30 de septiembre de 2008

Encuentro



La esperaba mientras el cielo amenazaba lluvia. Pudimos quedarnos en la ciudad, refugiados en un café o dando un paseo fresco bajo la penumbra de las nubes húmedas. Pero la ocasión requería la vuelta a los orígenes, rememorar años infantiles de bicicleta y amistad. Salimos a campo abierto y el vehículo nos llevó a ese territorio húerfano de modernidad situado como más allá del tiempo, rincón que ambos, ella y yo, conocemos y apreciamos bien.

Hablamos, claro, de lo pasado, próximo y lejano. De momentos en los que sólo había risas y miradas puras, inocentes y vírgenes. De contactos y personas que fueron, o son, parte integral de una existencia que se hace mayor, o mejor, a cada instante. De desgracias sufridas por causa de un duende maligno que, sin saberlo él o nosotros, nos ayudó a volvernos más fuertes. De lugares y moradas, hogares que impregnaron nuestras vidas y que hoy sentimos como lejanos y brumosos. De cosas que aprendimos y ya olvidamos, y rostros cuya fisonomía se pierde por momentos.

También narramos los presentes: desdichas y penas por el padecimiento de gente a quien queremos, viajes recientemente realizados y otros que apuran los ultimos minutos previos a su celebracion. Huidas, evasiones, o escapes. Soledades como amigas, galerías de libertad y poemas de silencio. Convenimos hacer caso omiso de esos precios por una vida que nos hacen pagar, pero no disfrutar. Resolvimos, ya lo sabíamos, que una decisión propia y consciente vale más que cualquier regalo, que ser el rey de Persia. Y que con cuatro perras se puede experimentar toda una vida, gigantesca y rica, que nos espera a la vuelta de la esquina.

Con ello enlazamos al futuro, distante pero al acecho. Montados sobre una casa rodante a la búsqueda del páramo, o con el ánimo de ver populosas urbes o desconocidas tierras de Oriente en compañía de un puñado de gentes desinteresadas, cuya labor agradecerán pueblos y personas siempre ignotas, soñamos con el día de iniciar esos magníficos peregrinajes. Sabemos, ambos, que están muy próximos a ser realidad.

La gata, es decir mi gata, nos hacía ocasionales visitas, pero no quiso molestar; quiza olfateó en el ambiente que se mascaban confidencias en las que no cabía inmiscuirse; o quizá fue porque sabía que dos felinas, aún contando con el parentesco de la sangre espiritual, no suelen llevarse bien. Tal vez todo se debió a su (¿mi?) natural timidez, producto de años de soledad y recogimiento. Puede que un segundo encuentro alivie un poco su (¿mi?) excesiva discreción. Creo que, tanto ella como yo, ya lo ansiamos.

Había, o eso creí percibir, una sintonía de intereses, el atractivo de dos almas hermanas de armas. Notaba que había mucho más en común que lo que destilaban las palabras. Pero, aún así, no alcancé a expresar ni la mitad de lo que esperaba contar. Faltaban términos, y mi habla se congelaba a la par que bajaba un frío tiritante del Molló. Recogimos las hamacas, nos despedimos de la cabaña y al poco cada uno de nosotros proseguía su camino.

Sólo espero, amiga visitante, que me perdones si no te ofrecí lo que buscabas, si no satisfice el anhelo que precisaba ser saciado. Siempre entiendo mejor la situación, o eso creo, a toro pasado. Confío en que, gracias al favor de un hado bienhechor, esa persona tan querida pronto se reestrablezca. Pero si no es así, si el destino ya no quiere solucionar nada y le deja hacer al tiempo, no te afligas. Estoy convencido, sin conocer a ese hombre más que por tu descripción, que parte de él vive ya en ti: en tu inteligencia, en tu firmeza, personalidad y belleza.

Gracias por venir. Y regresa a esta, tu casa, siempre que así lo desees.

Un abrazo, y hasta siempre.

24 de septiembre de 2008

Biofilia



Edward O. Wilson, un afamado biólogo especialista en hormigas, afirmó en una ocasión que los seres humanos, como miembros de un hábitat específico, tendemos a poseer un "instinto de gusto hacia ese entorno", algo así como la satisfacción de vivir en un lugar que nos ha proporcionado todo, viéndonos nacer y crecer, y al que terminamos por cogerle afecto. Ese impulso se ha denominado 'biofilia'. También define la pasión por todo lo que vive, por cualquier ser vivo a nuestro alrededor y su existencia, entendida como parte de la nuestra.

Es la biofilia la reponsable de hacernos querer regresar a la naturaleza, al punto en el que vivimos antaño (no me refiero necesariamente a un pueblo o una urbe, sino al espacio natural en el que están integradas), o a ese paraje en el que nos sentimos especialmente felices y dichosos, extasiados sólo por el hecho de ser partícipes y estar en contacto con él.

Se trata, en suma, de un sentimiento, el de agradecimiento, que experimentamos los que sabemos que la naturaleza está ahí, no para satisfacernos, sino para existir, por ella y para sí misma. Un momentáneo e intenso lapso de emoción, de ligación, con ella y hacia ella, por el mero hecho de que sea así. Los detalles de este sentimiento es cuestión muy personal; cada cual la siente a su manera, y a veces las palabras fallan en su descripción.

