación que nos aclare el por qué; si existe, y es asequible para nuestras limitadas mentes humanas, entonces hay que ir tras ella, no por qué nos haga mejores, no porque consigamos un premio o logremos eliminar nuestros problemas, sino simplemente porque, como dijo Friedrich Nietzsche , "quien conoce un por qué puede vivir cualquier como".

1 de mayo de 2006

Saltos al infinito



Aquí, en la Tierra, radicados como estamos en un minúsculo mundo rodeado de inmensidad, apenas somos conscientes de lo existente más allá de los límites del mismo. Pese a poder observar algunos fenómenos sorprendentes y fascinantes (desde las 'simples' estrellas hasta explosión de supernovas, lluvias de meteoros, etc.), nada nos indica la verdadera extensión, la increíble dimensión y la inquietante atemporalidad del Cosmos.

De mis lecturas de Astronomía, iniciadas hace bastante más de una década, aprendí que todo lo que sabemos es gracias a la luz. Si conocemos lo lejos que está una estrella es por su luz; si conocemos su composición, es por su luz; si descubrimos cuál es su movimiento, es por su luz; si somos capaces de detectra planetas a su alrededor, es por su luz. Incluso, si en el futuro tenemos los instrumentos adecuados, será posible distinguir la existencia de vida en otro mundo gracias al espectro producido por la luz que rebota en él procedente de su estrella madre. La Astronomía, de hecho, tiene sentido gracias a la luz.

La luz no es más que radiación electromagnética procedente de una fuente emisora (como las estrellas) y que capta nuestra vista. Ya he hablado en algunas ocasiones de que la luz viaja a una gran velocidad (algo así como 300.000 kilómetros por segundo; da más de siete vueltas a la Tierra en ese único segundo...), y que lo que vemos en el Cosmos es el pasado, no el presente. Aunque la luz viaje rápido, el Universo es muy grande y las distancias a recorrer son verdaderamenente enormes. Así pues, no creamos que la información transmitida por la luz es instantánea y directa; tarda tiempo en llegar hasta nosotros. Mirar el cielo es ir temporalmente hacia atrás, en busca del pasado, cada vez más remoto. Saltando de astro en astro, retrocedemos en el tiempo, hasta casi tocar el infinito, cuando el Universo era un recién nacido. Gracias precisamente a que la velocidad de la luz es finita podemos ir al encuentro de la infancia del Cosmos.

Imaginemos ahora lo siguiente: pongamos por caso que hoy explota el Sol (hecho harto improbable). Nosotros sabemos que va a suceder, y como disponemos de una nave espacial nos subimos a ella y, empleando un agujero de gusano (y dando por supuestas muchas cosas), alcanzamos el otro confín de la Vía Láctea. Aterrizamos en un planeta agradable acompañado de una estrella estable y, utilizando un telescopio, miramos hacia el Sistema Solar. Si el viaje por el agujero de gusano ha sido lo suficientemente rápido (más que la luz solar), al mirar a través del ocular del telescopio aún veríamos al Sol, brillante y amarillo, bañando con su luz a la Tierra. Aunque, naturalmente, sabríamos que ya no existe.

Sorprendente, ¿verdad?.