Pero sospecho que, en algunos casos, hay algo más que una simple filia; en efecto, se trata de amor, enorme y magnífico, hacia aquello que proporciona todo a cambio de nada. Como la madre que sacrifica su propio beneficio en favor de su prole, palpamos en nuestro interior el amor sereno e indestructible que, sin las ataduras del espacio y el tiempo, expele el mundo hacia el fruto de su propia evolución, la vida. La Tierra ama la vida, nos ama a todos, en suma, porque somos su mayor realización posible.

Se trata de ese amor que surge de Ella y rebosa en nosotros, y que emitimos de nuevo, por aquello que abarca todo lo inimaginable y que seguirá aquí mucho después de que nos convirtamos en polvo; ese amor que también está dentro de nosotros, y que nos pide regresar al lugar del que partió.

16 de septiembre de 2008

'La tijera', de Ernst Jünger



Meses atrás un lector y comentarista de este blog nos hizo una recomendación: 'La tijera?, de Ernst Jünger. Carecía yo de referencias acerca de este autor alemán, uno de los más importantes del siglo pasado en ese país, así que me embargaba cierta incertidumbre. Siempre me atrae la lectura de un escritor del que desconozco su obra, pero igualmente sientes la inquietud que produce esa inseguridad: ¿valdrá la pena, merecerá mis horas, o no será más que una pérdida de tiempo? En el caso de Jünger, y tras la lectura de 'La tijera', no puedo menos que recriminarme cómo no he disfrutado antes de su ágil, amplia y penetrante prosa. Y quedo a la espera de que el destino me obsequie con otros de sus tesoros literarios.

Escrito cuando Jünger contaba con sus lúcidos 95 años, consta de varios centenares de pequeños aforismos, notas o fragmentos de textos íntimamente relacionados. La temática es completamente miscelánea, aunque prosigue un orden intelectual bien definido: abre Jünger su obra con reflexiones acerca del poder y relevancia del mito, la necesidad y función del arte y de los creadores, el éxtasis y los sueños; la continúa mediante destellos de ingenio referidos a la ciencia, la naturaleza y la técnica, y la dualidad fuerza/debilidad humana, los dioses y los titanes; y, por último, la concluye con unas líneas maestras acerca de la muerte, del tránsito de los siglos, el tiempo y su carácter evanescente o eterno.

Si bien su lectura es ágil, no es un libro fácil de comprender. Y no me contradigo; lo expuesto en sus líneas es algo oscuro, casi arcano, se necesita a veces del apoyo de las relecturas para llegar a la inteligibilidad de sus ideas, para dotarlas de coherencia y sentido. Y, sin embargo, al leer las páginas de 'La tijera' uno siente un fluir extraño en las palabras, un discurrir elegante que catapulta a la belleza literaria, y que te permite gozar de la lectura más por su maravilloso discurrir sereno que por el significado de lo propiamente leído. Es como si las palabras, ungidas por el encanto de su perfecta concatenación, se elevaran por encima del papel y nos hablasen directamente, sin intermediarios lingüísticos.

Hallo, en dicho fluir rítmico y armónico, más allá de lo manifestado por las mismas palabras, el hechizo que teje 'La tijera', el embrujo de una obra única cuya mixtura de contenido deberá ser valorada, si acaso, con el paso del tiempo y de nuevas vueltas a sus páginas.

Más ya no alcanzo a decir.

8 de septiembre de 2008

El fin del letargo (abandono la cárcel)



Hoy he vuelto a nacer.

Porque, sin saberlo, había muerto a finales de junio. Atrapado entre las ruinas de mi anterior vida, aquella que ofrecía todo el alimento que necesitaban cuerpo y alma, fui perdiendo la existencia y languideciendo al ritmo de una rutina idiotizante. Me vi a mí mismo corrompido, falso, abandonado y ausente del mundo. ¿Dónde estaba? ¿Quién era, yo? ¿Qué había sido de mí?

De esto que hago ahora, esta redacción a pelo, he sido privado en los dos meses y medio que duró el cautiverio. Si me hubieran arrancado el corazón, entregándolo después a los perros, no hubiese sentido tanta infelicidad y desdicha. Miserable, alienante, entontecedora, calcada día tras día, vacía en esencia y perversa, mi última vida semeja una estancia en el calabozo de la mente, donde denegan el pan (la escritura), el agua (las lecturas), el aire libre (las montañas) y el contacto con tus semejantes.

Trabajo y enseñanza estructurada; ésos han sido mis demonios. Por separado puedo con ellos, es fácil tumbarlos porque no exprimen, secándola, la vida interior. Aprietan, sí, pero no les dejo ahogar. Mas, fusionados, estos diablos duplican su poder. Mis fuerzas desfallecen, abdico y me arrastran a los desmayos de una existencia plana y vulgar, dominada y patética, como gusta a quienes sueñan con un mañana de autómatas y obedientes sujetos, inmersos en la aceptación y el destino impuesto por los otros.

Por suerte, cuando parecía que iba a unirme a ellos, cuando creían que la cárcel me había matado por dentro, vislumbré, por entre mi ventana, esa silueta mágica, enorme y sublime. La cima, bordeada de jirones de nubes, aullaba; su llamada, su invocación, el toque de diana. Y a renacer.

Ave fénix que resurge de unas cenizas aún llameantes, sol naciente que brota entre nieblas, criatura que rompe el cascarón para descubrir el mundo nuevo. Emerjo para ser otro, para mudar de piel como la serpiente. No es primavera, todavía, pero noto que todo florece de nuevo.

Y, a los que seguís por aquí pese a todo, abrazos infinitos.

(Fotografía de Xavier Catalá)